Francis Bacon, els ídols de la ment.





La mente es un prisma deforme que distorsiona la naturaleza de la luz. Para complicar aún más las cosas, la naturaleza es mucho más complicada que la mente que trata de descifrarla. “Sus sutilezas están más allá del sentido o el intelecto”. Bacon nunca se plantea el hecho de que la mente sea ya naturaleza. A esta dificultad se añade otra, la mente tiene sus propios ídolos, sus propios sesgos e inclinaciones, que la inducen al error. Son cuatro. Los ídolos de la tribu (propios de la especie humana). Los ídolos de la caverna (propios de cada individuo). Los ídolos del foro (propios del lenguaje y la cultura). Y los ídolos del teatro (propios de los sistemas filosóficos heredados).

Muchos se complacen en adorar la mente y defender la nobleza del pensamiento. No entienden que la mente es una enredadera. Un espejo “que modifica los rayos de las cosas en virtud de su propia figura y corte”. La mente inserta y mezcla, sin fidelidad alguna, su propia naturaleza con la naturaleza de las cosas. Los ídolos de la mente nunca podrán eliminarse del todo (sólo se puede conocer lo falso), pero se pueden minimizar sus efectos. La mente, abandonada a sí misma, tiene además una naturaleza itinerante, vagabunda y miscelánea. Por eso triunfaron los periódicos y ahora lo hacen los reels. Salta gustosa de lo frívolo a lo trágico, de lo dramático a lo cómico, de la curiosidad al hastío.

La imagen de Bacon es precisa. La mente es como un “espejo encantado”. No es una tabula rasa, ni se puede escribir sobre ello sin evitar que lo nuevo se mezcle con lo viejo. Entre los ídolos de la tribu está el prejuicio de que el hombre es la medida de todas las cosas. La mente no sólo refleja, de un modo desigual, los rayos de la naturaleza, sino que tiende a dejarse arrastrar por las emociones o las impresiones de los sentidos. Mezcla su propia naturaleza con la de las cosas, distorsionando y recubriendo a éstas. Tiende a imaginar que lo que es fluctuante es constante, a ver en las cosas un orden mayor que el que realmente tienen, a suponer semejanzas e ignorar excepciones.

Los ídolos de la caverna nacen del temperamento individual, del cuerpo y el espíritu de cada cual. Cada individuo vive en su propia caverna, hecha de restos del pasado, de la educación recibida y los libros leídos, de lo visto y lo escuchado. Todos ellos “corrompen la luz de la naturaleza”. Unos ingenios tienen más facilidad para percibir semejanzas, otros para las diferencias. Unos veneran la antigüedad y otros la novedad. Unos prefieren los detalles, otros las generalidades. Pero las cosas nuevas siempre serán entendidas por analogía con las viejas. (A Bacon sólo le falta mencionar las acciones del pasado para situarse en el modelo mental del budismo).

Respeto a los ídolos del foro, “los más fastidiosos de todos”, son el efecto general del hechizo del lenguaje y el habla común. De palabras confusas, mal definidas o mal abstraídas, inútiles y sofísticas. Pero también se deben a las distorsiones que introducen los doctos, las leyendas, el carácter de los pueblos, la fantasía y la retórica, “que ejercen una extraordinaria violencia sobre el entendimiento y lo perturban todo”, llevando a estériles controversias y ficciones. Respecto a los ídolos del foro, Bacon cita las instituciones y sus diversos sesgos, que no ayudan al conocimiento, anticipando una de las tesis fundamentales de la sociología de la ciencia. “No hay forma de Estado o sociedad, clase social o categoría profesional, que no encierre un punto de contrariedad respecto al genuino saber. Las monarquías se inclinan a su propio medro y placer, las repúblicas a la gloria y vanidad, las universidades a la sofistería y afectación, los monasterios a las fábulas.”

Finalmente, los ídolos del teatro son los diferentes dogmas de las filosofías. Entre ellos la manía de mezclar la filosofía natural con la teología, el mundo natural con el divino. Esos ídolos proceden no sólo las sectas antiguas, sino también las fantasías de los alquimistas, que imaginan paralelismos y correspondencias donde no existen, y de los escolásticos. Algo que se aprecia en la filosofía natural de Aristóteles, “que es esclava de su lógica, hasta el punto de volverla inútil”. Los alquimistas se van al otro extremo y elaboran, a partir de unos cuantos experimentos en el horno, “una filosofía fantástica y de escaso alcance”, “un parloteo propio de niños”. Y cita un proverbio que recoge Séneca: “el que corre fuera del camino, cuanto más hábil y veloz sea, mayor será su error o desvío”. Se llaman “del teatro” porque pueden ser más elegantes y hermosos que las verdaderas narraciones, y sus fantasías alejan de la verdad.

El origen de estas falsas filosofías es triple: sofístico, empírico y supersticioso. El primero, Bacon lo atribuye a Aristóteles. La sabiduría griega era profesoral y pródiga en disputas. Se abrían escuelas y se cobraba por la enseñanza. Esto llevó a la corrupción del conocimiento mediante la palabrería y la dialéctica. El segundo, a los alquimistas, una filosofía “más digna de risa que de pena”, que “abruma al género humano con sus promesas de prolongación de la vida y la postergación de la vejez”. El tercero, a escuelas paganas como la de Pitágoras o a otras “que intentan fundar la filosofía natural en el Génesis o en el Libro de Job. La insana mezcla de lo divino y lo natural desemboca en una filosofía fantástica y una religión herética”. Esta mezcla es el peor de los males para Bacon y anticipa la partición cartesiana. “La filosofía natural es, después de la Escritura, la mejor medicina contra la superstición y un alimento excelente para la fe. Una nos manifiesta la voluntad de Dios, la otra su poder”. Esa aversión a la mezcla la asume Kant. Bacon sólo salva a algunos presocráticos: Empédocles, Anaxágoras, Parménides o Heráclito, “que no abrieron escuelas, sino que se entregaron en silencio a la investigación”. También señala a los mecanicistas que “no dicen nada del apetito de los cuerpos”. El entendimiento debe guardarse de estas visiones precipitadas y, en muchos casos, desaprender lo aprendido. Sólo así puede llegarse a cierta “purificación de la mente”.

Los ídolos mencionados perturban la mente, que “es móvil y no es capaz de detenerse o reposar”. El entendimiento no es una “luz seca”, sino que experimenta la influencia del deseo, la voluntad y los afectos, las esperanzas y los temores. Bacon no sugiere, como hará el pensamiento indio, transformar la mente para así transformar el mundo. El mundo está ahí fuera y sigue su curso. Debemos adaptarnos a sus leyes si queremos dominarlo y obtener el fruto esencial del conocimiento, que es el bienestar material.

Bacon no es un mecanicista como lo será Descartes. Cree que para conseguir resultados técnicos importantes hay que recurrir no a la mecánica, sino a la magia natural. Desprecia “la exquisitez y arrogancia de los matemáticos, que van a necesitar casi que esta ciencia domine a la física”. Su ciencia no reconoce el papel fundamental que más tarde se otorgará a las matemáticas. Tampoco a los metafísicos, “que son como las estrellas, que poco alumbran de lo altas que están”. Rechaza como Descartes la idea de un espacio vacío. El espacio tiene una estructura sutil que quizá quede fuera del alcance de la investigación humana. El verdadero filósofo debe parecerse a la abeja, no a la hormiga, que simplemente almacena, ni a la araña, que, como el lógico, saca del interior su tela. Debe aprender a extraer la materia, saber elaborarla y darle forma, como hace la abeja.

La nueva ciencia que propone se encargará de acabar con las miserias que afligen al género humano, mejorando las condiciones de vida. En esto acertó y, lo que esperaba de ellas, se ha cumplido. Al menos en esa parte del planeta, que ha tenido los recursos para desarrollarlas (gracias, entre otros factores, al impulso colonial). Pero no advirtió el lado oscuro de las prácticas científicas, su poder destructivo, que es el precio que la vida del planeta debe pagar por ellas.

La Restauración pasa por la renovación de la lógica. Se presenta como un nuevo organum que remplace al de Aristóteles. La ciencia no puede arrancar de las tinieblas de la antigüedad, sino de la luz de la naturaleza. En su lectura del Génesis, Bacon comenta que en el primer día Dios creó la luz, y a esa tarea consagró toda la jornada, sin producir en ella nada material. A las cosas materiales consagraría los días siguientes. Penetrar en los secretos de la naturaleza consiste en acercarse cuidadosamente a esa luz primera. Pese a reconocer esa condición de la luz, Bacon no se sitúa en la claridad geométrica de Galileo o Descartes, sino que se mantiene más cerca de la tradición mágico-naturalista del Renacimiento, aunque con frecuencia reniegue de sus fantasías e imaginaciones vanas.

Los principales humanistas Erasmo, Moro o Maquiavelo, apenas tuvieron interés por la naturaleza. Maquiavelo mantuvo una relación problemática con ella. El mundo natural se encontraba decaído y necesitaba una renovación por la magia. Bacon compartió con ellos su hostilidad respecto al modo escolástico de pensar, con sus interminables disputas. Pero dio un paso más, al rechazar el silogismo, que “hace que la naturaleza se nos escape de las manos”. Pues “el silogismo consta de proposiciones, las proposiciones de palabras, y las palabras son etiquetas y signos de las nociones. Y si las nociones mismas de la mente han sido mal abstraídas y no están lo suficientemente definidas, todo se viene abajo”. La materia no es homogénea ni abstracta. Su movimiento eterno es una fuerza viva que no puede reducirse a un modelo mecánico. Se necesita otro tipo de inducción, “extraída de las mismas vísceras de la naturaleza”. El punto de partida del conocimiento es el vínculo causal. Todo conocimiento genuino debe apoyarse en el mayor número posible de hechos. Al confrontarlos, es posible elevarse de lo particular a lo general. Sin negar la necesidad del pensamiento abstracto, Bacon menosprecia la deducción. Su teoría de la inducción señala por primera vez el valor de las instancias negativas: los casos que contradicen la generalización y exigen su revisión.

Bacon acusa a Aristóteles de concebir el mundo a partir de meras distinciones verbales. Telarañas de gran agudeza, pero telarañas. Pretende establecer una unión más estrecha entre Minerva y Vulcano, entre la contemplación filosófica y el horno del experimentador. Lucha frontalmente contra la separación entre ciencia y técnica. La antigua contraposición es ilegítima para la nueva ciencia. La verdad no puede estar separada de la utilidad. Y los grandes descubrimientos: la imprenta, la brújula, la pólvora, ya ha empezado a guiar la historia. Pero el progreso de la teoría y el de la práctica, de la verdad y la utilidad, han de ir de la mano. La fe de Bacon se convertirá en la fe moderna. Pero la parte activa de las ciencias debe delimitar y determinar la contemplativa. Hoy lo diríamos así: la técnica marca y dirige los pasos de la ciencia. “Las causas finales corrompen las ciencias, excepto en lo que se refiere a las acciones humanas.” Lo divino queda para la razón práctica, la ciencia, para la razón pura. En esa dinámica nos movemos todavía.

Juan Arnau, Francis Bacon, un político que pensaba, El País 24/05/2023

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