La competència filosòfica, una competència més.



Busto de Platón en el museo Pío-Clementino del Vaticano.
En 2000, el Consejo Europeo fijó la estrategia de Lisboa: “Convertir a Europa en la economía basada en el conocimiento más competitiva y dinámica del mundo, capaz de crecer económicamente de manera sostenible con más y mejores empleos y con más cohesión social”. Eso exigía una reforma educativa que se concretó, entre otras cosas, en la selección de las competencias básicas que debía poseer todo ciudadano europeo. El concepto de competencia es más amplio y transversal que el de asignatura. Se define como “el conjunto de conocimientos, actitudes y destrezas que son necesarios para responder a demandas complejas de la situación”. La LOE incluyó ocho que la Lomce ha reducido a siete para unificar dos y, supongo, para chinchar: 1. Competencia en comunicación lingüística. 2.Competencia matemática y competencias básicas en ciencia y tecnología. 3.Competencia digital. 4. Aprender a aprender. 5. Competencias sociales y cívicas. 6. Sentido de la iniciativa y espíritu emprendedor. 7. Conciencia y expresiones culturales.

Cuando apareció la LOE, denuncié que eran competencias de un único nivel y que faltaba una novena competencia de nivel superior que era, además, la específicamente europea: la filosofía. Muchos lectores recordarán de la filosofía tan solo un baile de autores que parecían no ponerse nunca de acuerdo. Algo más lioso que clarificador. Los filósofos hemos tenido poco talento para explicar lo que hacíamos. Eso no es filosofía. Es historia de la filosofía, que es otra cosa. La filosofía provocó la separación de Europa de las culturas orientales porque introdujo el pensamiento crítico; es decir, la metódica e implacable demolición de fanatismos, dogmatismos y magias. Y como estos tres fenómenos siguen teniendo una poderosa —y peligrosa— influencia social, la filosofía se convierte en un servicio público, como la inspección de los alimentos. Es un pensamiento de superior nivel que estudia las demás creaciones de la inteligencia —la ciencia, la matemática, la política, la ética, la religión, etc.— para intentar comprender su sentido y elaborar los criterios de evaluación. 

En este momento, vivimos un profundo desdén por la verdad. Pasamos el sarampión de los filósofos de la sospecha, el elogio de las perspectivas, la feria de las interpretaciones y el pensamiento débil. Se llegó a decir que la búsqueda de la verdad era fascista, y que la verdad es lo que una sociedad cree que es verdad, o lo que dicen los vencedores, y otras proclamas apresuradas que desaparecen cuando uno tiene que elegir si ir al cirujano o al brujo a que le operen de apendicitis. En este momento, las nuevas tecnologías han instaurado el imperio de la opinión, que se basa en el disparate de que “todas las opiniones son igualmente respetables”. ¿Por qué digo que es un disparate algo que parece protegido por el derecho a la libertad de expresión? Porque lo que son respetables son las personas que opinan, no sus opiniones, que pueden ser falsas, malévolas, criminales, calumniosas o estúpidas. Se está extendiendo un populismo de la verdad, que dice que algo que piensa mucha gente no puede ser falso. Hace unas semanas les hablé de la era 'posverdad', la poca relevancia que se da a que una noticia sea verdadera o no. Un artículo posterior del 'New York Times' insistía en el mismo asunto, recordando que el periodismo tiene que distinguir con claridad los hechos de las opiniones.

La actual situación me hace pensar en Platón. Gran parte de su obra estuvo destinada a distinguir entre 'opinión' y 'ciencia'. Los sofistas eran los maestros de la opinión, los grandes retóricos, los embaucadores. Si quiere desenmascararlos, cuando alguien le dé una opinión, pregúntele: ¿y usted cómo lo sabe? Después juzgue su respuesta.

Filosofía es ante todo fundamentación y práctica del pensamiento crítico, del que comprueba la robustez de los argumentos y la verdad de las afirmaciones. Su objetivo es liberarnos de los dogmatismos, fanatismos, demagogias, timos y otros fracasos de la inteligencia. Por ello, debemos considerarla como un servicio público y protegerla. Sigo, pues, reclamando que la competencia filosófica se integre en la educación, a todos los niveles.

José Antonio Marina, La filosofía como servicio público, El Confidencial 18/10/2016

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