Dubte i progrés (Ortegay Gasset).
Es sobremanera cómico que se condene
el historicismo porque produce en nosotros o corrobora la conciencia de que lo
humano es, en todas sus direcciones, mudadizo, y nada concreto es en él
estable. ¡Como si el ser estable —la piedra, por ejemplo—, fuese preferible
al mutante! La mutación «sustancial» es la condición de que una entidad pueda
ser progresiva como tal entidad, que su ser consista en progreso. Ahora bien:
del hombre es preciso decir, no sólo que su ser es variable, sino que su ser
crece y, en este sentido, que progresa. El error del viejo progresismo
estribaba en afirmar a priori que progresa hacia lo mejor. Esto sólo
podrá decirlo a posteriori la razón histórica concreta. Ésta es la gran
averiguación que de ella esperamos, puesto que de ella esperamos la aclaración
de la realidad humana, y con ello de qué es lo bueno, qué es lo malo, qué es lo
mejor y qué es lo peor. Pero el carácter
simplemente progresivo de nuestra vida sí es cosa que cabe afirmar a priori,
con plena evidencia y con seguridad incomparable a la que ha llevado a suponer
la improgresividad de la naturaleza, es decir, la «invariabilidad de sus
leyes». El mismo conocimiento que nos descubre la variación del hombre nos hace
patente su consistencia progresiva. El europeo actual no es solamente distinto
de lo que era hace cincuenta años, sino que su ser de ahora incluye el de hace
medio siglo. El europeo actual se siente hoy sin fe viva en la ciencia,
precisamente porque hace cincuenta años creía a fondo en ella. Esa fe
vigente hace medio siglo puede definirse con suficiente rigor, y entonces se
vería que era tal porque hacia 1800 esa misma fe en la ciencia tenía
otro perfil, y así sucesivamente hasta 1700, aproximadamente, fecha en que se
constituye como «creencia colectiva», como «vigencia social», la fe en la
razón. (Antes de esa fecha, la fe en la razón es una creencia individual o de
pequeños grupos particulares que viven sumergidos en sociedades donde la fe en
Dios, ya más o menos inercial, sigue vigente). En nuestra crisis presente, en
nuestra duda ante la razón, encontramos, pues, inclusa toda esa vida
antecedente. Somos, pues, todas esas figuras de fe en la razón, y además somos
la duda que esa fe ha engendrado. Somos otros que el hombre de 1700 y somos
más.(capítol 8)
No hay, por tanto, que lagrimar
demasiado sobre la mudanza de todo lo humano. Es precisamente nuestro
privilegio ontológico. Sólo progresa quien no está vinculado a lo que ayer era,
preso para siempre en ese ser que ya es, sino que puede emigrar de ese ser a
otro. Pero no basta con esto: no basta que pueda libertarse de lo que ya es
para tomar una nueva forma, como la serpiente que abandona su camisa para
quedarse con otra. El progreso exige que esta nueva forma supere la anterior, y
para superarla la conserve y aproveche; que se apoye en ella, que se suba sobre
sus hombros, como una temperatura más alta va a caballo sobre las otras más
bajas. Progresar es acumular ser, tesaurizar realidad. Pero este aumento del
ser, referido sólo al individuo, podría interpretarse naturalísticamente como
mero desarrollo o enodatio de una disposición inicial. Indemostrada como
está la tesis evolucionista, cualquiera que sea su probabilidad, cabe decir que
el tigre de hoy no es ni más ni menos tigre que el de hace mil años: estrena el
ser tigre, es siempre un primer tigre. Pero el individuo humano no estrena la
humanidad. Encuentra desde luego en su circunstancia otros hombres y la
sociedad que entre ellos se produce. De aquí que su humanidad, la que en él
comienza a desarrollarse, parte de otra que ya se desarrolló y llegó a su
culminación; en suma, acumula a su humanidad un modo de ser hombre ya forjado,
que no tiene él que inventar, sino simplemente instalarse en él, partir de él
para su individual desarrollo. Éste no empieza para él como en el tigre, que
tiene siempre que empezar de nuevo, desde el cero, sino de una cantidad
positiva a la que agrega su propio crecimiento. El hombre no es un primer
hombre y eterno Adán, sino que es formalmente un hombre segundo, tercero, etc.(capítol
8)
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