Donant veu a les víctimes.


Toro SentadoEn 1882 los sioux se dieron de bruces con la técnica de las participaciones preferentes. Un abogado, el hermano de un ministro de Estados Unidos, un  reverendo y un experto en despojos formaban la comisión que acudió ese año a la gran reserva de Dakota (9 millones de hectáreas) para negociar con los indios un reordenamiento de sus emplazamientos. La propuesta consistía en que cada tribu sioux tuviese un asentamiento específico. A cambio, prometía el religioso Hinman, “el gran padre os concederá 25.000 vacas y 1.000 toros”. Ahora bien, los sioux debían firmar previamente una serie de documentos. Dado que ninguno sabía leer, ninguno advirtió que con sus rúbricas renunciaba a más de la tercera parte de la reserva (3,5 millones de hectáreas). O sea, una cesión perpetua de sus ahorros de toda la vida por unas migajas. Ciertas operaciones tienen tal recorrido histórico que merecerían una rama propia en la historiografía. Y las participaciones preferentes, productos financieros cimentados sobre las cesiones perpetuas a entidades bancarias de miles de clientes que confiaron ciegamente sus ahorros a su sucursal de toda la vida a cambio de un interés anual, tienen raíces en la conquista del “salvaje” Oeste. Porque ¿quién en su sano juicio cedería a perpetuidad 3,5 millones de hectáreas a cambio de unas vacas o los ahorros de toda la vida a cambio de una renta anual?

Este episodio de los sioux, uno más entre la vasta lista de agresiones, humillaciones y expolios, que sufrieron tras la llegada masiva de colonos europeos, se recoge en un libro que es ya un clásico: Enterrad mi corazón en Wounded Knee, escrito por Dee Brown. La editorial Turner acaba de reeditar la obra, publicada por vez primera en 1971 y convertida en un best-seller internacional, favorecida por una circunstancia imbatible: por vez primera un historiador daba voz a los nativos. Ellos no solo habían perdido vidas, tierras y cultura, también habían perdido el relato y la historia. Demasiado a menudo las víctimas solo logran imponer su testimonio pasado el fragor de la actualidad.

Turner está mostrando una sensibilidad especial hacia estos episodios históricos del nacimiento de Estados Unidos, tan adulterados por el cine con simplificaciones maniqueas, donde pocas dudas había sobre malos y buenos. El imperio de la luna de agosto, finalista del Pulitzer en 2011, de  S. C. Gwynne, narra la historia de los comanches, la última tribu que resistió al hombre blanco y que accedió a vender sus tierras y cambiar la vida que habían mantenido durante generaciones.

La obra de Dee Brown, fallecido en 2002, reconstruye lo ocurrido en tres décadas esenciales del avance de los colonos y el retroceso de los nativos, entre 1860 (la Larga Marcha de los navajos) y 1890 (la masacre de los sioux en Wounded Knee). “Durante esta época fueron destruidas la cultura y la civilización del indio americano, y en ella nacieron virtualmente los grandes mitos del Oeste: las narraciones de cazadores de pieles, montañeros, pilotos de barcos fluviales, buscadores de oro, jugadores, pistoleros, soldados de caballería, vaqueros, cortesanas, misioneros, maestros de escuela y colonos. Solo en ocasiones llegó a oírse la voz de un indio y entonces, casi sin excepción, tal como fue registrada por la pluma de un blanco”, escribe el autor en el prólogo. 

No es un libro alegre, avisa Brown. Se queda corto: es desolador. Y no por la sucesión de horrores que narra, si no por su desesperanza. Porque la lucha, sangrienta como todas las conquistas, es descompensada al estilo de David y Goliat, con final realista. Porque además leemos el libro cuando conocemos de sobra el desenlace. Porque leer los alegatos de un gran jefe sioux, Toro Sentado, cuando conservaba la autoridad moral pero había perdido el poder, induce a la tristeza. Es, en el fondo, el discurso de alguien que después de luchar, huir y refugiarse en Canadá, al otro lado de la frontera, ha decidido tirar la toalla.

 “Si a un hombre se le pierde algo, vuelve sobre sus pasos y lo busca cuidadosamente, pues con seguridad dará con ello; así hacen ahora los indios al pediros que les concedáis las cosas que prometisteis en tiempos pasados. No creo que ello pueda ser razón para que los tratéis como bestias, hecho que ha sido causa de los amargos sentimientos que me embargan (…), el gran padre me dijo que con su perdón se borraban mis deudas pasadas y que su bondad cuidaría de guiar mis pasos futuros; acepté sus palabras y regresé sin temor. Me dijo también que no me apartara de la senda del hombre blanco y yo le aseguré que todos mis esfuerzos se dedicarían a cumplir sus deseos. Me doy cuenta de que mi país ha adquirido mal nombre, y yo quiero que recupere el propio, intachable; así ha sido siempre. A veces, cavilante, me pregunto quién ha sido el que lo ha manchado”.

Tereixa Constenla, Los sioux y las participaciones preferentes, Papeles Perdidos, 03/04/2012

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