El trident de Mill
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Los niños aprenden pronto a justificar sus conductas agresivas. Un hermano golpea al pequeño, este rompe a llorar y, de inmediato, el agresor se defiende: «¡Ha empezado él! Se lo merecía».
La mayoría de los padres restan importancia a estas excusas infantiles, y a menudo no pasan de simples ocurrencias. Pero conviene reparar en que el mismo mecanismo sostiene comportamientos mucho más serios: las pandillas que hostigan a los más débiles, los empresarios que explotan a sus empleados, los amantes que se hieren mutuamente, los policías que siguen golpeando a un sospechoso ya rendido, los tiranos que encarcelan minorías o los soldados que cometen atrocidades contra civiles. En todos los casos se establece un círculo vicioso: la agresión alimenta la autojustificación, que a su vez engendra más agresión.
La buena noticia es que la disonancia también funciona en sentido inverso: una acción generosa puede dar lugar a una espiral de compasión, un «círculo virtuoso». Quien hace un favor inesperado, incluso por azar o capricho, empieza a percibir al beneficiario con mayor benevolencia. Pensará: «¿Por qué habría de ayudar a alguien detestable? Si lo he hecho, quizá no sea tan malo como creía; en realidad es alguien decente que merece respeto».
Lo inquietante es que no podemos librarnos de nuestros puntos ciegos psicológicos. Y si no los reconocemos, corremos el riesgo de actuar con torpeza moral, traspasando fronteras éticas sin advertirlo. La mera introspección no basta, porque tiende a reafirmar nuestras propias autojustificaciones: la creencia de que somos inmunes a la corrupción o de que nuestras antipatías hacia ciertos grupos no son irracionales, sino perfectamente razonadas.
Podríamos decir que todo lo anterior nos ha mostrado un mismo patrón: la tendencia casi automática a justificar nuestras creencias y acciones, a blindarlas contra la crítica y a convertirlas en certezas inamovibles. Desde el niño que golpea a su hermano hasta el adulto que racionaliza su corrupción, pasando por el estudiante que distorsiona los artículos que lee, todos compartimos ese impulso a reforzar lo propio y desacreditar lo ajeno. Precisamente por eso necesitamos mecanismos que nos obliguen a confrontar nuestras ideas con las de los demás, a ponerlas en tensión y a comprobar si resisten la prueba del desacuerdo. Y ahí es donde entra en juego el tridente de Mill, la idea central de John Stuart Mill de su libro On Liberty (1859).
El tridente de Mill sugiere que sólo hay tres posibilidades ante cualquier argumento dado, y es el mejor argumento para asumir siempre cierta humildad al tiempo que defendemos la libertad de expresión:
Estás equivocado, en cuyo caso la libertad de expresión es esencial para permitir que la gente te corrija.
Tienes parte de razón, en cuyo caso necesitas libertad de expresión y puntos de vista contrarios para ayudarte a obtener una comprensión más precisa de cuál es realmente la verdad.
Tienes toda la razón. En el improbable caso de que la tengas, sigues necesitando que la gente discuta contigo, intente contradecirte y demuestre que estás equivocado. ¿Por qué? Porque si nunca tienes que defender tus puntos de vista, es muy probable que no los entiendas del todo y que los mantengas como si fueran un prejuicio o una superstición. Solo discutiendo con puntos de vista contrarios llegas a comprender por qué lo que crees es cierto.
Sergio Parra, Te voy a convencer de que no tiene razón para que no cambies nunca de opinión, Sapienciología 06/11/2025

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