Reconstruir un nou món compartit contra el solipsisme massiu (Hannah Arendt)
El 4 de diciembre de 1975, Hannah Arendt moría en su apartamento de Nueva York cuando un infarto fulminante la sorprendió en mitad de una conversación con amigos. Al día siguiente encontraron en su máquina de escribir una hoja a medio comenzar con una sola palabra escrita: “Judging”. Juzgar. Aquella palabra solitaria quedó como un testamento involuntario, como si Arendt hubiera querido decirnos, en el último momento, que de todas las facultades humanas que había explorado a lo largo de su vida intelectual —la acción, la libertad, el pensamiento, la natalidad— había una que merecía ser rescatada con urgencia para nuestro tiempo: la capacidad de juzgar.
Cincuenta años tras su muerte, ese pensamiento inconcluso resuena con inquietante actualidad. Vivimos una época donde todos opinamos sobre todo y las redes sociales amplifican cada juicio instantáneo, cada veredicto emocional. Y sin embargo, hemos perdido algo esencial: la capacidad de discernir entre lo verdadero y lo falso, de orientarnos en un mundo que se desmorona bajo nuestros pies. El folio inconcluso de Arendt no era solo el borrador de un capítulo filosófico, sino una pregunta lanzada desde el futuro: ¿qué ocurre cuando una sociedad pierde la facultad de juzgar políticamente?
La palabra que Arendt tecleó en su máquina de escribir señala hacia nuestra crisis contemporánea. Lo que vivimos no es solo la proliferación de mentiras, sino algo más profundo: la destrucción sistemática de las condiciones que hacen posible el juicio político. Y Elon Musk encarna esta destrucción con claridad brutal. No es solo un mentiroso más, sino alguien que ha trascendido completamente la necesidad de operar en un mundo común. Puede, sencillamente, imponer su perspectiva algorítmicamente en X, amplificar su voz y la de quienes piensan como él mientras silencia o invisibiliza a quienes disienten.
El 20 de enero de 2025, tras la investidura de Trump, Musk hizo un gesto que muchos interpretamos como un saludo nazi. Él lo negó, pero lo relevante no es si lo fue o no. Lo señaló la escritora Samantha Rose Hill: “El objetivo es debilitar tu capacidad para distinguir los hechos de la ficción, para que cuestiones si confías o no en tu propio juicio sobre lo que viste”. Es exactamente lo opuesto al juicio arendtiano, pues para Arendt la realidad no es algo que percibimos de forma aislada. Necesitamos que otros la validen y reconozcan. Cuando varios percibimos el mismo objeto o fenómeno, aunque desde diferentes perspectivas, se genera una confianza en esa realidad compartida. Eso es el sentido común: no una facultad individual, sino la capacidad de orientarnos juntos en el mundo.
Musk busca destruir eso. Cuando, en su investidura, Trump mencionó “la revolución del sentido común”, sabía bien lo que hacía. Los autócratas entienden que el sentido común es el puente que conecta nuestra percepción individual con la de los demás y nos permite construir una realidad compartida. Sin él, las experiencias quedan encerradas en nuestra subjetividad y es imposible alcanzar acuerdo alguno sobre lo que es o no real. Pero Musk no es una anomalía: es el actor político ideal en la era de la posverdad, alguien que quiere romper el mundo común porque no lo necesita. Tiene el dinero para comprar la infraestructura comunicativa, el alcance para fabricar su propia realidad y seguidores dispuestos a creer que lo suyo es “sentido común”, aunque contradiga lo que ven con sus propios ojos.
Mientras la imparcialidad homérica requiere imaginar cómo vería el mundo alguien distinto a nosotros y ejercer ese “pensamiento ampliado” que nos permite juzgar políticamente, la perspectiva meramente privada de Musk —sus intuiciones, prejuicios e intereses económicos— se eleva a verdad universal sin mediación del debate público ni verificación factual. Es una suerte de solipsismo masivo: una mirada radicalmente privada amplificada hasta parecer común. Sin hechos compartidos, cuando cada tribu habita su propia realidad, el poderoso puede simplemente fabricar su verdad. No necesita imparcialidad, pues no necesita convencer a nadie fuera de su burbuja. Basta con que sus seguidores repitan sus palabras, que el algoritmo amplifique su mensaje y que la confusión reine.
Si Musk encarna la destrucción del mundo compartido, la reciente crisis de la BBC muestra algo igualmente preocupante: la parálisis institucional de quienes ya no saben cómo preservarlo. En octubre de 2024, la BBC emitió un documental sobre Trump en el que editores juntaron fragmentos separados de su discurso del 6 de enero de 2021. ¿Fue un error técnico o sesgo editorial? La pregunta es una trampa: lo significativo es que la BBC no supo cómo responder. La verdad factual es que Trump fue central en el asalto al Capitolio. Atrapada entre acusaciones contradictorias —muy progresista para unos, normalizadora del autoritarismo para otros—, la BBC quedó paralizada. Varios cargos dimitieron. La institución que durante décadas fue el referente del periodismo riguroso ya no sabe cómo juzgar porque ha olvidado que la imparcialidad no es sinónimo de neutralidad mecánica. Como señala Mary Beard, la imparcialidad como regla mecánica produce absurdos: hace solo unos años, la BBC invitaba regularmente a negacionistas del cambio climático para dar “balance” a las noticias sobre el clima. Lo que la BBC ha olvidado es que la imparcialidad exige juicio, no neutralidad.
Porque la imparcialidad no consiste en dar el mismo tiempo de palabra a Aquiles y a Héctor y pesar sus argumentos en una burocrática balanza. Consiste en no perder el juicio sobre lo que ocurrió. Homero no dice “los griegos tenían razón”, ni tampoco pretende que la guerra no existiese o que los bandos fuesen intercambiables. El poema homérico juzga: muestra violencia, pérdida, sinsentido, gloria, tragedia. Y al hacerlo, preserva la memoria de lo que realmente sucedió.
Pero la BBC se dedica a la equidistancia procedimental dando igual espacio a quien afirma hechos verificables y defiende la democracia y a quien difunde mentiras y amenaza con fusilamientos. Como si la imparcialidad consistiera en no juzgar nunca y mantenerse en un punto medio imaginario entre dos extremos. Eso no es imparcialidad sino abdicación del juicio, y Arendt fue muy clara al respecto: frente a la verdad factual, no hay lugar para la equidistancia. Que Trump diga que las elecciones fueron robadas no merece el mismo crédito que la evidencia de que no hubo fraude. Si Musk hace un saludo nazi, no puede pretender que quienes lo vimos estemos igual de equivocados que quienes lo niegan. La imparcialidad exige reconocer los hechos y juzgarlos desde múltiples perspectivas, no fingir que no han existido.
Siempre ha habido mentira en política, pero lo que define la era de la posverdad es otra cosa: el cinismo generalizado que destruye nuestra capacidad de orientarnos en el mundo. No se trata de que creamos las mentiras de Trump o Musk, sino de que dejemos de creer en la posibilidad misma de una verdad compartida y nos encerremos en nuestras burbujas, donde todo confirma lo que ya pensábamos. De que sustituyamos el juicio político —el ejercicio exigente de pensar desde múltiples perspectivas— por la repetición tribal de consignas.
Cuando las mentiras se multiplican, el resultado no es creérnoslas, sino que perdemos la fe en la verdad y somos susceptibles de creer cualquier cosa. Cuando el cinismo reina sobre la verdad, las mentiras no reemplazan la realidad, les basta con hacerla tambalear. Y cuando ocurre, como escribió Arendt en Los orígenes del totalitarismo, dejamos de protestar cuando nos engañan y pasamos a admirar la “superior astucia táctica” del líder. ¿Cómo salvar esta trampa? Arendt diría que la solución pasa por recuperar nuestra capacidad ciudadana de juzgar y hacerlo como ella hizo en Jerusalén: con el coraje de registrar nuestra propia experiencia del mundo y decir lo que vemos aunque contradiga las narrativas consoladoras, reconociendo la complejidad sin renunciar al juicio. Juzgar sin pasamanos, sin a prioris que nos digan mecánicamente qué pensar, sin disolvernos en la masa, la inercia o la obediencia sin rostro.
Necesitamos reconstruir un mundo donde los hechos importen, donde el sentido común nos permita orientarnos juntos y podamos discrepar sobre el significado de lo que vemos, pero hayamos acordado que vimos lo mismo. Necesitamos escuchar a Héctor y a Aquiles sin perder nuestro propio juicio sobre lo que está bien o mal. Por eso la última hoja de Arendt es un testamento político para nuestro tiempo. Cincuenta años tras su muerte, nos sigue diciendo que la democracia necesita ciudadanos que se atrevan a juzgar. Ese es su legado. Su exigencia. Y también su último regalo: la certeza de que, si queremos, aún podemos recuperar algo que nunca debimos perder.
Máriam Martínez-Bascuñán, Necesitamos una realidad compartida: Hannah Arendt, el antídoto contra los hechos compartidos, El País 23/11/2025
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