El retorn dels anacoretes.
Bien es cierto que todavía muchos ingenuos siguen viendo el poder
como el eterno represor del sexo y los demás placeres, quizá porque no
piensan en el poder romano.
Para ver hasta qué punto el poder en Roma incitó a toda clase de
placeres, mórbidos o no, basta con recordar las fiestas de inauguración
del Coliseo, con miles y miles de animales sacrificados, cientos de
ejecuciones, cientos de representaciones más o menos mitológicas con
escenas de bestialismo y zoofilia… Fue la gran bacanal del sexo, la
muerte y la sangre, en la que pudieron solazarse los trescientos mil
parados que en aquel momento tenía Roma.
Desde los años setenta (en realidad ya antes, si bien no de forma tan
insistente) el poder en Occidente ha asumido el papel que tenía en
Roma: el de gran incitador, y en modo alguno el de gran represor. Uno de
los asuntos más insoportables de la posmodernidad es que todavía
existen predicadores que pretenden liberarnos de problemas de los que
quizá siempre hemos estados liberados. A este respecto recuerdo lo que
me decía mi madre, una mujer de posguerra que se casó embarazada. “¿De
modo que piensas que ahora folláis más que antes?”, me preguntaba, y
añadía: “¡Que ingenuidad! La humanidad siempre se las ha arreglado para
cumplir con su deber fundamental”. Mi madre cree que siempre se ha
follado más o menos igual, es una certeza que nunca la ha abandonado, y
esa sabiduría tan desmitificadora ha sido muy importante en mi vida, y
todos mis acercamientos a la historia y a la antropología han estado
presididos por esa verdad heredada de la mujer que me trajo al mundo, y
que me ha librado de muchos espejismos acerca de la sexualidad.
El poder como incitador y no como represor desarma a los que aún se
llenan la boca con conceptos como represión, liberación, derrocamiento
de tabúes y necedades por el estilo. Todavía no hace mucho anunciaban en
un telediario una obra de teatro en la que, según decía la
presentadora, “se ensalzaba un sexo sin tabúes”. Se refería al sexo
anal. Vaya memez, ¡como si ahora estuviera prohibida la sodomía y fuese
necesario educar a ese respecto al personal!
Vivimos sumergidos en un universo lleno de mensajes incitadores sobre
el comer y el follar, el follar y el comer. ¿Cuántos programas
gastronómicos hay en la televisión? ¿Y cuántos que tocan de una u otra
manera el sexo, sin contar que a partir de una determinada hora todos
los canales se vuelven pornográficos, incluidos algunos de inspiración
católica?
Ocurre sin embargo que cuando los sistemas se empecinan en repetir
siempre los mismos mensajes incitadores, generan asfixia en el cuerpo
social, y empiezan a surgir rebeliones y místicas de la negatividad. Los
anacoretas del siglo III después de Jesucristo huían al desierto porque
rechazaban políticamente la disipación tan publicitada por el sistema
romano. Era una opción mística, pero a su manera era también una opción
política que consistía en abandonar la polis y todas las incitaciones
del poder. San Agustín, que fue de joven amante de los espectáculos
circenses y sangrientos, sabía algo de eso.
Creo que es desde ese ángulo desde donde debemos ver el movimiento de
los anoréxicos, por un lado, y por otro el movimiento de los nuevos
apáticos y negadores del sexo, que se está extendiendo en Japón de forma
inquietante pero en modo alguno sorprendente.
En un mundo gobernado por la gula y el placer de comer y defecar,
como si fuésemos un tubo más que un organismo, el anoréxico se sitúa
como el místico de la privación más radical que cabe imaginar, una
privación que ya fue adoptada por los anacoretas del pasado. Ellos eran
también claramente negadores de la gula y sentían las mismas sensaciones
que los místicos de la privación de ahora: los anoréxicos.
Más allá de que pretendan imitar a las modelos, como creen los
habituados al simplismo, los anoréxicos son místicos que rechazan comer,
algo tan fundamental como respirar, enfrentándose crudamente a sus
padres, que les dieron la vida y los alimentaron. Pero en realidad no
hacen nada que no hicieran anacoretas como san Antonio, el de las
visiones, el alucinado. Y los místicos de ahora que se privan de comer
ya saben también que no alimentarse es exponerse a toda suerte de
alucinaciones, algunas muy pavorosas y de una intensidad muy superior a
las propiciadas por las drogas.
¿Es la respuesta a tanto exceso gastronómico, a tanto gordo, a tanta
grasa, a tanta publicidad, a tanta incitación sistemática? ¿Es también
buscar la muerte? Seguramente sí, pero todo nuestro sistema está
impregnado de muerte y desesperación.
Otra mística de la privación, más reciente, es la de los negadores
del sexo. Puede que el 5% de la población mundial sea asexuada, como
decía en un excelente artículo Rita Abundancia, pero es que en Japón,
curiosamente el país más pornográfico y pederasta de la tierra, la
asexualidad se está propagando como una epidemia, sobre todo entre los
adolescentes. Ocurre además que en muchos casos el desdén por el sexo se
conjuga con el desdén por la comida (en un país como Japón con una
gastronomía tan cultivada), y se limitan a alimentarse de cereales con
leche. Resulta muy sintomática esta tendencia, surgida en el seno de la
cultura más cibernética del mundo, en la que todos los individuos viven
enganchados a los hilos del sistema, como elementos de una misma máquina
bien engrasada y digitalizada, y donde las rebeliones han brillado por
su ausencia.
Son nuevos movimientos de anacoretas, que surgen de nuestras
sociedades como surgieron en los primeros siglos del cristianismo y por
razones muy parecidas. Son nuevas disciplinas de la privación en el
interior de sistemas que nos incitan a no privarnos de nada. Toda una
mística y toda una política tan explícitas como reales, lo queramos
aceptar o no. La humanidad se las arregla para cumplir con sus deberes
gastronómicos y sexuales, cierto, pero también para oponerse a ellos
cuando se cansa y cuando quiere plantar cara a las órdenes sistemáticas
por hartazgo, por asco, por fatiga y desidia. Viendo lo que está pasando
uno entiende mejor el mensaje de Sartre: “Estamos condenados a ser
libres”, y cuando nos obligan a comer y a follar por sistema, de pronto
decidimos no hacerlo, en parte porque no conocemos un infierno más
tétrico que la sensación de esclavitud. Los caminos de la rebelión son
tan inextricables como los del Innombrable, dirían los dos hombres que
esperaban a Godot.
Jamás caeré en la asexualidad y en la anorexia, ni aconsejo caer en
ellas, pero entiendo por qué en nuestro tiempo surgen movimientos que
nos retrotraen a la remota edad de los anacoretas.
Jesús Ferrero, La política de la negación, El País, 06/04/2013
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