El retorn dels anacoretes.

 
Todavía a finales de los años setenta del siglo pasado los maestros de la escuela de París permanecían cerrilmente empeñados en enjuiciar el poder como una fuente de represión del sexo y el placer y no como una fuente de incitación al sexo y a todos los placeres, perversos o no. Yo abandoné la escuela de París por eso: no estaba de acuerdo en esa visión del poder. Como estudiante de historia y antropología, tenía claro que habían existido formas de poder que en lugar de reprimir los placeres, sexuales o no, incitaban a ellos, y me parecía que en el Occidente moderno estaba ocurriendo lo mismo. Cuando Foucault cambió de enfoque y empezó a aceptar que el poder lejos de prohibir el desahogo pulsional lo estimulaba, para mí ya era demasiado tarde y me había olvidado de la universidad y de sus claustros, que por no protegerte ni siquiera te protegían del asesinato, como había demostrado el desdichado Althusser y su aún más desdichada víctima: su mujer.

Bien es cierto que todavía muchos ingenuos siguen viendo el poder como el eterno represor del sexo y los demás placeres, quizá porque no piensan en el poder romano.

Para ver hasta qué punto el poder en Roma incitó a toda clase de placeres, mórbidos o no, basta con recordar las fiestas de inauguración del Coliseo, con miles y miles de animales sacrificados, cientos de ejecuciones, cientos de representaciones más o menos mitológicas con escenas de bestialismo y zoofilia… Fue la gran bacanal del sexo, la muerte y la sangre, en la que pudieron solazarse los trescientos mil parados que en aquel momento tenía Roma.

Desde los años setenta (en realidad ya antes, si bien no de forma tan insistente) el poder en Occidente ha asumido el papel que tenía en Roma: el de gran incitador, y en modo alguno el de gran represor. Uno de los asuntos más insoportables de la posmodernidad es que todavía existen predicadores que pretenden liberarnos de problemas de los que quizá siempre hemos estados liberados. A este respecto recuerdo lo que me decía mi madre, una mujer de posguerra que se casó embarazada. “¿De modo que piensas que ahora folláis más que antes?”, me preguntaba, y añadía: “¡Que ingenuidad! La humanidad siempre se las ha arreglado para cumplir con su deber fundamental”. Mi madre cree que siempre se ha follado más o menos igual, es una certeza que nunca la ha abandonado, y esa sabiduría tan desmitificadora ha sido muy importante en mi vida, y todos mis acercamientos a la historia y a la antropología han estado presididos por esa verdad heredada de la mujer que me trajo al mundo, y que me ha librado de muchos espejismos acerca de la sexualidad.

El poder como incitador y no como represor desarma a los que aún se llenan la boca con conceptos como represión, liberación, derrocamiento de tabúes y necedades por el estilo. Todavía no hace mucho anunciaban en un telediario una obra de teatro en la que, según decía la presentadora, “se ensalzaba un sexo sin tabúes”. Se refería al sexo anal. Vaya memez, ¡como si ahora estuviera prohibida la sodomía y fuese necesario educar a ese respecto al personal!

Vivimos sumergidos en un universo lleno de mensajes incitadores sobre el comer y el follar, el follar y el comer. ¿Cuántos programas gastronómicos hay en la televisión? ¿Y cuántos que tocan de una u otra manera el sexo, sin contar que a partir de una determinada hora todos los canales se vuelven pornográficos, incluidos algunos de inspiración católica?

Ocurre sin embargo que cuando los sistemas se empecinan en repetir siempre los mismos mensajes incitadores, generan asfixia en el cuerpo social, y empiezan a surgir rebeliones y místicas de la negatividad. Los anacoretas del siglo III después de Jesucristo huían al desierto porque rechazaban políticamente la disipación tan publicitada por el sistema romano. Era una opción mística, pero a su manera era también una opción política que consistía en abandonar la polis y todas las incitaciones del poder. San Agustín, que fue de joven amante de los espectáculos circenses y sangrientos, sabía algo de eso.

Creo que es desde ese ángulo desde donde debemos ver el movimiento de los anoréxicos, por un lado, y por otro el movimiento de los nuevos apáticos y negadores del sexo, que se está extendiendo en Japón de forma inquietante pero en modo alguno sorprendente.

En un mundo gobernado por la gula y el placer de comer y defecar, como si fuésemos un tubo más que un organismo, el anoréxico se sitúa como el místico de la privación más radical que cabe imaginar, una privación que ya fue adoptada por los anacoretas del pasado. Ellos eran también claramente negadores de la gula y sentían las mismas sensaciones que los místicos de la privación de ahora: los anoréxicos.

Más allá de que pretendan imitar a las modelos, como creen los habituados al simplismo, los anoréxicos son místicos que rechazan comer, algo tan fundamental como respirar, enfrentándose crudamente a sus padres, que les dieron la vida y los alimentaron. Pero en realidad no hacen nada que no hicieran anacoretas como san Antonio, el de las visiones, el alucinado. Y los místicos de ahora que se privan de comer ya saben también que no alimentarse es exponerse a toda suerte de alucinaciones, algunas muy pavorosas y de una intensidad muy superior a las propiciadas por las drogas.

¿Es la respuesta a tanto exceso gastronómico, a tanto gordo, a tanta grasa, a tanta publicidad, a tanta incitación sistemática? ¿Es también buscar la muerte? Seguramente sí, pero todo nuestro sistema está impregnado de muerte y desesperación.

Otra mística de la privación, más reciente, es la de los negadores del sexo. Puede que el 5% de la población mundial sea asexuada, como decía en un excelente artículo Rita Abundancia, pero es que en Japón, curiosamente el país más pornográfico y pederasta de la tierra, la asexualidad se está propagando como una epidemia, sobre todo entre los adolescentes. Ocurre además que en muchos casos el desdén por el sexo se conjuga con el desdén por la comida (en un país como Japón con una gastronomía tan cultivada), y se limitan a alimentarse de cereales con leche. Resulta muy sintomática esta tendencia, surgida en el seno de la cultura más cibernética del mundo, en la que todos los individuos viven enganchados a los hilos del sistema, como elementos de una misma máquina bien engrasada y digitalizada, y donde las rebeliones han brillado por su ausencia.

Son nuevos movimientos de anacoretas, que surgen de nuestras sociedades como surgieron en los primeros siglos del cristianismo y por razones muy parecidas. Son nuevas disciplinas de la privación en el interior de sistemas que nos incitan a no privarnos de nada. Toda una mística y toda una política tan explícitas como reales, lo queramos aceptar o no. La humanidad se las arregla para cumplir con sus deberes gastronómicos y sexuales, cierto, pero también para oponerse a ellos cuando se cansa y cuando quiere plantar cara a las órdenes sistemáticas por hartazgo, por asco, por fatiga y desidia. Viendo lo que está pasando uno entiende mejor el mensaje de Sartre: “Estamos condenados a ser libres”, y cuando nos obligan a comer y a follar por sistema, de pronto decidimos no hacerlo, en parte porque no conocemos un infierno más tétrico que la sensación de esclavitud. Los caminos de la rebelión son tan inextricables como los del Innombrable, dirían los dos hombres que esperaban a Godot.
Jamás caeré en la asexualidad y en la anorexia, ni aconsejo caer en ellas, pero entiendo por qué en nuestro tiempo surgen movimientos que nos retrotraen a la remota edad de los anacoretas.

Jesús Ferrero, La política de la negación, El País, 06/04/2013

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