L'art I la IA.



En realidad, lo que hoy llamamos “inteligencia artificial” no es ni artificial ni inteligente. Los primeros sistemas de IA estaban muy dominados por reglas y programas, de modo que, por lo menos, la palabra “artificial” estaba justificada. Pero los sistemas actuales, como el ChatGPT que tanto gusta a todos, no se basan en reglas abstractas, sino en el trabajo de seres humanos reales: artistas, músicos, programadores y escritores, de cuya obra creativa y profesional se apropian esos sistemas con la excusa de querer salvar la civilización. En todo caso, es una “inteligencia no artificial”.En cuanto a “inteligencia”, el interés primordial de la Guerra Fría, que financió gran parte de los primeros trabajos en IA, influyó enormemente en el sentido que le damos. Es el tipo de inteligencia que sería útil en una batalla. Por ejemplo, lo mejor de la IA actual es su capacidad de buscar patrones. No es extraño, puesto que uno de los primeros usos militares de las redes neuronales —la tecnología en la que se basa ChatGPT— fue la detección de barcos en fotografías aéreas.


Sin embargo, muchos críticos han señalado que la inteligencia no consiste solo en buscar patrones o seguir reglas. También es importante la capacidad de generalizar. La obra de Marcel Duchamp Fuente, de 1917, es un buen ejemplo. Antes de Duchamp, un urinario no era más que un urinario. Pero Duchamp cambió la perspectiva y lo convirtió en una obra de arte. En ese momento, estaba generalizando sobre el arte.Cuando generalizamos, la emoción anula las clasificaciones arraigadas y aparentemente “racionales” de las ideas y los objetos cotidianos. Deja en suspenso las operaciones habituales, casi maquínicas, de búsqueda de patrones. No es algo que convenga hacer en medio de una guerra.


La inteligencia humana no es unidimensional. Se apoya en lo que el psicoanalista chileno Ignacio Matte Blanco denominó bilógica: una fusión entre la lógica estática y atemporal del razonamiento formal y la lógica contextual y muy dinámica de la emoción. La primera busca las diferencias; la segunda las borra a toda velocidad. Nuestra mente sabe que el urinario está relacionado con el retrete; nuestro corazón, no. La bilógica explica cómo reorganizamos las cosas prosaicas de maneras nuevas y esclarecedoras. Todos lo hacemos, no solo Marcel Duchamp.La IA no podrá hacerlo porque las máquinas no pueden tener un sentido (no un mero conocimiento) del pasado, el presente y el futuro. Sin ese sentido, no hay emoción, lo que elimina uno de los componentes de la bilógica. Como consecuencia, las máquinas siguen atrapadas en la lógica formal singular. Así que a eso queda reducida la parte de “inteligencia”.


ChatGPT tiene su utilidad. Es un motor predictivo que también puede servir de enciclopedia. Cuando se le pregunta qué tienen en común un botellero, una pala de nieve y un urinario, responde acertadamente que son objetos cotidianos que Duchamp convirtió en arte.


Pero cuando se le preguntó qué objetos actuales convertiría Duchamp en arte, respondió que los smartphones, los patinetes electrónicos y las mascarillas. Aquí no se vislumbra nada de bilógica ni, reconozcámoslo, de “inteligencia”. Es una máquina estadística que funciona bien pero es aburrida. Tiene su utilidad, por supuesto. Pero entonces el verdadero debate deberíamos tenerlo sobre hasta qué punto dependemos del pensamiento estadístico, en vez de sobre las ventajas de la “inteligencia artificial” frente a la “inteligencia humana” ni sobre el hombre frente a la máquina.


El peligro de seguir manejando un término tan inexacto y obsoleto como “inteligencia artificial” es que corremos el riesgo de convencernos de que el mundo funciona con arreglo a una lógica singular: la del racionalismo profundamente cognitivo y sin sentimientos. En Silicon Valley ya hay muchos que así lo creen y se están dedicando a reconstruir el mundo inspirados por esa convicción.


Pero el motivo por el que las herramientas como ChatGPT son capaces de hacer algo mínimamente creativo es que sus patrones de entrenamiento los han creado unos seres humanos reales, con sus emociones complejas, sus angustias y todo lo demás. Y, en muchos casos, no es el mercado —y mucho menos el capital riesgo de Silicon Valley— el que ha pagado por ello. Si queremos que esa creatividad siga existiendo, debemos financiar la producción de arte, ficción e historia, no solo los centros de datos y el aprendizaje automático.


Evgeny Morozov, Ni es inteligente ni es artificial: esa etiqueta es una herencia de la Guerra Fría, El País 03/04/2023

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