La personalització de la massificació (Ignacio Castro Rey)
Ignacio Castro Rey |
Ya no vivimos en esa sociedad disciplinaria de la que tanto hablaba Foucault, compuesta de hospitales, psiquiátricos, fábricas y cárceles. En su lugar, se ha establecido otra completamente diferente; una sociedad de gimnasios, centros comerciales, bancos y parques temáticos. Hemos pasado de la sociedad disciplinaria a una sociedademprendedora, deportiva, transparente, positiva, donde los proyectos, las iniciativas y la motivación, reemplazan la prohibición, el mandato y la ley. Ahora bien, desde esta situación, quizá habría que plantearse dónde quedan los límites de esta nueva sociedad centrada en el rendimiento, en el trabajo, en ese “entrenamiento del alma”, como firma uno de los últimos eslóganes de la campaña de Estrella Damm. ¿Acaso hemos perdido la capacidad de estar juntos? ¿Es la depresión y el fracaso las principales salidas de este imperativo social que se representa tan positivo, auténtico, autónomo y afirmativo de la vida? Ignacio Castro Rey, filósofo, crítico de arte y autor de libros tan provocativos como Sociedad y barbarie (Barcelona, 2012) o La depresión informativa del sujeto (Buenos Aires, 2011), cuestiona con elegancia y mesura, algunas de estas cuestiones que golpean nuestro tiempo a un ritmo acelerado, y que, como afirma él mismo en Sociedad y Barbarie, desde una perspectiva social: “parece que si no interactuamos, desaparecemos”. Lo que nos lleva a pensar si al final no se trataba precisamente de eso: de desaparecer, de dejar de exponernos a toda costa en el escaparate mediático, para poder aburrirnos un poco y pensar. Pensar de nuevo. Quizá así podamos recomenzar.
¿Están en peligro de extinción el misterio, la fantasía, el amor, el erotismo, incluso la protesta política?
No sé si está muy clara la relación íntima en toda esta larga cadena, sobre todo con el último término. Diría que la política, incluso la protesta más activa, no corre peligro en absoluto. Aparte de los últimos “eventos” electorales, en Europa nos pasamos la mitad del día (y tenemos razones) protestando y quejándonos. Ahora bien, no tengo claro que, independientemente de la justicia de las protestas, el conjunto de lo político, incluido lo más alternativo y contestatario, no sea una genial astucia de la razón histórica de esta época para orillar el silencio del mundo, lo que en él quede de enigma. Estoy básicamente de acuerdo con el pensador coreano-alemán Han (según algunos, “sobrevalorado”) en que el fin de la relación con la alteridad supone la agonía del erotismo. Creo que tal languidecimiento, evidente por todas partes, no puede ser remediado con ninguna prótesis sexual. Diría incluso que la proliferación de las insinuaciones, como siempre que se presume de algo, es un síntoma de esa profunda impotencia. En cuanto a la fantasía… creo que es otra historia. Ahí tenemos el dispositivo mundial del espectáculo, mucho antes de Disney, para confirmarla en su éxito total. Esto incluye el negocio internacional de la “ficción” y su lista de best-sellers, que no para de rotar y enredarnos.
¿Crees que se confirma lo que auguraba Peter Sloterdijk de que la realidad será donde la estetización del mundo y la constitución de parques humanos, para domesticar a las masas consumidoras, se convierta en norma dominante?
Con o sin la ayuda de ese insigne profesor, la realidad se coagula donde la alianza de espectáculo y biopolítica, de estruendo publicitario y silencio médico, se produce. Es decir, por todas partes en nuestro bendito Primer Mundo. Queda el exterior, ese exterior que en general no conocemos (creo que Sloterdijk, tampoco) y que nos pasamos el día demonizando como tiránico, fundamentalista, atrasado, atravesado por la hambruna y toda clase de plagas bíblicas… Todo esta imagen (y su reverso, el turismo) es un mecanismo de exorcización que el Occidente blanco necesita para justificar su propia miseria. Cada vez que entre nosotros se produce el acontecimiento de un encuentro, libre de esta totalitaria alianza de economía y ficción informativa, se parece algo a ese exterior “subdesarrollado” que finalmente constituye nuestra única esperanza.
En el fondo, el entretenimiento hecho para paliar el aburrimiento producía más aburrimiento. La tendencia actual es buscar la intensidad en las experiencias, hacerlas más fuertes, buscar la excitación sensorial. ¿Qué es lo que produce esta excitación? ¿Lo sexual, la violencia, la obscenidad? Es como si el entretenimiento convencional no nos dejara huella y necesitáramos de experiencias que nos dejen una cicatriz, una marca. Buscamos la violencia en vez de una experiencia convencional, banal, repetitiva y aburrida. ¿Hay que violentar el cuerpo y el imaginario para aumentar el interés del público?
Una cosa es “el público”, cautivo es este escenario masivo de captura, y otra la existencia y los pueblos, algo que pugna dentro de nosotros por liberarse de este interior gigantesco y asfixiante. En todo caso, la palabra “violencia” es equívoca. Si uno no tiene cuidado, la violencia no hace más que alimentar la espiral de espectáculo que produce más violencia. Ocurre esto con la pornografía, la violencia de los medios y la de la visibilidad, sea en el arte o en lo político. Incluso los grandes atentados han sido reintegrados en el espectáculo mundial de la información. Ahora bien, es cierto que necesitamos desesperadamente que en este universo terminal ocurra por fin algo que nos deje una huella. Como decía Pasolini en medio de nuestro delirio consensual: “Un poco de fiebre, por favor”. En caso contrario, intuimos que lo rechazado como peligroso y primario volverá en formas monstruosas, perversas, letales. Para evitar esto es necesario afrontar los peligros a tiempo, darles forma, establecer una línea de trato con lo que nos asusta. En este sentido, es cierto que la vida contemporánea necesita urgentemente un frente de choque, una línea de resistencia. Hasta la amistad requiere que por algún lado se vislumbre un auténtico y peligroso enemigo. No los miedos abstractos inducidos por los medios, sino un peligro real (de “carne y hueso”, diría Unamuno) que cada cual debe encontrar en su propia existencia. La literatura y el arte, también el pensamiento, existían para esto. No sé si son suficientes para compensar este orbe integralmente regulado.
¿Qué me dices de anuncios como el de Estrella Damm, donde aparecen eslóganes como “Entrena tu Alma”? ¿A qué crees que responde?
A veces me siento como la Virgen María: es posible que no haya visto el anuncio o que lo haya olvidado. No importa, pues lo que contáis responde a algo visto por doquier. Primero se prohíbe tener alma, prohibición que no por ser nunca explícita es menos tajante. Toda la mitología de la estabilidad macroeconómica, en cuyo altar el ciudadano debeneutralizar sus potencias vitales, responde a esa prohibición de tener alma, es decir, una conexión interna con los flujos del universo, sus rumores y su noche. A cambio, se estimulan las conexiones externas, tecnológicas. Me temo que el anuncio de esa cerveza entre de lleno en esta lógica: lo que ha sido reprimido día a día debe ser recuperado, en un simulacro espectacular, en nuestros sueños diseñados, esos estados de excepción del consumo. Para hacerse “mundial” el capitalismo, que primero desencantó la vida, ahora debe reencantarla y adoptar un aire de fantasía sureña. El deporte, el sexo, el alcohol y las drogas son algunos de sus señuelos. Quien entre en esa trampa está listo, pues tiene la impotencia anímica servida. Es necesario “entrenar el alma” a las 11 de la mañana, sin deporte ni sexo, a contrapelo de nuestros escenarios de doma, aunque sean alternativos y progresistas.
Becarios y artistas que no cobran por sus trabajos, que se ven obligados a reclamar su parte, como si ser artista fuera un capricho y nada tuviera que ver, por ejemplo, con el fontanero o el arquitecto. ¿Hasta qué punto hemos llegado?
Si los artistas tienen que ver con el fontanero y el arquitecto, y yo creo que sí, algo tendrán que inventar para vender su trabajo. Es posible que la época de bonanza anterior, bastante irreal y corrupta, nos haya adormecido. Todos tenemos que despertar. De cualquier manera, es una opción artística y filosófica muy clásica no vivir directamente de tu obra, sino tener un empleo discreto (y un poco humillante) que te permite vivir y ser libre en la vocación donde te juegas la vida, sea la literatura, la filosofía o el arte. Es el caso de Pessoa, de Spinoza o de Machado, quien durante mucho tiempo fue un humilde profesor de enseñanza media. Es trágico, de acuerdo, pero la tragedia es parte del arte. De cualquier manera, la época del artista subvencionado parece que ha pasado. A decir verdad, tal vez pocos se merecían ese estatuto.
¿Qué representa la amenaza de la filosofía en nuestras escuelas?
Creo que la filosofía no representa ninguna amenaza directa. ¿A quién van a asustar hoy Kant, Marx o Nietzsche? Los tres, sobre todo el segundo, han dado lugar a muy decentes libros de texto. No es un temor a la filosofía, sino el odio que siente el conjunto de nuestra cultura (que ha sido penetrado por el modelo angloamericano) hacia todo lo que no sea social y contextual, lo que no sea rentable o traducible a datos históricos, sociales y económicos. Es el capitalismo como cultura, este odio a lo absoluto de una existencia imposible de definir (la definición es nuestra religión laica), odio al cual ha cedido el conjunto de la izquierda, lo que explica el desprecio general hacia la filosofía. Pero no es sólo la filosofía la que sufre este odio. Recordemos que la literatura y el arte sobreviven a costa, con frecuencia, de concesiones bochornosas al espectáculo.
Qué idea de justicia puede tener, por ejemplo, un estudiante de diseño, si dada la decadencia de la secundaria y la especialización de las universidades, cualquier intento de diálogo con los antiguos se convierte en algo residual, optativo, esquinado, si acaso. ¿Qué clase de proyectos puede concebir?
Esto es algo tan elemental que ya lo decía rotundamente un conocido pensador conservador de hace pocos años. El diálogo con el mundo de los muertos, exceptuando el negocio del género de terror, esta roto. Y está roto, sobre ello ha insistido mucho John Berger, porque nuestro puritanismo norteño no quiere ninguna relación con un subsuelo de sombras. Éstas son lentas y melancólicas, plagadas de espectros que suscitan todos los afectos. Y lo que queremos es ser “libres”, correr para no tener destino, cambiar continuamente de canal y no comprometernos con nada. Hasta la muerte debe ser así un epifenómeno de la tecnología médica. Resulta extremadamente divertido el nivel de infantilización al que nos ha arrojado la mentalidad industrial, la cultura capitalista y su religión del progreso. Es lo que hay. Al final, decía un clásico del siglo XX, la religión siempre triunfa.
¿No crees que algo anda mal en esa manera de concebir las relaciones entre teoría y práctica en las escuelas?
Me conformaría con que las teorías fuesen suficientemente alocadas. Pero no, resultan de una prudencia enternecedora. En cierto modo, nuestra cultura ha rebasado por la izquierda a las Ursulinas de antaño. En todo caso, no olvidemos que este Occidente industrial siempre ha entendido la “práctica” de una manera bastante castrada, como la práctica que da lugar a resultados visibles, económicos u operativos. Si estamos en el campo de la ingeniería, vale. Si estamos en el terreno del arte o la filosofía, la mentalidad práctica es dudosa, aunque consiga mucha participación. ¿Qué práctica va a concebir una cultura que ha desechado la negatividad, encerrada en una limpieza cultural? La verdad, no es tan extraño que el roce con la barbarie de la materia resulte repulsivo en una cultura que quiere flotar, vivir en un ambiente climatizado, en un aislamiento ecológico. Recordemos que todo hoy, también las ideas, viene higiénicamente envasado. Hasta los alimentos evitan que sea visible la materia prima, animal o vegetal.
Sobre el incentivo de la profesionalidad y la emprenduría en todas las esferas, tanto del trabajo como de la universidad, parece que ya no hay problemas, sólo retos personales. ¿Por qué nuestra época exalta tanto la identidad?
Porque, creo, carece de fe en lo real. Como toda materia, lejos de la ingenuidad de Marx, nace atormentada con un torbellino “espiritual” que roza lo invisible, la cultura occidental se separa y se fija a esquemas estables, definidos, informatizados. Así, los objetos figuran en estanterías que les otorgan una función, fuera de lo cual no existen (salvo en los ángulos del terror). El sujeto, por su parte, busca también una definición paralela. Si fuera cierto (que no lo es) que el animal encuentra un cauce en el instinto, el ciudadano actual se aferra igualmente a una identidad visible en la sociedad. De ahí la histeria de la identidad, de ser reconocido y ocupar un lugar bajo el sol de lo social. Como no podemos creer en lo real, pues está tocado por los espectros y la muerte, nos aferramos a lo social. De ahí viene la sacralización de la identidad, la enfermedad de una conciencia que debe tapar lo que de sumergido haya en nosotros, de inconsciente o secreto. Es el canon de la Ilustración llevado hasta el centro mismo del alma. De la misma manera que la ciudad expulsa la noche, el sujeto expulsa las sombras. Como máximo, deja toda negatividad para los espacios clandestinos del entretenimiento, que a la fuerza tomarán formas perversas.
Esta exigencia al cambio, a renovarse constantemente, a no quedarse con nada… ¿Crees que a fuerza de cambiar no cambiamos ni un ápice?
Exacto, esto último es lo que ocurre. El cambio incesante es nuestro modo de conservadurismo. Hace mucho tiempo que la cultura capitalista necesita derribar los “últimos tabúes”, a provocadores (tipo Houellebecq) que no consideren que haya algo intocable. Es el espectáculo alternativo del Apocalipsis, para quienes no gustan de la primera línea de Hollywood. Se ha dicho alguna vez, sin mucho éxito: Occidente debe mantener su hegemonía, sea con el Tea Party o con Homer Simpson. Por tal necesidad de espectáculo, aunque sea “intelectual” y escabroso, un Lars von Trier, un Haneke o un Tarantino (salvando las distancias) se hacen necesarios y pueden llegar a ser estrellas del escenario mundial. Quedan mil nombres al margen de este mecanismo espectacular, de su dialéctica entre mayoría conservadora y minoría de culto, pero a veces pasan un poco de hambre.
¿Qué hacer frente al individualismo salvaje imperante? ¿Crees que estamos perdiendo la capacidad de estar juntos?
No queremos estar juntos, sino agregados. Incluso por la extrema izquierda, nuestra cultura es radicalmente “anticomunista”: por eso odiamos a los eslavos, a los musulmanes, a los latinoamericanos y a todas las culturas comunitarias. No queremos “estar juntos” porque la comunidad junta la penumbra que desde siempre pertenece a la especie. Queremos estar aislados y conectados, balcanizados y federados. De ahí la dialéctica entre individualismo y espectáculo, y que la masificación busque estar personalizada. Nueva York, Madrid, París, Chicago, Barcelona, Moscú: nos refugiamos en el anonimato de la multitud, cada cual en su nicho de silicio conectado a distancia. Lo que queremos es estar amontonados para que no se note la sombra, para que nadie sienta frío. No sé si me explico. Esta visión no quiere ser “apocalíptica”, sino agresiva: busca provocar nuestro puritanismo con otra cultura del afecto; con una posibilidad comunitaria, aunque sea efímera.
Ignacio Castro Rey, Nada que decir, entrevista realizada por Psychonauts, Psychonauts,
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