Cada discurs, un mètode.


No hay un modo único de hacer bien las cosas. Hay argumentos y legítimos intereses para preferir. Y podría ser mejor proceder de una que de otra forma. Sin embargo, incluso para elegir, ha de evitarse la grandilocuencia de exaltar lo que nos conviene al respecto, subrayando las graves consecuencias que se derivarían de no hacerlo así. Tal vez produciría cierta ternura la exhibición de nuestros deseos, pero tamaña muestra no siempre se entendería como sinceridad, sino como ansiedad. Ya recuerda Deleuze que “no hay un método para encontrar tesoros”. De ahí no se desprende que no sea razonable actuar cuidadosa y pormenorizadamente, pero ello, no solo no garantiza el éxito, como suele decirse, sino ni siquiera que semejante tesoro esté ya previamente en lugar alguno. Ni que, quizá, lo que consideramos tal sea en efecto lo digno de ser buscado.

El método no es la aplicación de un procedimiento, una suerte de metodología externa que se cierne sobre lo que hay para embridarlo convenientemente. Es más bien un modo de proceder, casi cabría decir un comportamiento, una forma de conducirse, de encaminarse, de dar pasos, que concierne incluso a lo que se persigue. Afecta a lo que se pretende y en algún modo lo constituye internamente. De ser así, no es algo lateral, ni secundario, sino que afecta y también conforma lo que se busca. Por eso suele decirse, por ejemplo, que la democracia es procedimiento. Y ya no hablamos, sin más, de lo metodológico, sino de lo metódico. No es mera forma, es contenido.

El interés de estas cuestiones radica en el alcance de la implicación. Mientras que para el metodólogo, el método sería independiente de quienes lo aplicaran y a qué se aplicara, para el metódico resulta decisivo quién interviene y qué y quienes se ven afectados por el proceder. Y eso no le resta objetividad sino que le añade alguna certeza, para empezar la de estar concernido y la de ser certero y, a la vez, la de ofrecer garantías. No se extrañaría Descartes de que el método no nos liberara de la duda, que ella sí que es metódica y siempre, a su modo, forma parte de los procesos. Todo lo cual sirve para reconocer que nada suple la confianza mutua, la asunción de las reglas de juego y que, al respecto, encontrar lo mejor es asimismo una elección, es decir, se trata de concordar lo preferible. El método exige avenencia incluso en su despliegue. No basta con un arreglo previo. Exige minuciosidad y cuidada dedicación en el proceso. Y no perder de vista que no es un fin en sí mismo. Se trata de decidir para poder, para poder hacer.

Precisamente por ello, dialogan el discurso del método de Descartes con el método del discurso de Foucault. Ignorarlo no es simplemente desconocerlo. No es imprescindible saberlo para descuidar la confrontación que comporta ese diálogo. Al olvidarlo, pronto surgen alineamientos en una u otra posición que, en última instancia, convertirían la cuestión del método, sin duda decisiva, en la fijación de un método que todo lo zanja, en una suerte de competición. Tal vez, de radical disensión, más que de distensión. Así, de nuevo, el asunto se reduciría a un método de aplicación y no a un proceder compartido.

Se confirmaría entonces, de una u otra forma, que el conflicto de argumentos es a la par una manifestación de las fuerzas y de los poderes de cada quien, de sus relaciones, de sus influencias, de sus peculiaridades y virtualidades, que inciden en sus motivos, ya motivaciones. Y eso mismo mostraría sus competencias y sus capacidades. Otro asunto es si las más atractivas y positivas. No se postula la ingenuidad de considerar que lo del método no es determinante. Se subraya que lo es aún más el hecho de si este se entiende metodológica o metódicamente. No es solo un instrumento, es un modo de actuar, una forma de concebir. Y muy elocuente. Y la prioridad es ofrecer alternativas, ideas y proyectos, para abordar las cuestiones. Y ahí se incardinan las personas. Y viceversa.

Si no es cosa de mera aplicación, ya que de serlo no haría sino confirmar una distancia, aprendemos con el método y su implicación, la nuestra, algo más decisivo. No es, sin más, un proceso de elección o de selección, sino deconfiguración o de constitución de una realidad. Pronto comprobamos entonces lo desatinado, o en su caso, lo delator, que supone reducirlo a un debate sobre la forma concreta o no de apertura.

No habría de ser cuestión el hecho de abrirse a la sociedad, como si se hiciera desde algo ajeno y lejano, se trataría de formar parte de ella, de ser sociedad. No sería cuestión de acercarse a la gente, a lo que llamamos “gente”, sino, si nos expresamos de este modo, de ser gente, de ser de la gente, de copertenecer a una misma realidad. No de aproximarse a ella, sino de ser uno de ellos. De lo contrario, el debate del método pondría en evidencia otra necesidad, la de que los pasos no sean aislados, sino conjuntos, y el proceder suponga una experiencia compartida. De no ser así, ningún método logrará los efectos deseados, al menos los públicamente manifestados.

Precisamente por eso, cada discurso conlleva más o menos explícitamente un modo de proceder o hace señas en alguna dirección. En este sentido, toda buena conversación, toda presentación y toda propuesta implican en cierta manera métodos y procesos, incluso para poder hablar. Sin necesidad de grandes conclusiones, marcan con su gesto modos de encaminarse. Quizá por ello, cuando Descartes escribe su texto comienza por narrar su peripecia, su experiencia, sus avatares, que preludian, con su discurrir, el método, y son ya su discurso.

El procedimiento no resulta, por tanto, ni anecdótico ni lateral. Otro asunto es cuando pretende desvincularse del itinerario o de la forma de vida, como si se tratara simplemente de un asunto periférico. O al revés. La toma de postura al respecto supone ya una declaración de principios, y es el primero, primordial y principal de cómo se concibe el propio discurso. Por ello es tan inadecuado infravalorarlo. Tanto como reducirlo a un debate cuyo extremo sería limitarlo a una cuestión de mero poder, o burocrático, o razón última de la posición personal.

Otro asunto es que, para que el discurso del método y el método de discurso se encuentren, siquiera para confrontarse, se precise una singular distinción, unapalabra propia, la de la clara presentación, la de la exposición, la del riesgo del modo público de actuar. Pero, a la par, así se constata que no se trata de hacerse propietario de lo que finalmente les corresponde decir a otros. Se dice con la elección. Y quienes la ejercen, a su vez, discurren. Su discurso es asimismo método. Con permanentes y constantes consecuencias, con palabra.

Ángel Gabilondo, Los discursos del método, El salto del Ángel, 03/06/2014

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