Inspiració.




De pronto hay algo donde antes no había nada. De un momento a otro la desolación se ha convertido en fervor y la esterilidad en deslumbramiento. En la conciencia vacía o en la hoja o en la pantalla en blanco ahora hay una primera frase o un verso completo. En la imaginación ha surgido una música llegada de no se sabe dónde. Las horas o días de trabajo tedioso quedan cancelados por una súbita sensación de ligereza. Lo imposible ahora se ha alcanzado sin apariencia de empeño. Lo que era difícil se ha vuelto fácil o ha resultado ser difícil y fácil a la vez. El esfuerzo consciente se ha revelado superfluo porque alguien que no parece exactamente uno mismo ha susurrado una solución. A partir de ahora el trabajo no será menos exigente, pero sí más fluido y más grato.

La palabra susurrar es adecuada: la inspiración es un soplo. Las imágenes que aluden a esa experiencia contienen el aliento y también la luz: la claridad súbita que revela lo hasta entonces oculto. En el querido vocabulario de los cómics la idea súbita es una bombilla que se enciende en el cerebro o encima de él, quizás derivada de las lenguas de fuego que señalaron la presencia del Espíritu Santo sobre las cabezas de los apóstoles. Los símbolos evolucionan con la tecnología: la inspiración es una llama cuando la noche se iluminaba con candelas de aceite y una bombilla en la era de la electricidad.

Cualquiera que haga tareas que requieren algún tipo de invención conoce tales momentos, pero elude mencionarlos, por miedo a los malentendidos: a no ser tomado en serio, a ser tomado por un místico o un romántico, a que se piense que si todo depende de una ocurrencia súbita no hay mayor mérito en el logro, o cualquiera puede aspirar a él. El problema se agrava en sociedades ásperas que desconfían de la inteligencia y consideran parásitos o estafadores a quienes de un modo u otro dedican sus vidas a trabajos relacionados con ella.

Para que los profesores lo miren con la adecuada seriedad y para que sus paisanos no lo apedreen o al menos no lo miren como a un payaso el escritor, el artista o el músico engolan la voz al hablar de sus oficios, y resaltan con razón la parte que hay en ellos, siempre, de entrega y disciplina, de tesón y control, de revisión permanente. Pero rara vez hablan, hablamos, de aquello sin lo cual todo el esfuerzo y toda la perseverancia no sirven para nada y no llevan a ninguna parte, esa revelación súbita de la que nace muchas veces una canción, una historia, un poema, el prodigio inexplicable de lo que no es el resultado del pensamiento racional, ni del propósito consciente, sino del más puro azar, lo que llega no cuando se lo busca y se lo espera, sino precisamente cuando se ha dejado de buscar, cuando se estaba buscando con obstinación otra cosa.

Un libro, en mi experiencia, no es la realización de un proyecto, un edificio que deriva exactamente del trazado de los planos. Es algo que llega de pronto y que uno sigue medio a tientas, guiado como máximo por algo parecido a esa brújula de la que habla Javier Marías; una brújula, en cualquier caso, de eficacia incierta, de movimientos caprichosos de aguja: quizás una brújula que hay que consultar de noche a la luz de una llama que en cualquier momento puede apagarse. Uno no escribe para contar lo que sabe, sino para saber lo que cuenta. El plano, cuando llega a existir, existe como un fogonazo, y lo que ilumina son casi siempre conexiones inesperadas entre cosas que hasta ese mismo momento parecían muy alejadas entre sí. Marcel Proust creyó que estaba escribiendo un ensayo sobre el crítico Sainte-Beuve que a él mismo le parecía tedioso y en el que había trabajado con desgana durante años: de pronto, una tarde, instigado por el sabor más célebre de la literatura, el tedio se convirtió en arrebato y la dificultad de inventar en un casi delirio de imágenes y situaciones. En el duermevela del despertar Richard Wagner escuchó el acorde del que derivaría todo el inmenso edificio sonoro del Anillo del Nibelungo. El máximo desaliento había precedido a la mayor enajenación creadora.

Desde los griegos la inspiración inventiva se asoció a lo sobrenatural: en la etimología de la palabra entusiasmo está la idea de la posesión por un dios. Una de las maravillas de vivir en estos tiempos es la posibilidad de asistir a la confluencia entre la poesía y el conocimiento científico. Escáneres e imágenes magnéticas están favoreciendo una precisión cada vez mayor en el estudio de los procesos cerebrales, al mismo tiempo que la biología molecular permite conocer el sustento físico de la imaginación y la memoria. Jonah Lehrer, un divulgador de éxito especializado en la neurociencia, acaba de publicar Imagine: How Creativity Works, un libro sobre los descubrimientos en ese campo que parecía el más escurridizo y misterioso de todos: de dónde viene lo que parece surgido instantáneamente de la nada; lo intuido, lo medio soñado, lo que se escribe o se toca en un estado como de sonambulismo, la ocurrencia de un poema o de una melodía y también la de una de esas modestas invenciones que en seguida se vuelven obvias pero en las que nunca había pensado nadie: la cinta adhesiva, por ejemplo, el post-it, la canción Like a Rolling Stone de Bob Dylan, la mopa desechable, un poema de Auden, el eslogan I Love New York con el corazón rojo en el centro, el velcro, los primeros dramas históricos de Shakespeare; tantas de las cosas que implican el que según Lehrer es el más importante de nuestros talentos: la capacidad de imaginar lo que nunca antes ha existido.

En todos estos hallazgos dispares hay un cierto número de elementos comunes. Hay una mezcla de tozudez y capitulación: justo cuando se abandona después de un largo esfuerzo que no ha tenido fruto es cuando aparece lo que ya no se buscaba. Hay disciplina pero también hay jubiloso abandono: después de haberse adiestrado durante muchos años en el control absoluto de su instrumento un músico de jazz puede permitirse improvisar en un estado en el que el flujo de la electricidad y de la sangre en su cerebro se parece mucho al de la mente que sueña. Hay una memoria operativa que puede trabajar al mismo tiempo con una rica variedad de ideas e imágenes y hallar conexiones y similitudes sorprendentes. El inventor del velcro pensó de pronto en esas semillas pinchudas que se le quedaban adheridas en el lomo a su perro lanudo. El del post-it, un hombre muy religioso, perdía siempre los papelitos con los que separaba las páginas de su libro de himnos, y se acordó de un pegamento muy débil del que había oído hablar distraídamente hacía algún tiempo. Joyce conectó el mito de Ulises y el del Judío Errante con un día en la vida de un pobre hombre cualquiera de Dublín.

Chispazos así llegan de tarde en tarde, si llegan. Uno trabaja a diario con la esperanza, con la superstición de merecerlos.

Antonio Muñoz Molina, Ese chispazo, Babelia. El País, 14/04/2012

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