El xip de la moralitat.
Decía Ortega que lo que nos pasa es que no sabemos lo que nos pasa, pero la
verdad es que sí lo sabemos, que lleva toda la razón el célebre chiste de un
encuestador que pregunta a un transeúnte si se dejaría corromper, y el
interpelado contesta: si es una encuesta, rotundamente no; si es una
proposición, hablemos. ¿Cómo conseguir adecuar las actuaciones a las
encuestas?
No parece que nuestras sociedades crean de verdad que los seres humanos
tienen dignidad, y no un simple precio, ni que la libertad, la igualdad y el
apoyo mutuo sean superiores a sus contrarios. No parecen creerlo porque no lo
hacen, las realizaciones no concuerdan con las declaraciones, del dicho al hecho
hay un inmenso trecho.
Tan patente es la contradicción entre el decir y el hacer que algunos
neuroéticos, es decir, algunos autores que trabajan sobre las bases cerebrales
de la moralidad, han señalado como el gran problema de nuestra época la
falta de motivación moral. Las gentes obedecen mal que bien las leyes
legales, porque obligan mediante coacción. Y este “mal que bien” no precisa
muchas explicaciones en un periodo como el actual. Pero la debilidad y la fuerza
de la moral vienen de que son las personas mismas las que han de estar
convencidas de que los seres humanos son dignos de una vida buena, de que hay
valores que es necesario encarnar en la vida cotidiana. Ése es el precio que hay
que pagar por la autonomía moral, y ésa es también su grandeza.
Pero como la motivación moral no parece estar en sus mejores momentos, más
bien, según los autores mencionados, ni está ni se le espera, sugieren ir
pensando en un camino que no se puede recorrer en el corto plazo, ni tal vez
siquiera en el medio, pero a lo mejor sí en el largo: mejorar moralmente la
especie humana interviniendo en el cerebro.
Si es verdad —prosiguen estos autores— que la moralidad humana tiene al menos
una base biológica, entonces un tratamiento neurológico o genético permitiría
fomentar las emociones que apoyan nuestro sentido de la justicia y nuestra
capacidad para el altruismo. De hecho, sustancias como la oxitocina parecen
aumentar la confianza en las personas, los inhibidores selectivos de la
recaptación de serotonina, incrementar la cooperación y reducir la agresión, y
también el ritalín parece reducir las agresiones violentas. ¿Podríamos con todo
ello organizar por fin el soñado mundo feliz, en el que todos los seres humanos
alcanzan sus metas ayudando a los demás a perseguir las suyas?
Sería algo similar a lo que el norteamericano Arthur Caplan aseguraba,
entusiasmado con la posibilidad de mejora: “Si tuviera la posibilidad de
insertarme un chip en el cerebro con el que pudiera ya hablar francés, sin tener
que pasar por academias, cursos, audición de cintas y todo ese calvario que
implica el aprendizaje de un idioma, no lo dudaría ni un segundo”. ¿Podría
hacerse algo análogo en relación con la moral?
La verdad es que éste es un proyecto recurrente en la historia, en las
ciencias, y no sólo en ellas. El Frankenstein de Shelley, La isla
del doctor Moreau de Wells, El mundo feliz de Huxley, La
naranja mecánica de Kubrik, son una minúscula muestra de ese afán de
mejorar moralmente a los seres humanos interviniendo ya, sin confiar para esta
mejora en la educación que debería venir de una sociedad que dice mucho, pero no
parece interesada en hacerlo.
Ciertamente, proyectos como éste pertenecen todavía a la tecnociencia
ficción, pero las ficciones pueden convertirse en realidad en el medio y largo
plazo, y conviene que la ciudadanía las conozca para formarse una opinión y
debatirla. En este debate una cuestión sería clave, a mi juicio: ¿no hay más
salida que las intervenciones biológicas para conseguir una humanidad convencida
de los mejores valores de palabra y obra? ¿O más bien sucede que no existe el
chip moral, no hay fármaco ni implante que sustituya a la paciente formación
voluntaria del carácter de las personas, de las instituciones y de los pueblos?
En tal caso, en este 2012, declarado Año de las Neurociencias, seguiría siendo
cierto que sólo la libertad es el camino hacia la libertad.
Adela Cortina, ¿El fracaso de la educación?, El País, 01/09/2012
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