La filosofia, la ciència de l'ideal.
by Fernando Vicente |
Este artículo no es un artículo sino un telegrama que mando a los
lectores. No caeré en la tentación de agotar el limitado espacio
disponible con nombres de filósofos y títulos de libros. Citaré sólo
unos pocos para ilustrar la tesis principal. Y no mencionaré a los
españoles porque a todos me los encuentro en el ascensor. Y no porque
hubiera decir de ellos cosas poco amables. Todo lo contrario: es una
desconcertante paradoja que la ausencia de gran filosofía coincida en el
tiempo con la generación de profesores de filosofía más competente,
culta y cosmopolita que ha existido nunca, al menos en España, y yo ante
ellos, de los que tanto he aprendido, me descubro con admiración. En
todo caso temería encontrarme en el ascensor sólo a los no citados.
1 La misión de la filosofía desde sus orígenes ha
sido proponer un ideal. La gran filosofía es ciencia del ideal: ideal de
conocimiento exacto de la realidad, de sociedad justa, de belleza, de
individuo.
En lo que se refiere ahora sólo al ideal humano (paideia),
un repaso histórico urgente empezaría por Platón, que encontró en su
maestro, Sócrates, la personificación de la virtud; Aristóteles
introduce el hombre prudente; Epicuro, el sabio feliz; Agustín, el santo
cristiano; Kant, el hombre autónomo; Nietzsche, el superhombre; Heidegger, el Dasein
originario o propio… Un ideal muestra una perfección que, por la propia
excelencia de un deber-ser hecho en él evidente, ilumina la experiencia
individual, señala una dirección y moviliza fuerzas latentes. Los
filósofos citados, y otros que podrían traerse, son pensadores del ideal
y justamente eso hace grande su pensamiento y la lectura de sus textos
perdurablemente fecunda. Esta observación enlaza con el segundo de los
aspectos de la gran filosofía que deseo destacar.
La filosofía se asemeja a la ciencia en que, como ésta, su
instrumento de trabajo son los conceptos. Pero los conceptos de las
ciencias empíricas son verificados en los laboratorios o los
experimentos. En cambio, nadie ha verificado nunca las proposiciones
filosóficas de Platón. Si volvemos a Platón una y otra vez no se debe a
que la verdad de su filosofía haya sido validada empíricamente sino a
que su lectura sigue siendo de algún modo significativa. En esto la
filosofía se hermana con la literatura, no con la ciencia: dado que la
prueba explícita le está negada, el filósofo produce textos que han de
convencer, de persuadir, de seducir, y en este punto en nada esencial se
diferencia del literato que usa con habilidad los recursos retóricos
para mover al lector y captar su asentimiento. De ahí que, en la
abrumadora mayoría de los casos, la gran filosofía, pensadora del ideal
en cuanto al contenido, suele ir aparejada a un gran estilo en cuanto a
la forma. El filósofo es sobre todo, como el novelista, el creador de un
lenguaje y el administrador de unas cuantas metáforas eficaces con las
que manufactura un relato veraz —aunque inverificable— para el lector.
Esta función retórica de la filosofía es algo que, por desgracia, ha
ido echando al olvido la filosofía contemporánea acaso por el vano
achaque de querer parecerse a la ciencia. Los dos últimos libros de
filosofía realmente influyentes, Teoría de la justicia de Rawls (1971) y Teoría de la acción comunicativa
de Habermas (1981), son ambos piezas literariamente muy negligentes,
áridas, técnicas, secas y demasiado prolijas, que reclaman un lector
especializado y muy paciente dispuesto a acompañar al autor en todos los
tediosos meandros intermedios que preceden a las conclusiones,
ciertamente susceptibles de ser presentadas con mayor claridad, brevedad
y atractivo. Lejos quedan los tiempos en que los filósofos —Russell,
Sartre— merecían el premio Nobel de Literatura.
2 Un genuino ideal aspira a ser una oferta de
sentido unitaria, intemporal, universal y normativa. Ha de componer una
síntesis feliz a partir de muchos elementos heterogéneos y aun
contrapuestos. Además, debería estar dotado de intemporalidad y
universalidad porque, aunque nacido en un contexto histórico concreto,
siempre pretende tener validez para todos los casos y todos los
momentos, por mucho que inevitablemente de facto quede
relativizado por otros posteriores de signo opuesto. Por último, el
ideal no describe la realidad tal como es —ése es el cometido de las
ciencias— sino como debería ser y señala un objetivo moral elevado a los
ciudadanos que reconocen en esa perfección algo de una naturaleza que
es ya la suya pero a la vez más hermosa y más noble, como una versión
superior de lo humano que despierta en quien la contempla un deseo
natural de emulación. Que la realidad ignore la realización efectiva de
un ideal en cuestión no desmiente la excelencia de éste sino sólo su
falta de éxito histórico-social por razones que pueden ser
circunstanciales.
La tesis aquí defendida dice que, en los últimos treinta años, la
filosofía contemporánea ha desertado de su misión de proponer un ideal a
la sociedad de su tiempo, el ciudadano de la época democrática de la
cultura. La institución que durante varios siglos había sido la casa de
la gran filosofía, la universidad, se ha quedado sin iniciativa en estos
tres últimos decenios. La esplendorosa universidad alemana, otrora a la
vanguardia del pensamiento europeo y fuente incesante de nuevos
sistemas filosóficos, ha dado muestras preocupantes de pérdida de
creatividad. La vitalidad de la filosofía académica francesa o italiana
se ha apagado y ha sido sustituida por ensayos de entretenimiento,
cultivados por esos mismos académicos doblados de divulgadores o por
periodistas y profesionales que escriben sobre temas de actualidad
económica, política, social, moral o sentimental, oportunamente
confeccionados para complacer la curiosidad de un público mayoritario,
no versado, en una alianza consumada hace poco entre el ensayo
generalista y la industria editorial, dispuesta a explotar a escala
global la demanda de un mercado de lectores potencialmente amplio. En
esto, como en otras cosas relacionadas con la mercantilización de la
cultura, la industria editorial de Estados Unidos ha sido pionera y
extraordinariamente potente; allí es aún más marcada que en Europa la
separación entre la sociedad y la universidad, la cual, replegada en su
campus, propende al especialismo extremo. Por lo que a la filosofía se
refiere, la academia norteamericana estuvo tradicionalmente dominada por
la escuela del pragmatismo heredero de William James, por el
positivismo analítico después y en el último cuarto de siglo —en un giro
que denunció Allan Bloom en su resonante The Closing of American Mind (1987)— por el posestructuralismo y los cultural studies, alérgicos de suyo a la gran teoría humanista, integradora y universal que, entre unos y otros, permanece hoy sin dueño.
3 En ausencia de gran filosofía, lo que con el
nombre de filosofía encontramos en estos últimos treinta años se compone
de una variedad de formas menores que serían estimables y aun
encomiables si acompañaran a la forma mayor pero que, sin el marco
comprensivo general que sólo ésta suministra, acusan la insuficiencia de
dicha orfandad teórica.
La primera de estas formas se hallaría representada por la filosofía
que hoy se practica mayoritariamente en la universidad, donde la
filosofía se permuta por historia de la filosofía. Una filosofía
indirecta, mediada por una tradición filosófica reverenciada y al mismo
tiempo puesta del revés. Richard Rorty, Charles Taylor o Hans Blumenberg,
tan distintos entre sí, representan la mejor versión de este modo
vicario de filosofar. Es filosofía, incluso buena filosofía, pero no
gran filosofía porque carece de intención propositiva, abarcadora y
normativa, de una imagen del mundo completa y unitaria. En el ámbito
académico se aprecia una resistencia, casi una negación de legitimidad, a
enfrentarse a la objetividad del mundo directa y autónomamente, como
hicieron los clásicos del pensamiento, sino sólo, precisamente, a través
de una reinterpretación de esos mismos clásicos. Pensar es haber
pensado. Todo está ya escrito, nada realmente nuevo cabe decir. No se
trata ya de hablar de la vida, sino sólo de libros que hablaron de la
vida: Marx, Nietzsche, Freud o Walter Benjamin.
Esta aproximación revisionista se torna programa en el
“posestructuralismo”: la deconstrucción de Derrida, las arqueologías de
Foucault, los retornos de Deleuze a Spinoza, Nietzsche o Bergson, o esa
revolución poética que para Kristeva rompe la aparente unidad del
pensamiento, entre otros nombres posibles, abrieron camino para una
multitud de posteriores hermenéuticas del pasado que hoy llenan los
anaqueles de las bibliotecas universitarias —tanto como escasean en las
bibliotecas de las casas particulares, en parte porque parecen escritas
en “gíglico”, el lenguaje inventado por Cortázar para Rayuela—
y cuya originalidad reside en la constante revisión de la tradición
filosófica desde el punto de vista de la lingüística, el psicoanálisis,
el lacanismo, el marxismo, la crítica literaria, el feminismo o el
poscolonialismo. Un exponente de este método híbrido, animado con
ingredientes histriónicos que le han granjeado el buscado éxito
mediático, sería la obra de Slavoj Zizek. Sin desdeñar esos mismos ingredientes, pero con mayor aliento filosófico, cabría emplazar aquí la abundante bibliografía de Peter Sloterdijk.
Cercana a esta forma de filosofía y a veces indistinguible de ella
estaría esa literatura, hoy todo un género, que pronuncia una solemne
sentencia condenatoria contra la modernidad en su conjunto. Como es
evidente que la sociedad democrática, al menos en el último medio siglo,
ha proporcionado dignidad y prosperidad al ciudadano sin parangón con
tiempos anteriores, la actual filosofía hermenéutica heredera de
Nietzsche-Heidegger, por un lado, o aquella de raíz marxista en la
estela de Dialéctica de la Ilustración de Adorno-Horkheimer, Marcuse y
la Escuela de Frankfurt, por otro, creen adivinar unos fundamentos
ideológicos ocultos que estarían alienando taimadamente al ciudadano sin
que éste lo supiera y, contra todas las apariencias, restituyéndolo a
la antigua condición de súbdito. El Holocausto judío es traído al centro
de la meditación filosófica como prueba del fracaso definitivo del
proyecto moderno y hay quien como Giorgio Agamben —en su trilogía Homo sacer—
se atreve incluso a proponer el campo de concentración nazi como
paradigma del espíritu de las democracias contemporáneas. En el delta de
esta impugnación total de la modernidad desembocan por igual, afluentes
procedentes de la derecha y la izquierda, hermeneutas como Gianni Vattimo, fundador del “pensamiento débil”, y críticos posmarxistas de las ideologías como Antonio Negri, autor (con M. Hardt) de Imperio
(2000). No raramente, la crítica a la modernidad adopta la modalidad de
denuncia de un sistema capitalista que convertiría al ciudadano en
consumidor enajenado, mayormente por culpa de las multinacionales, cuyas
estrategias de dominación analiza Naomi Klein en No logo (2000). Escritos antisistema del prestigioso lingüista Noam Chomsky alimentan de contenido panfletos y libelos producidos por activistas y movimientos antiglobalización, algunos de gran difusión.
A falta de un marco general, la filosofía echa mano ahora de esos
socorridos “análisis de tendencias culturales” que nos explican no cómo
debemos ser (ideal) sino cómo somos, las más de las veces expresado con
un matiz reprobatorio: somos una sociedad-líquida (Zygmunt Bauman) o una sociedad-riesgo (Ulrich Beck).
Por la misma razón, la filosofía ha experimentado recientemente un
“giro aplicado”, uno de cuyos iniciadores fue el filósofo animalista Peter Singer.
Ese giro supone el esfuerzo por determinar unas reglas éticas para
sectores específicos de la realidad como el mercado (ética de la
empresa), el cuerpo (bioética), el cerebro (neuroética), los límites de
la ciencia y la tecnología, los animales o la naturaleza. En los últimos
años la filosofía práctica ha disfrutado de mucha más atención general
que la hermenéutica heredera de Gadamer y ha suscitado amplios debates
entre los que destaca la contestación al liberalismo por el
comunitarismo de las costumbres (Sandel, MacIntyre) y por el
republicanismo de la virtud (Pocock, Pettit). Uno de los principales
continuadores de Habermas ha sido Axel Honneth y su La lucha por el reconocimiento
(1992); también a Rawls le han salido muchas secuelas, siendo una de
las últimas el “enfoque de las capacidades” desarrollado por la
polígrafa Martha Nussbaum, quien asimismo ha contribuido a los estudios
feministas y posfeministas que filósofas como Nancy Fraser, Seyla
Benhabib o Judith Butler han llevado a una segunda madurez.
4 La tesis era que en estos últimos treinta años no
ha habido gran filosofía por la deserción de su misión histórica
consistente en proponer un ideal. Varios factores culturales parecen
haber conspirado para causar este resultado deficitario.
Los crímenes contra la humanidad perpetrados por los totalitarismos
se han cometido con harta frecuencia en nombre de una utopía, como
señaló con énfasis Popper en La sociedad abierta y sus enemigos, lo cual ha inoculado al hombre actual esa insuperable alergia hacia lo utópico que destila Günther Anders en La obsolescencia del hombre. Por otro lado, la condición posmoderna sospecha de los llamados grands récits
que se quieren unitarios (Lyotard), siendo el ideal filosófico
indudablemente uno de esos desautorizados grandes relatos, de manera que
el prefijo “pos” que caracteriza el presente (posmoderno,
posestructuralista, poshistórico, posnacional, posindustrial) incluye
también una posteridad al ideal y su resignada renuncia sería el precio
exigido por ser libres e inteligentes. Por último, se insiste en que la
complejidad de las democracias avanzadas de carácter multicultural no se
deja compendiar en un solo modelo humano, a lo que se añade que, por su
parte, las ciencias se han especializado tanto que resulta iluso
cualquier intento de síntesis unitaria. Los títulos de tres celebrados
libros de Daniel Bell conformarían otros tantos eslóganes de la
imposibilidad del ideal en el estado actual de la cultura: El fin de las ideologías, El advenimiento de la sociedad post-industrial y Las contradicciones culturales del capitalismo.
La consciencia nos hace libres e inteligentes, pero ¿y después? Quien
hoy hace alarde de su resignación suele recibir el aplauso general.
¡Qué lúcido!, se dice de ese pesimista satisfecho, como si su fatalismo
fuera la última palabra sobre el asunto, merecedor de ese ¡archivado!
con que Mynheer Peperkorn zanja las discusiones en La montaña mágica de Thomas Mann.
Pero el propio Mann en su relato favorito, Tonio Kröger, alerta sobre
los peligros de ese exceso de lucidez que conduce a las “náuseas del
conocimiento”, como las que estragan el gusto de esos espíritus
delicados que saben tanto de ópera que nunca disfrutan de una función,
por buena que sea, porque siempre la encuentran detestable. La
hipercrítica es paralizante si seca las fuentes del entusiasmo y
fosiliza aquellas fuerzas creadoras que nos elevan a lo mejor. Sólo el
ideal promueve el progreso moral colectivo; sin él estamos condenados a
conformarnos con el orden establecido. Preservar en la vida una cierta
ingenuidad es lección de sabiduría porque permite sentir el ideal aun
antes de definirlo.
Si, tras este hiato de treinta años, la filosofía quiere recuperarse
como gran filosofía, debe hallar el modo de proponer un ideal cívico
para el hombre democrático… y hacerlo además con buen estilo.
Javier Gomá Lanzón, ¿Dónde está la gran filosofía?, Babelia. El País, 16/03/2013
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