A favor d'un nihilisme amigable (Jesús Zamora Bonilla)









Según mucha gente, tanto desde dentro de la filosofía académica como desde fuera de ella, no solo es que el nihilismo esté vigente, sino que el nihilismo es algo así como el modo de pensamiento más propio y más característico de nuestra época. Pero, como digo en el libro, el nihilismo es más bien una filosofía huérfana, porque prácticamente no hay ningún filósofo o filósofa que se haya definido como nihilista, y en cambio son legión aquellos que intentan ayudarnos a «superar» el nihilismo o a «enfrentarnos» a él.

Por otro lado, la imagen habitual del nihilismo me parece demasiado sesgada e injusta. En principio, el nihilismo consiste en una tesis bastante simple y, en nuestros días, cuasi-trivial: que no hay la más mínima base racional para pensar que el mundo, la vida y la existencia sean el tipo de cosa que tiene, ni debería tener, algo así como un «propósito» o un «sentido», sobre todo si concebimos este «propósito» como algo trascendente. En este sentido, podemos identificar el nihilismo con lo que Max Weber llamó, hace ya más de un siglo, el «desencantamiento del mundo», resultado por una parte del triunfo de la concepción científica y naturalista de la realidad, y por otra parte, del auge de la democracia liberal, que se basa en la idea de que el orden político no se puede fundamentar en ninguna concepción determinada y excluyente del «bien supremo». En cambio, tanto quienes critican el nihilismo, como la mayoría de quienes de algún modo lo han adoptado, añaden a esa sencilla tesis otras ideas que, en mi opinión, no se siguen en absoluto de la primera: por ejemplo, la idea de que el nihilismo nos obliga a tener una actitud tenebrosa y desilusionada ante la vida, o la idea de que negar la existencia de valores trascendentes y absolutos implica inevitablemente la destrucción de «las cosas buenas de la vida», etcétera. Esta última idea en particular me resulta especialmente molesta: seguro que la sociedad actual tiene problemas muy graves, claro que sí, pero no hay ninguna prueba de que esos problemas estén causados por algo así como «el nihilismo», y en realidad, lo que muestra la historia es que la vida en las sociedades del pasado, que no eran nada nihilistas, fue por lo general muchísimo más penosa que en nuestra época.

Lo cierto es que, hasta hace muy poco, nunca había pensado en mí mismo como un nihilista, pues, como casi todo el mundo, tendía a asociar ese concepto con su habitual caricatura derrotista, cínica y autodestructiva. Pero al leer el año pasado varios textos «contra el nihilismo de nuestro tiempo», en los que, en gran medida, se identificaba ese nihilismo con el positivismo y el relativismo ético, que sí que llevo mucho tiempo defendiendo, me di cuenta de que, en realidad, yo sí que era un nihilista. Repito, nihilista en el más elemental sentido de no aceptar que la vida tenga un propósito, ni, sobre todo, que tenga por qué tenerlo, ni que tenga que ser un drama el hecho de que no lo tenga. Al pensar esto, caí también en la cuenta de que, quien se considera nihilista porque encuentra muy deprimente el hecho de que la vida carece de sentido, en realidad no es un nihilista hasta sus últimas consecuencias. Porque si eso lo encuentra deprimente, es porque en el fondo todavía piensa que la vida «debería» tener algún sentido trascendente para poder vivirla con alegría… ¡Y es justo esto último (la necesidad de un sentido) lo que el nihilismo niega! En La nada nadea intento defender que un nihilismo liberado de todas aquellas connotaciones sombrías, lo que llamo un «nihilismo amigable».

Quizás la más certera imagen del nihilismo contemporáneo fue la que ofreció Nietzsche con su fábula del «último hombre»: esa clase de seres humanos que solo se preocupan por el consumo y el bienestar. Al fin y al cabo, si hemos dejado de creer en la necesidad de valores trascendentes, son los valores inmanentes (o sea, materiales, concretos, de aquí y ahora) los que más nos van a atraer. Podemos llamar «consumismo» a eso, o «materialismo», si queremos. Aunque no necesariamente «egoísmo», porque uno puede preocuparse porque toda la sociedad goce del mayor bienestar material posible. Tampoco quiere decir que solo nos motive el consumo de «bienes materiales», pues para el materialista no es que no exista lo espiritual, sino que lo que llamamos «espiritual» es en realidad igual de material que todo lo demás: es parte del funcionamiento biológico de nuestra psique. O sea, que uno puede ser «consumista» y querer «consumir» placeres como los de la buena música, la buena conversación, la buena literatura, la contemplación de un hermoso paisaje, incluso la meditación (los servicios de un buen maestro de meditación no dejan de ser un bien de lujo, al alcance de pocos bolsillos).

Pero fijémonos en la inconsistencia que suele esconderse tras las acusaciones de «nihilismo»: por una parte, para Nietzsche el ser humano consumista y preocupado únicamente por el bienestar material sería la apoteosis del nihilismo; pero, por otra parte, el propio Nietzsche y sus seguidores también acusan de nihilista a cosas como la metafísica de Platón y la fe cristiana, para las que el consumismo contemporáneo sería más bien una aberración moral. En realidad, creo que lo que se esconde tras esta paradoja es la tendencia a usar «nihilista» como un mero insulto que significa «todo aquello que no me gusta de la sociedad actual».

David Lorenzo Cardiel, entrevista a Jesús Zamora Bonilla: "La imagen habitual del nihilismo me parece demasiado sesgada e injusta", ethic.es 03/05/2023

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