Robert Castel: pensar el treball.
Robert Castel |
Comencé a trabajar con Robert Castel en 1996 cuando llegué a París a realizar un doctorado bajo su dirección. Trabajamos sin interrupción hasta la semana pasada. Sabíamos que quedaba poco tiempo y buscábamos terminar un libro que quedará inconcluso e inédito. El título hubiera sido “Las políticas del individuo” y se lo habíamos prometido a Pierre Rosanvallon para la editorial Le Seuil.
A Castel no le gustaba
mucho hablar de sí mismo, pero a lo largo de los años fue dando detalles
de su vida a medida que la amistad se consolidaba. Nació en una familia
humilde en Saint-Pierre-Quilbignon en 1933, una comuna rural cercana a
la ciudad de Brest. Su madre murió de cáncer cuando tenía 10 años y dos
años después se suicidó su padre, al que encontró colgando de una
cuerda. Así atravesó la infancia en plena Guerra Mundial este hijo del
mundo obrero.
Hace pocos años, contó cómo un profesor de
matemáticas lo alentó a salir de la formación técnica que lo
predestinaba a convertirse en obrero, “Usted tiene pasta para otra cosa”
le dijo. Ganó una beca para cursar el liceo y en 1959 devino profesor
de filosofía bajo la tutela del filósofo Eric Weil. Hacia 1966-67
conoció en el comedor de la Universidad de Lille a Pierre Bourdieu, de
quien sería amigo hasta el final. Cansado de los “conceptos eternos” se
acercó a la sociología que estudió en la Sorbona con Raymond Aron. Luego
fundó la Universidad de Vincennes (hoy Paris 8) e integró en 1990 la
Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales.
Hasta principios
de los 80 trabajó sobre el psicoanálisis y la psiquiatría convirtiéndose
en uno de los primeros sociólogos en abordar el tratamiento social de
la locura. Cuando en 1980 le acercó a Michel Foucault el manuscrito de La Gestión de los Riesgos (1981), el filósofo del poder consideró que el texto de Castel ponía fin a su célebre Vigilar y Castigar
(1975). Castel anticipaba que los modos de control social y de
ejercicio del poder no se harían ya de modo presencial y a través de la
vigilancia directa sino por medio de estadísticas y de la definición de
“poblaciones en riesgo”. Lo descubrió observando un dispositivo de
política social sobre la infancia en riesgo, y es seguramente por ello
que tanta aversión le provocaba el modo descuidado e irresponsable con
el que muchos sociólogos ceden hoy a temas de moda como el “sentimiento
de inseguridad”.
Cuando lo conocí, Castel acababa de publicar Las Metamorfosis de la Cuestión Social
(1995), una obra monumental considerada por muchos como el libro más
importante de sociología de los últimos años. Le llevó una década de
investigación, buscando entender lo que él consideraba como una “gran
transformación” que probablemente cambiaría la morfología de las
sociedades occidentales y que amenaza con liquidar la larga construcción
que en Europa había dado respuesta a las contradicciones del mundo del
trabajo. Puedo imaginarlo hoy como tantas veces lo vi, tan preciso como
paciente, redactando aquellas 490 páginas de letra infantil con su
birome Bic, con el cigarrillo como única compañía. Así remontó el tiempo
hasta que pudo afirmar con un tono apenas provocador: “la cuestión
social empieza en 1349”. La peste liquidó entonces las bases sociales de
la Edad Media cuando centenas de miles de antiguos campesinos y
artesanos perdieron su lugar en la sociedad y comenzaron a errar como
vagabundos. Se anuda allí la contradicción fundamental que organiza el
presente. El mundo social se divide entre quienes son considerados
ineptos para el trabajo y los otros. Mientras que los primeros son
eximidos de la carga laboral y pueden esperar los socorros de la
asistencia pública, los aptos a trabajar deberán conquistar un lugar en
el mundo por medio del empleo y no tendrán derecho a la asistencia. Ese
gran integrador que es el trabajo produce así efectos paradójicos toda
vez que la coyuntura económica impide trabajar a quienes disponen de sus
fuerzas: la figura del desempleado es terrible porque la sociedad no
tiene lugar para quien, siendo apto, no trabaja. Se entiende también el
principio fundamental que atraviesa nuestras sociedades así
estructuradas: sólo el trabajo permite la integración social, pero no
siempre el trabajo la produce pues para que el trabajo sea fuente de
seguridad y de dignidad, éste debe estar rodeado de protecciones,
atravesado por el Derecho y regulado. Sólo bajo esas condiciones se
vuelve empleo y da lugar a “cierta independencia social”, de lo
contrario el trabajo conduce a la sumisión, a la pobreza y a la
indignidad.
Castel produjo una sociología gobernada por un
principio de realidad que se imponía a sí mismo con un rigor y una
disciplina que no dejaban lugar a la mínima fantasía. En los 70 enfrentó
a quienes fantaseaban con el potencial liberador de la locura y en los
90 a quienes soñaban con “el fin del trabajo”. No hay escapatoria al
trabajo en nuestra civilización, pero el trabajo sin protección social
no es sino opresión. Castel era suficientemente independiente como para
entusiasmarse con quienes toman sus deseos por realidades. Así lo vimos
durante años escuchar impasible las críticas de quienes lo consideraban
anticuado o pesimista. Con una modestia tal vez única, se limitaba a
repetir algunas de las preguntas que orientaron su reflexión: ¿cómo
sería una sociedad que no estructure el trabajo?, ¿qué ocurre cuando el
empleo se desregula y se desprotege al trabajador? Pero también señalaba
el brutal costo social que pagan quienes, generalmente contra su
voluntad, se ven apartados del mundo del trabajo.
Denis Merklen, Recuerdos del sociólogo que diseccionó el trabajo, Ñ revista de cultura, 25/03/2013
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