Ideal humà, realitat humana.
¿Qué imagen tenemos de nosotros mismos? Para el hombre moderno, la
más elevada representación de la subjetividad se halla en la figura del artista
y, a su vez, la suprema realización del artista se encarna en el genio. Un
genio es para Kant alguien que se parece a la Naturaleza en su producción de
originalidad y novedad incesantes (natura naturans). No
imita las reglas de nadie porque, al contrario, él da la regla a los demás y es
fuente de toda normatividad. Su obrar es inconsciente y espontáneo como una
erupción volcánica, y por eso el aprendizaje de su don, demasiado singular,
queda excluido. Kant presupone que un genio es un fenómeno excepcional que se
produce rara vez, pero, por un curioso proceso de generalización, hoy su
concepto se ha masificado y constituye el ideal al que aspira el hombre
corriente y con el que se mide para comprenderse a sí mismo. Para él lo más
genuinamente individual de su individualidad reside en aquello que comparte con
el artista genial: su espontaneidad creadora, su originalidad, su diferencia
comparativa. Observa Herder que así como no hay en la naturaleza dos hojas
iguales, así tampoco hay dos rostros iguales y menos dos hombres: “Todo hombre
acaba por constituir su propio mundo, semejante, sí, en su manifestación
externa, pero estrictamente individual en su interior e irreductible a la
medida de otro individuo”. Y el hecho de saberse distinto, único e irrepetible
como un genio le confiere su dignidad exclusiva como ser humano. Dice Kant que
“todo tiene un precio o unadignidad. Aquello
que tiene precio puede ser sustituido por algo equivalente; en cambio, lo que
se halla por encima de todo precio y, por tanto, no admite nada equivalente,
eso tiene una dignidad”, para a continuación concluir que el hombre es la única
entidad que posee dignidad, no precio, y no puede ser sustituido por nada
equivalente.
Y, sin embargo, lo que es válido
como ideal no se verifica en la realidad. Pese a ser poseedores de dignidad hors
de commerce, de hecho los hombres recibimos a diario el tratamiento
de aquellas mercaderías que tienen precio. Nos parecemos a las cosas fungibles
y consumibles que cataloga nuestro venerable Código Civil. Fungibles porque en
la sociedad —en particular en la urbana, masificada y burocratizada— el yo,
desprendido de la gran cadena del ser, sin árbol genealógico, sin mitología,
experimenta a cada paso su irrelevancia en el gran anonimato mundial. Nos
administran con un número en los listados públicos: de contribuyentes, de
votantes, de afiliados a la Seguridad Social. Rubachof, el protagonista de El
cero y el infinito, la novela de Koestler, afirma que el yo
individual es una ficción gramatical y lo define como “una multitud de un
millón dividida por un millón”. Y además de fungibles, somos también
consumibles, porque experimentamos en nuestras carnes hasta qué punto, como le
pasa al amor de tanto usarlo, también nuestro yo se va agotando poco a poco en
el oficio de vivir y envejecer.
Infinito para sí mismo, cero para
el todo social. Genios irrepetibles a la vez que uno más del montón. Con
dignidad pero también con precio. He aquí nuestro extraño sino: el de ser
únicos pero no irrepetibles sino perfectamente
repetibles-sustituibles-consumibles. En el interior, un sentimiento oceánico;
en el exterior, una vaciedad político-social. Estos dos polos nos constituyen a
partes iguales y sabemos que nunca se dejarán conciliar porque esa tensión
pertenece a la trama misma de la vida humana. Imposible una síntesis superadora
mientras alientes sobre la tierra.
Javier Gomá Lanzón, Único y irrepetible,
Babelia. El País, 14/04/2012
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