Espanya, societat clientelar.
by Eva Vazquez |
Si según Karl Popper una sociedad abierta se caracteriza por ser “una
asociación de individuos libres que respetan los derechos el uno del
otro dentro del marco de la mutua protección proporcionada por el Estado
y que logra, mediante la toma responsable y racional de decisiones, una
vida más humana y rica para todos”, entonces España ha fracasado
estrepitosamente.
Dejando de lado lo engorroso de la definición (incluida quizá la
traducción del propio articulista), lo que ponen de manifiesto los
últimos acontecimientos de presunta corrupción que han indignado hasta
el límite a la opinión pública española (empezando con Iñaki Urdangarin,
pasando por Amy Martin y Carlos Mulas y acabando con Luis Bárcenas) es
que vivimos en un coto cerrado en el que los mayores enemigos de las
sociedades abiertas, los Gobiernos, las partitocracias y las oligarquías
económicas, han sabido sacar provecho de un viejo patrón organizativo
de las sociedades mediterráneas llamado clientelismo, o caciquismo en su
versión más castiza.
El clientelismo es, no nos engañemos, una variante o sucedáneo de la
corrupción. Es una forma de organización social que se salta las
fronteras geográficas, llamado rousfeti en Grecia y de la misma
forma en Italia y Portugal, y une en un mismo destino a los países del
sur de Europa y a los latinoamericanos. La principal consecuencia que el
clientelismo tiene en la vida de los ciudadanos es que el acceso a
determinados recursos es controlado por una serie de patrones, cuya
condición viene determinada por tratarse de políticos, detentadores de
poder económico o ambas cosas a la vez, que reparten dádivas a sus
clientes a cambio de su apoyo. Es un fenómeno social con raíces
profundas en nuestro país, heredado de los tiempos feudales en que una
mayoría de la población campesina dependía de los latifundistas.
La longevidad del fenómeno clientelista en una sociedad como la
española solo puede explicarse como una carencia de capital social
(usando el término del sociólogo francés Pierre Bourdieu, referido a la
suma de los recursos con los que cuenta cada individuo en virtud de sus
relaciones personales) de una mayoría de la población que carece de
acceso a los centros de poder mediante un mercado libre, unas
instituciones políticas representativas o un sistema legal igual para
todos. Al individuo sin capital social no le queda más remedio que
conectarse a redes de influencia buscando un atajo que le permita
saltarse las barreras sociales. Este atajo puede consistir en entrar a
formar parte de un partido político o, si se ofrece la posibilidad,
aprovechar las conexiones familiares que uno tiene a mano.
El clientelismo, en suma, vendría a ser una respuesta a la
persistencia de tradicionales estructuras sociales jerárquicas que
alienan al individuo y caracterizan a las sociedades cerradas. Esta
cruda naturaleza de las desigualdades sociales se expresa incluso en
Norteamérica, paradigma de las sociedades abiertas, con el famoso dicho It is not what you know, it is who you know
(“No es lo que uno sabe, sino a quién conoce”) que en román paladino
vendría a equivaler que un buen enchufe vale más que una carrera.
En las sociedades regidas por una lógica clientelista los niveles de
protesta tienden a ser más bien escasos. El individuo acepta las
situaciones injustas, tiende a desconfiar del Estado y de las
instituciones y a buscar la solución individual renunciando a la lógica,
la racionalidad o la aplicación de las leyes. La lógica clientelista
salpica a la sociedad en su conjunto y no solamente a los políticos o
los empresarios. De la misma forma que determinadas empresas que querían
beneficiarse de subvenciones o fondos públicos se aliaron con uno de
los “patronos”, por ejemplo Iñaki Urdangarin o Luis Bárcenas and company,
para compartir juntos el botín, el resto de los ciudadanos también
tratan de saltarse las reglas del sistema. Que tire la primera piedra,
por ejemplo, quien no ha conocido a alguien en lista de espera que, tras
ponerse en contacto con un familiar o un conocido, ha logrado ser
operado antes, pasando por encima de aquellos que se encontraban por
delante de él en la misma lista desde la absoluta comprensión de sus
allegados.
Lo cierto es que la vida de las empresas y cualquier organización en
nuestra sociedad depende en gran medida de sus relaciones con el
Gobierno o los partidos políticos que han asumido muchas de las
funciones de los patrones individuales en el pasado. De hecho, los
partidos políticos que, no olvidemos, se financian en buena parte con el
dinero de los ciudadanos, son la piedra angular del clientelismo. No
dejan de ser el equivalente contemporáneo, en términos de movilidad
social, de lo que era el clero y la milicia en tiempos pasados al estar
en muchos casos integrados por personas de escasa formación que ven en
la política una posibilidad de progreso social en ausencia de otro tipo
de méritos.(...)
La indignación creciente de la opinión pública española no es solo un
suceso puntual como respuesta a unos acontecimientos de corrupción y
nepotismo que se acumulan en tiempo de crisis acuciante. Es sobre todo
una reacción de hartazgo y de decepción ante una realidad indubitable:
España sigue siendo una sociedad cerrada y dual como siempre ha sido
aunque de vez en cuando se den algunos Antonios Alcántara (el personaje
de Imanol Arias en Cuéntame lo que pasó). Si alguna vez hubo un
ascensor que permitía el ascenso (y se supone que la caída también)
social de los individuos, este se averió hace mucho tiempo. España sigue
pareciéndose al reino en el que, parafraseando a la reina del relato Alicia en el País de las Maravillas, da igual que uno corra lo más rápido que pueda, ya que hay muchas posibilidades de permanecer en el mismo lugar.
El viejo sueño de que la pertenencia a Europa impondría unos
estándares en los que regiría la razón y la legalidad en nuestra
sociedad parece haberse desvanecido. Ni siquiera la dictadura de la
eficacia que parecía traer aparejada la globalización ha logrado alterar
el sistema de relaciones que rige en nuestras instituciones.
Desafortunadamente, como afirma el politólogo italiano Caciagli, el
clientelismo tiene raíces profundas. Implica “un lenguaje, unos ritos,
unos valores y símbolos, pautas de comportamiento y redes de relaciones
aceptadas por una comunidad que comparte una mentalidad”. Se adapta bien
a la mentalidad posmoderna siempre en búsqueda de soluciones flexibles
orientadas a satisfacer las necesidades individuales, al declive de las
ideologías, a la fuerza de lo local y a la personalización de la
política. El cerrojo está bien echado y sus beneficiarios lo saben.
César García, La enfermedad del clientelismo, El País, 28/03/2013
http://elpais.com/elpais/2013/02/27/opinion/1361989271_390184.html
http://elpais.com/elpais/2013/02/27/opinion/1361989271_390184.html
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