Abróchense los cinturones porque resulta que no solo existe el escritor más
leído del mundo y el cantante más escuchado y el político más poderoso, existe
también el hombre más feliz del mundo, el más feliz, un monje tibetano al que
patrocina Coca-Cola sin que, por razones urgentes de simetría, Pepsi-Cola
subvencione al más desdichado (o la más desdichada: el genérico, que no
funciona). ¿Qué necesidad, piensa uno, tendrá el hombre más feliz del mundo de
anunciar un refresco? ¿Qué le falta aún, qué carencia fundamental le aqueja para
acudir a un congreso sobre la felicidad organizado por una multinacional? Un
congreso que dejará sin duda a los parias de la Tierra como a una panda de
gilipollas, de leprosos, de gente con pocas habilidades sociales. ¿Por qué un
ser feliz necesita restregar por la cara a los otros su bienestar? Señor feliz,
asómese usted, por favor, a una vida cualquiera, a la de ese hombre, por
ejemplo, que acaba de levantarse de la cama y que en el desayuno ha de lidiar
con un hijo adolescente en vías de escaparse del sistema (quien dice un hijo
dice una hija, otro puto genérico que no rula). Fíjese, si lo prefiere, en el
hijo (o hija) que no comprende por qué el bobo de su padre, a punto de ser
sodomizado por la reforma laboral, continúa obedeciendo órdenes. Da igual,
quédese con el padre o con el hijo, el que más rabia le dé, los dos habitan en
un mundo donde el griego, que hasta ayer era un beso, ha devenido en una forma
de suicidio. Mírelos en el metro, enterándose por un periódico gratuito de que
existe el hombre más feliz del mundo y que se exhibe sin pudor como un fenómeno
de feria. A ver qué hacen los pobres, aparte de cagarse en todo, aun sabiendo
como saben que si eres de los que te cagas en todo (o de las que te cagas en
todo, otra vez el maldito genérico) no te patrocina ni la Fanta.
Juan José Millás, Ni la Fanta, El País, 13/04/2012
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