Sorry.


Perdóname, te lo suplico, decía la canción. Pero perdonar no es tarea fácil. El perdón ni se compra ni se alquila, tampoco se regala, ni le toca a uno en una rifa. El perdón brota, nace como fruto de un germen, de una mezcla de empatía y arrepentimiento, de una alquimia que se genera, llamada, quizá, amor. Para ello, primero hay que gestarlo en las entrañas y amasarlo mucho en esas profundidades, para que la semillita de ese amor necesario enganche. Los perdones son dones que escasean.

Aunque parezcan cerradas, las heridas siguen latentes y escuecen. La brecha, el trauma, el antes y el después del hecho conflictivo siguen siempre vivos e, incluso, hasta el recuerdo de lo que dolió se repite como el ajo. Hay perdones y perdones… Unos, esenciales para sobrevivir; otros, para seguir viviendo y con la ayuda del tiempo conseguir trascenderlos. Para ello uno debe diluirse en el mismo foco del dolor, zambullirse en él con la efervescencia de una pastilla de magnesio y dejar que el azufre y la química de su llama azul actúen y transformen el resentimiento en comprensión. No nos queda otra, la negación del perdón nos conecta y nos enfrenta con nuestra propia crueldad. Ya no hay que neutralizar la maldad del otro, sino la nuestra, que nos la han despertado y no hay quien la duerma.

El perdón no es un favor que hacemos a los demás, sino un bien que nos hacemos a nosotros para alejarnos y liberarnos del horror de lo que vivimos definitivamente, impidiéndole que su acto provocador encuentre eco en nosotros. El perdón no es una dádiva ofrecida al otro que nos hirió, sino una elección consciente, un antídoto imprescindible contra el veneno, un acto de amor hacia uno mismo. Debemos perdonar aunque no nos lo pidan, y aquellos que deberían ser perdonados deberán obtener el más inalcanzable, quizá, de los perdones: el de uno mismo.

Estoy en un vuelo desde Nueva York a San Fracisco y, durante el trayecto, me viene a la mente la conversación que tuve con una amiga, Isabel, mientras paseábamos por el Village de Nueva York. Yo le comenté sobre el tema que tenía que escribir para esta semana, el perdón, y ella me contó algo inesperado. «El perdón», dijo. «Es curioso, no te lo vas a creer, pero la palabra perdón ( sorry, en inglés) es la única que dice muchísima gente durante todo el día en Nueva York. En una sociedad tan solitaria e individualizada como esta, tropezarse por la calle con alguien puede ser el único pretexto para hablar. Durante el resto del día todos permanecen en silencio. Solos y en absoluto silencio. Para ellos, pedir perdón es la única vía de comunicación posible con el resto de la humanidad».

Mi asiento en el avión está junto a la ventana. Miro por la ventanilla y admiro el paisaje cambiante del vasto continente norteamericano. Un lugar tan grande como el silencio. Un silencio enorme, lleno de miles de montañas heladas, de centenares de lagos color turquesa y de extensos desiertos anaranjados. Durante las cinco horas de vuelo, no he cruzado ninguna palabra con la persona que se sienta a mi lado. Él tampoco me ha dicho nada. Es un chico joven, adolescente, que duerme abrazado a un muñeco, un personaje de la película de dibujos animados Wall-e; la historia de un viejo robot solitario que se enamora de un androide de última generación. Me ha llamado mucho la atención que un chaval de su edad necesite abrazarse así a un peluche para poder conciliar el sueño en un avión.

Cuando el chico se despierte, tal vez me atreva. Posiblemente, me levantaré de mi asiento para ir al baño y, entonces, al pasar pronunciaré la palabra mágica: «Perdón». Y, luego, callaré.


Kirmen Uribe, El valor del perdón, SModa. El País, 31/03/2012

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