Por fabricada en laboratori (John B. Watson)
El caso del pequeño Albert es una herida abierta en la historia de la psicología. Un experimento brillante en su capacidad para revelar verdades humanas profundas, pero cruel en su ejecución, demasiado frío para un corazón que apenas empezaba a latirle a la vida.
En 1920, John B. Watson, padre del conductismo, y su asistente Rosalie Rayner realizaron un experimento que quedaría grabado en la memoria científica. Tomaron a un bebé de once meses, conocido como “Albert B.”, y lo condicionaron para que desarrollara un miedo irracional a un animal inofensivo. Le mostraron una rata blanca. Al principio, Albert la tocaba sin temor, con esa inocencia luminosa que sólo los bebés tienen. Pero Watson y Rayner, cada vez que el niño extendía la mano hacia la rata, producían un estruendo metálico detrás de él. Un sonido seco, violento, pensado para sacudirle el alma.
El resultado fue inevitable, Albert terminó asociando la rata con el terror. Y no sólo eso, generalizó su miedo a todo lo que tuviera pelo blanco, conejos, perros, abrigos de piel, incluso una máscara de Santa Claus. Lo que había sido un niño tranquilo se convirtió en un niño perseguido por TEMORES FABRICADOS EN LABORATORIO.
Así funciona la mente humana, absorbe asociaciones, interpreta señales, construye significados incluso sin lenguaje. Eso nos dejó en claro Watson, aunque su método haya sido despiadado.
Ahora bien, lo que nadie sabe con certeza es qué fue de Albert después. Durante décadas se sospechó su identidad. Investigaciones posteriores sugieren que podría haber sido un niño llamado Douglas Merritte, quien murió a los seis años por hidrocefalia. Si ese hallazgo es correcto, jamás tuvo la oportunidad de crecer para contarlo, ni de sanar lo que le hicieron. Otros investigadores creen que podría haber sido otro niño, William Barger, quien sí habría vivido hasta la adultez. La verdad final se perdió en los pliegues del tiempo, pero el mensaje psicológico permanece intacto.
Lo terrible del experimento es que expuso una verdad que atraviesa la vida cotidiana de cualquier familia, LOS MIEDOS TAMBIÉN SE ENSEÑAN. Y se enseñan sin gritos metálicos, sin laboratorios, sin científicos. Se enseñan en casa, en silencio, en la mirada tensa. En el “cuidado, te vas a caer” repetido con una ansiedad que el niño capta como sentencia. En los gestos de inseguridad. En las palabras cargadas de temor heredado. En esas noches donde los padres, sin darse cuenta, siembran tormentas que luego sus hijos tendrán que aprender a apagar.
Muchos padres condicionan sin querer. Condicionan a sus hijos a temer el mundo, a desconfiar de los demás, a sentir que no pueden, a pensar que el error es fatal, que el riesgo es prohibido, que el amor duele, que la vida amenaza. Lo hacen por amor, sí, pero un amor asustado, un amor que no aprendió a sanar su propio pasado.
EL MIEDO TIENE MEMORIA LARGA, Y LA INFANCIA LO ABSORBE TODO.
Ese es el verdadero legado del pequeño Albert. Este cruel experimento nos enseña que un condicionamiento puede marcar una vida entera. Que un sonido detrás de la espalda puede convertirse en una sombra permanente. Que un niño aprende a temer antes de saber hablar. Y que los padres, sin mala intención, pueden actuar como Watson, sin martillo ni metal, pero con la misma fuerza emocional. Por eso, el experimento, aunque cruel, nos dejó una lección dolorosa pero necesaria, LOS MIEDOS SE APRENDEN, Y TAMBIÉN SE DES-APRENDEN. Y si un laboratorio puede fabricar temor, un hogar puede fabricar confianza. Basta con invertir el procedimiento. Donde antes hubo ruido, ahora abrazo. Donde antes hubo tensión, ahora presencia. Donde antes hubo advertencia, ahora guía.
La infancia no es un laboratorio, es un santuario, y cada gesto que un padre siembra se vuelve eco. Un eco que acompaña a un niño hacia su adultez. Watson y Rayner mostraron cómo nace el miedo. A nosotros nos toca lo contrario, enseñar cómo nace la valentía.
Julio César Cháves, El experimento de Albert muro Facebook 21/11/2025

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