El que la prohibició del tabac amaga.
Tomemos un primer índice de nuestra ideología, una pequeña muestra en
la que realizar una fenomenología en crudo de nuestra intolerancia
estructural, este integrismo que, según algunos, constituye el cemento
de nuestra pluralidad. ¿Qué ha de ser excluido para que se mantenga
nuestra epistéme moderna? Siguiendo el método de Foucault con
la locura, indaguemos qué campo interior se fortalece desde el exterior
representado por el humo y la lucha contra el tabaquismo.
Nadie debe preocuparse. No se trata de una investigación histórica
que se remonte a la lista de las distintas prohibiciones con las que el
poder ha mantenido sus prerrogativas. Tampoco se van a discutir los
efectos nocivos del tabaco en el organismo, muy distintos para cada
fumador y para cada cuerpo. Lo que se discute es el sentido metapolítico
de esta alucinante campaña incriminatoria que está en marcha,
incluyendo la catalogación de un nuevo tipo de apestados y su
concentración en zonas especialmente marcadas. Con el tabaco, en algún
sentido, el sistema tiene razón. Lo prueba el hecho de que es imposible
desentrañar el significado de esta iniciativa intimidatoria sin sacar a
la luz todos los fantasmas de nuestro orden de poder. En suma, es
imposible hacerlo sin "afrontar un espectáculo inesperado: el striptease de nuestro humanismo"[1].
Por supuesto que, no menos que el automóvil o el trabajo, el tabaco
puede estar vinculado a un tipo bastante estúpido de autoagresión,
incluso de suicidio. Pero, qué se le va a hacer, hasta Freud sabía que
la libertad es peligrosa, pues incluye en último término la forma de
morir. La cuestión es otra. Imagínense que se demuestra científicamente
que la televisión produce una nueva especie de cáncer, cosa no
descartable a juzgar por el color macilento del televidente medio. Pues
bien, ¿podemos en verdad creer que ese descubrimiento pasaría los
primeros filtros de la censura? "El tabaco mata". De acuerdo, pero es
que la vida mata: ¿no odiamos la vida, la vida elemental, precisamente porque mata?
Y además, ¿qué hay de nuestra exhaustiva jornada laboral? ¿No mata? ¿Y
el uso escénico de la infancia? ¿Y la contaminación general, empezando
por la informativa? ¿Y la carretera?
Por otro lado, ¿desde cuándo la publicidad tiene alguna relación con "la verdad"? ¿Se imaginan el mismo letrero, mata,
para toda la basura legalmente enlatada que tragamos en forma de
comida? O bien: "La empresa le anuncia que Gran Hermano le convertirá en
un perfecto idiota". O bien: "El laboratorio le comunica que este
antihistamínico puede hacer de su hijo un alérgico crónico". En fin,
sería el fin del negocio tardoindustrial.
También el sexo en demasía hace daño, y el exceso de rezos, de
informática, de estudio o deporte. Cada cual debe arreglárselas como
pueda en ese equilibrio difícil entre uso y abuso, siempre inestable.
Ahora bien, con la cantidad impresionante de productos nocivos que
ingerimos a diario, empezando por la materia nauseabunda de nuestra
"seguridad alimentaria", ¿por qué le ha tocado al tabaco estar en el
centro de una campaña coactiva sin precedentes? El autor de este libro,
que casualmente no fuma, está impresionado por esta repentina
preocupación del Estado por la salud de sus súbditos, a los que sin
embargo machaca por doquier. Tal vez la cuestión clave se localiza en la
única idea fija implícita a este genial encubrimiento de la ideología
que es la sociedad tecnológica. La crispada empresa social contra el
tabaco (¿la aliviará la crisis económica?) nos permitirá localizar el
envés de nuestra transparencia, el espectro que recorre los
bajos sombríos del consumo. A diferencia de los tiempos de Marx, pueden
suponer que ese fantasma no es el del comunismo. Sin embargo, nadie
garantiza que no afecte a una especie de comunismo de los sentidos.
El tabaco ha pasado a ser crecientemente intolerable sólo en nuestra
atmósfera de transparencia total. Ha concentrado, en medio del culto a
la alta definición, nuestra intolerancia radical a la indefinición que
es esencial a vivir. La exposición obligatoria de las vidas en toda
clase de pantallas ruidosas, y su reverso dialéctico, el blindaje
silencioso de la privacidad (¿qué sería del mito de la comunicación y de
la informática sin esta doble coerción legal?), explica que el
tradicional humo del tabaco interrumpa la visión panóptica, la
inmanencia de nuestros espacios traslúcidos. Las exhalaciones del
cigarro representan un insoportable resto analógico en un mundo
correcto, que no ha dejado de ser correcto incluso con el terrorismo, o
el fantasma de la crisis, como envés del sistema. El humo señala un
cadáver, un resto del viejo mundo de la dualidad, del exterior natural.
Fumar recuerda la relación del hombre con las plantas, con las
emanaciones del sector primario, un resto agrario subsistiendo en
nuestra sociedad de infinitos interiores azulados. Este resto de opaca
trascendencia representa un vaho no simbolizable de lo real que, en una
planicie social que quiere ser fluida, tan plural como la vida misma, ha
de ser eliminado. El humo es el signo de un material no digitalizado,
no reciclable. Y el reciclado, desde los seres humanos hasta los
residuos industriales, es la única ideología de una sociedad endogámica.
Hablamos del consenso infinito que ha de liquidar cualquier resto de
singularidad, todo lo no deconstruíble por la informatización total.
La materia prima de nuestra industria terciaria es, en última
instancia, la nueva humanidad numerada, la plasticidad misma de lo
social. De la oficina al automóvil, del apartamento al McDonnald's, de
la televisión al ordenador, vivimos en una sociedad de continuos
interiores que intenta cortar cualquier relación directa con la
exterioridad, un mundo primario que dejamos para los parias inmigrantes.
En los centros públicos y de trabajo, es preciso salir fuera para
fumar. Justamente, el problema del tabaco es la prohibición social del
afuera, de un exterior que siempre “humea”. Esta sociedad prefiere el
mal humor al humo, necesita ciudadanos todo el día cabreados,
drogodependientes, sociodependientes, que es lo que se persigue para
mantener el negocio del ocio. El fumador tenía el peligro de poder estar
a gusto consigo mismo, consumiendo su propia sustancia, sin depender de
las redes. ¡Fuera con ellos! La aldea global es una sociedad de
sucesivos nichos, un continuum de cobertura técnica. La emisión
continua debe interrumpir la relación con lo real, salvarnos de ella.
Por tanto, en este capitalismo terciario también las enfermedades deben
ser otras, sofisticadas, ondulatorias, complejamente especulativas.
Frente al posible tórax ennegrecido, que recuerda demasiado a la
resistencia de la conciencia en el mundo industrial, nuestra opción es
el cerebro blanqueado del bienestar digital. La muerte, está claro, se
colará por otro lado, en las nuevas enfermedades silenciosas, pero se
trata precisamente de que el sujeto desaparezca de manera correcta.
Antes el fantasma era el sexo, fuente problemática de
experimentación, interruptor del recogimiento higiénico. Ahora ha de
serlo el tabaco, mientras el sexo obligatorio realimenta el autismo
interactivo del sujeto. Lo importante es localizar en cada caso una
figura del mal, que se sepa dónde está la metáfora principal de la
exterioridad, de una existencia que debe quedar fuera. Localizar su
significante principal, como decíamos antes. Pronto será el alcohol, la
obesidad o la depresión, nos aseguran.
Primero el fumador fue un modelo industrial del individuo-chimenea, a
imagen de la fábrica. Después, el ritmo postindustrial (cigarrillos
rápidos, impregnados con amoníaco y alquitrán para que no se apaguen)
fabricó fumadores compulsivos, con una dependencia química inserta en
los pulmones saturados. Aún hoy en día el precio y la calidad de los
cigarrillos con filtro, excepto alguna marca rara (¡los deliciosos American spirit!),
no guarda ninguna proporción con el tabaco que se vende suelto. Pero el
ritmo de este tabaco que hay que "liar", sea en cigarrillos o de pipa,
es demasiado lento. En esos casos, el consumo rápido e indiferenciado es
prácticamente imposible. De modo que tales modalidades se dejan para
los caprichos de la elite intelectual, mientras el cigarro puro (Cuba en
el punto de mira) queda directamente para las bodas.
En un ambiente climatizado, la contaminación del tabaco es
intolerable ante el modelo perfecto de la contaminación electrónica; la
producida por la velocidad de las informaciones, por la televisión, los
ordenadores y, en general, la contaminación bacteriana que sufrimos por
lo social. De manera que, debido a esta sensibilidad refractaria a la
heterogeneidad de lo externo, el coste médico del hábito de fumar está
contabilizado hasta el céntimo. Ahora bien, como en el caso del alcohol,
en la cuestión del tabaco no está en juego un mero cálculo de lo que
cuesta a las arcas del Estado el vicio de fumar, aunque sea un factor
sin duda importante. Los detectores generalizados de humo, la histeria
contemporánea en torno al cigarrillo, en una cultura donde se producen
al año, por suicidio o en la carretera, una cantidad monstruosa de
muertes violentas, es resultado del modelo de desaparición que destina
el capitalismo para sus miembros. Hay que morir como Dios manda, como
exige la religión mayoritaria de la época: de estrés, de infarto o
metástasis cancerígena, de sobredosis de trabajo, practicando deportes
de riesgo o conduciendo. En otras palabras, es preciso morir a causa de la velocidad,
no de la lentitud propia de la vida, de las drogas, el alcohol o el
humo, mucho menos de la melancolía que produce el pensamiento.
Nada, en suma, de muerte natural. Mejor una eutanasia que, con la
velocidad química inyectada en el cuerpo, está a las puertas como una
oferta más para mantener la moralina incuestionable del control social.
Así pues, estamos en una vieja historia. El mismo Estado-mercado que nos
ha envenenado, nos castiga ahora por estar "enganchados". Es lo que
decía con cierta gracia un empresario hace dos años, hablando con
entusiasmo de la "guerra" de Irak: es necesario crear un problema para
poder después crear una solución al problema. De esta manera, el círculo
del poder social sigue en bucle hasta el infinito, alimentando la
religión que, como decía Lacan, al final debe triunfar.
Tecnología punta, alta precisión, imagen definida, lenguaje correcto,
guerra justa. Por todas partes, el integrismo ideológico que no deja
resto, ni siquiera de ideología. Lo sobrante (el fumador, la juventud
violenta, el inmigrante, las naciones rebeldes), una vez castigado, será
reciclado. Mientras el Estado obtiene sustanciosos beneficios fiscales
de los pocos fumadores interiores que quedan, y de la exportación del
mismo veneno industrial a los países no desarrollados, el tabaco será
crecientemente prohibido entre nosotros porque su humo es signo de lo no
económico del tiempo, de una comunión casi agraria con el tiempo
muerto. El humano que fuma, que se enciende y apaga con el tabaco, de
alguna manera se equipara al resto de la materia terrena, de la
humanidad exterior. Y nosotros, salvo el caso de los jóvenes y la
población de las barriadas inmigrantes (parientes de los que pueden
morir como ratas en los barrios de Nueva Orleans o en Gaza), hemos
elegido el modelo de una vida transparente que nos aleja del pasado y de
todo lo elemental. Modelo que nos aleja también de una relación dual
con la naturaleza que aún tolerábamos en otras fases de la modernidad.
Sólo está permitido "fumar" comunicación, paquetes de mensajes
integrados a la velocidad de la luz. Antes de pararse a pensar, la
información ya se ha volatilizado. Por contra, el humo es lento, siempre
deja una nube. Así pues, los blancos demócratas deben inhalar
información. La gente chocolate y los inmigrantes, que fumen lo que quieran. Al fin y al cabo, nunca serán cristalinos.
Como el alcohol, el tabaco provoca repulsión en el aire climatizado
de una sociedad que ha perdido la relación con el exterior, incluso con
la naturaleza que se rozaba a través del esfuerzo físico y el sudor. La
criminalización del tabaco proviene del cara a cara obligatorio en la
cultura masiva (metro, ascensor, oficina, restaurante), con un ciudadano
que quiere estar aislado y, al mismo tiempo, conectado en una
promiscuidad autista. Conectado a cualquier lejanía, pero hipersensible a
los efluvios del prójimo, para el ciudadano actual el fumador apesta: lo que antes se decía de los negros.
Añadamos a esto una cuestión sutil, la tácita prohibición de la parada
que, a través de la velocidad del recambio consumista, imponen nuestros
medios de formación de masas. El problema, dentro de una sociedad
carnívora que vive de la enfermedad de sus miembros, no es la salud de
los ciudadanos, sino el “tiempo muerto” que el tabaco facilita, esa
detención improductiva que posibilita una comunidad puntual. Pensemos
hasta qué punto en el mundo moderno el cigarrillo estaba ligado a la
calma de un tiempo vacante, a un alto en la cadena de producción, a un
tiempo propio y una forma de confraternizar incluso con el rival. El
pitillo entre los presos y entre los obreros, la conversación, las
preguntas sobre la familia, la ojeada al entorno. El último cigarro del
condenado a muerte: el recuerdo de una vida entera, la despedida de los
padres, la oración, los ojos vidriosos. Con la ceniza del cigarrillo es
como si uno aceptara también fundirse con el tiempo mortal. Al fumar es
como si muriera el tiempo entero, pero ahora es precisamente rozar un
término lo que está prohibido por la cultura de la infinitud
obligatoria.
Quizá también se teme que al hombre le puedan asaltar ideas que no
están en los medios, que brotan de los recovecos de la existencia, y no
de la sociedad. ¿Los meandros del humo están prohibidos porque lo están
también los meandros de la vida misma, demorarse en las esquinas no
productivas? Es posible, pues las luces postmodernas deben circundar la
tierra, protegernos con una cobertura "global". El Sur está en
entredicho. Está prohibido atender al demonio del reposo, habitar un
meandro del tiempo donde podría colarse algo, donde podría
invadirnos alguna idea no codificada. ¿Qué es la cultura del
entretenimiento más que un dispositivo masivo para evitar eso, para
invadir el ocio?[2] ¿No estará también el pánico al paro relacionado con el miedo a la desconexión social, a no poder emplear el tiempo de la existencia, a no poseer la cobertura de la interactividad pública?
El humear de una parada, en medio de las prisas diarias, es un
pliegue opaco del tiempo, símbolo además del vacío que puede dar lugar
al pensamiento. Es normal que esto resucite todos los demonios de
nuestro integrismo sociotecnológico. A la vez, decíamos, el cigarro es
un resto del viejo mundo, un signo de la autosuficiencia de la persona
singular, del Dasein que consume su propia sustancia. Mientras
esperas, sentado en el atardecer de una escalera a que llegue la hora de
la cita, la ceniza del cigarrillo se confunde con la ceniza del tiempo
que muere. La persona que fuma, aspira en su fondo sombrío y comulga con
el espíritu de la materia. No deja de ser el emblema de la finitud, de
una humanidad que humea, como si no estuviera del todo aquí,
como si viniera de otro lado y fuera hacia otro lado. Y esto está hoy
prohibido, al menos, mal visto. Para empezar, el humo recuerda
excesivamente al virus de la duda. Lo cual es excesivo para la
inmanencia de nuestro capitalismo especulativo, para el aligeramiento
vital que pretende. Se diga lo que se diga, produce inquietud un
individuo que no se socializa, que no interactúa constantemente, que se
guarda una segunda existencia. Y el tabaco recuerda a eso. Hasta
Internet se ha inventado para que la privacidad, incluso la más
escabrosa, se pueda conectar rápidamente a la circulación general. Lo
mundial es un efecto de la privacidad expandida. Una vez más, nada de restos opacos.
Es cierto que el actual orden terciario es curvo, comparado
con la línea rígida de la modernidad clásica. Pero se trata de una red
de curvas diseñadas, en definitiva, una trama de rectas complejas (el
misil inteligente, la matemática fractal, la lógica difusa, la maraña
informática) que en absoluto cuestiona la cultura platónica en
la que nos movemos. La alta cultura de las vidas trazadas como una
trayectoria, guiadas por una cabeza buscadora que excluye el sentido de la tierra
(Nietzsche) y la “esencia”, sin concepto, de la existencia. En esta
cuestión elemental, bajo las líneas geoestratégicas de las distintas
potencias nacionales, sigue consistiendo la naturaleza del actual choque
cultural. En el 11 de septiembre, de hecho, sigue chocando la recta
despiadada de las Torres con la curva reactiva del humo y la bola de
fuego. Y en Madrid y Londres se repite la historia, la línea del
ferrocarril rota por la curvatura terrorífica de las explosiones. El
terrorismo no deja de ser un regreso letal de la curva mortal
abandonada, ese humo de vivir que hemos demonizado.
Con la hostilidad hacia el tabaco se trata también de demostrar que
la Ley se cumple, incluso a rajatabla, a bajo coste... y sobre la
espalda de una gente más o menos despreciable. Por ejemplo, en los
Institutos de enseñanza secundaria europea las aulas pueden estar
repletas de estudiantes y el presupuesto para profesores y libros puede
ser ridículo. Ahora bien, está prohibido tajantemente fumar en los
baños, recreos, patios, y esto se cumplirá al dedillo. En algún Tercer
Mundo la Ley ha de cumplirse ejemplarmente para así mantener su ideal y
que su realización pueda ser absolutamente flexible en primera línea, en
la corrupción de alto nivel.
Y por encima de todo, una moraleja que se ha recordado cien veces: no podemos vivir sin judíos, sin una estirpe de humanos a los que se pueda marcar
como sustancializadores del mal, del atraso, de la irregularidad opaca.
En suma, no podemos vivir sin una clase de gente a la que concentrar,
reeducar y “ayudar” a reciclar. Como en el caso de los palestinos, los
serbios o los musulmanes, el ideal es presionarlos, cercarlos; así hasta
que se rindan y pidan ayuda. Recordemos que también los nazis numeraban
a los judíos para "ayudarles", incluso con la colaboración de las
propias víctimas, a dejar de ser lo que eran (Arbeit macht frei!).
De acuerdo, la diferencia es abismal: se gaseaba a los que ya no eran
útiles, mientras ahora el reciclaje es infinito. Hasta el enfermo
terminal, el asesino masivo, el deprimido profundo, el cadáver, son
útiles y largamente reutilizables. En un caso y en otro la propaganda
previa, gigantesca, es clave para que la campaña tenga éxito. Una
campaña fácil, demagógica y ganada de antemano, hay que decirlo, igual
que las guerras justas a las que últimamente estamos acostumbrados. Con
ellas nuestra sociedad tiene la oportunidad de blanquear su malestar y
aliviar un poco su presión interna, dejando "pasar al acto" la violencia
que estaba latente por todas partes, esta hostilidad sorda que brota de
la neutralización de la vida.
Veamos. Si los nazis no han ganado la guerra, ¿por qué todo el mundo quiere ser rubio?
Hasta la gente morena, por su brillo niquelado, parece rubia. Pues
bien, es en este ambiente de fascismo de balneario, cargado de pantallas
azules y virtualidades ario-digitales, donde la opacidad del humo
resulta repugnante, groseramente analógica del espectro de una
existencia atrasada. ¡Incluso en Galicia, en agosto de 2006, mientras el
humo de los incendios impedía respirar a la gente! Y también en la
estadounidense Zona Verde de Bagdad, mientras el resto de la ciudad
temblaba por las explosiones. Al parecer, el tabaco representa algo que
asociamos a lo irregular de la tierra, a las curvas del afecto, al
misterio preocupante de una comunidad que no interactúa, que no se
conecta. En este punto, comparada con la relativa tolerancia de la
modernidad clásica, el dinámico racismo de la postmodernidad "débil",
alérgica a todo lo que huela a subdesarrollo comunitario, es
infinitamente más eficaz, más ágil, más integral. Esta nueva violencia
consensuada expresa la histérica aversión al vacío, a la imposibilidad
que está en el centro de lo real. De manera que la multiplicidad
consumista, con variantes incluso "étnicas", rellena constantemente el
uno de la indiferencia, auténtico motor de la información y del
nihilismo de mercado. Como decía Nietzsche: Ningún pastor, un solo rebaño. ¡Qué premonición, cuánto tiempo llevamos en esta ortodoxia!
Llevamos también mucho tiempo en esta idea fanática: la existencia no
existe. Al menos en Europa, la filosofía (y la izquierda) han hecho lo
que han podido para apoyar este dogma cultural del capitalismo. Tal es
en todo caso el pensamiento único que sostiene continuamente las
espectaculares ondas de la moda. Por si fuera poco, junto a los meandros
de la vida, el humo tal vez recuerda demasiado a la caligrafía un poco
terrorífica de las culturas exteriores, árabes, asiáticas o eslavas. Las
volutas del tabaco sugieren demasiadas emanaciones orientales. ¿No es
el humo un poco fundamentalista, no recuerda demasiado a las medinas
de Marruecos, de Siria? De ahí que una especialista, con preclara
intuición, pueda decir sin empacho: hay que erradicar el tabaco como el
terrorismo.
Peinado y maquillaje. Pantallas planas, vientres planos, perfiles definidos. Todos contra la indefinición del tabaco. Que nadie humee,
como si estuviera descontento, como si no estuviera del todo aquí, en
esta pulsación instantánea de la actualidad social. ¿Como si fuera un
"intelectual"? Deleuze hablaba constantemente de aprovechar las
consignas para buscar un punto de fuga, huyendo minoritariamente
de cualquier mayoría instituida, incluida la de "las mujeres". Pues
bien, la cuestión es que la fuga es inconcebible en una sociedad al fin
plural, cuyos espacios de encierro se confunden, punto por punto, con la
imagen del exterior. Así es el fin de la historia[3].
Nuestro orden social es tan democrático que todos los que se quieran
fugar de él son inmediatamente sospechosos de enfermedad, desvarío,
violencia.
Por lo demás, esta furiosa campaña en curso (es un escándalo la cara
que le llegaron a poner a los fumadores "culpables" en los carteles del
metro madrileño) obedece a lo que podíamos llamar el “toque de queda”
postmoderno. ¿Qué sería del negocio mundial de la comunicación sin el
actual arresto domiciliario del ciudadano medio, arresto para
el cual vienen como anillo al dedo los constantes miedos inducidos que
son eje de la información? ¿Qué sería de la interactividad sin esa
previa interpasividad inyectada? Se trata de que el individuo
se encapsule, se insularice en la cáscara de su privacidad. Sin ir más
lejos, ¿qué es lo que el irónico Rorty le echa en cara al trágico
Foucault sino que extienda al plano público de la democracia las
tortuosas ideas de su privacidad? Éste es el punto: la intocable separación,
curiosa palabra, de lo público y lo privado. Sobre este pivote, de
infinita violencia simbólica, convergen izquierda y derecha como si
fuera el eje mismo de su alternancia.
Se trata únicamente de mantener la voluntad de separación, la ilusión
de discriminación. "Cada desarrollo de la sociedad mercantilista exige
la destrucción de cierta forma de inmediatez, la separación lucrativa en
una relación con aquello que estaba unido"[4]. La cuestión clave es elevarnos, uno a uno, como ahora ordena un poder capilar,
por encima de la repugnante cercanía, también del común de las naciones
aún ligadas a la tierra, al atraso del sector primario. En vez del
humo, demasiado grosero y significativo de la inmediatez terrena, la
"nieve" de las pantallas, la "nube" de los ansiolíticos. La religión de
la transparencia total sólo tolera una opacidad adelgazada, flotante, táctil.
La derecha civilizada y la izquierda clonada, las dos fluyendo hacia
el centro. Un centro infinito, por cierto, como una inagotable pista de
patinaje, tan única como plural. Entre las dos caras de la alternancia,
se trata de mantener encerrado al individuo en su atomismo, atado a su
atomización. Ya se ha dicho en otros sitios: en más de un sentido, esta
época ecológica sigue siendo nuclear. La política del
entretenimiento, la combinación de miedo apocalíptico y espectáculo
orgiástico, no tiene otro fin que el de incidir en la pulpa misma de la
vida. La triunfante comunicación es la veloz interactividad de átomos
aislados. Y el tabaco estorba en esta pantalla total porque contamina al
prójimo, comunica directamente con él, hiriendo el dogma de la mediación sin fin.
Sobra decir que un profundo pesimismo sobre la vida es la base de
nuestra euforia técnica, de la socialización a ultranza que promueve.
Vivimos en una ampliación del campo de batalla: de la lucha de clases a
la agresividad de la comunicación, de los grandes bloques a una
rivalidad interminable en red, cuerpo a cuerpo, perfil a perfil, sexo a
sexo. El Estado-mercado sólo es el árbitro de esta actualización
hobbesiana de la guerra de todos contra todos… y de cada uno contra sí
mismo. Lo cual explica que el prójimo deba protegerse en su mutismo, en
una reserva inescrutable, en esa inmediatez ambigua que brota de la
renuncia a la singularidad en nombre del consenso. Estruendo hacia lo
público, mutismo en la cercanía: ser espectacularmente visible es la
forma de camuflarse, de hacerse invisible. Los humanos que nos rodean
son cada día más amorfos porque han traicionado su intransferible
forma-de-vida, que nacía de un diálogo con el "humo" de la muerte, en
nombre de la fluidez informativa, del pluralismo transparente del
mercado. Frente a esta ideología sin ideas, el tabaco recuerda demasiado
a la sombra de una comunicación directa, a una singularidad que vive de
lo incomunicable, con su invitación a entrar en el rostro del otro.
Y esto es lo prohibido, manchar al otro con las emanaciones
elementales de la existencia, sin pasar por la red medial de
homologación. Del mismo modo, dicho sea de paso, que a las chicas
musulmanas que llevan el velo en las escuelas de nuestras sagradas
naciones democráticas, les decimos: que se metan su religión, como el
humo, donde les quepa. Nada de "signos ostentatorios" que atenten contra
la sacrosanta distinción de lo público y lo privado, esto es, contra el
imperio público cuyo motor son siempre poderosas sectas sumergidas.
Mercado y Estado sepultan en lo privado todo lo sobrante de la
transparencia, lo reenvían a un Tercer Mundo de opacidad que pronto
alimentará el escándalo de lo público. Los nuevos vicios privados que
resulten de esta coacción seguirán moviendo las virtudes públicas, el
morbo del espectáculo, el circuito semiclandestino de la diversión.
Nosotros, como intelectuales, profesores o periodistas, apenas sabemos
nada de esto. Pero interroguemos al consumidor clandestino que se
esconde bajo nuestra identidad. Interroguemos a algunos psicoanalistas y
psicólogos, también a algunos policías, acerca de cómo la violencia
toma actualmente derroteros intrincados, extremadamente aberrantes,
jurídicamente indescriptibles.
En fin, como dice Badiou, no se debe mostrar aquello que no es
mercancía; cada hombre y mujer debe enseñar sólo lo que está en venta. Y
el humo se lo lleva el viento, es un despilfarro que no circula, como
el tiempo muerto que no se emplea en nada. Es la insignia de una
fracción temporal despilfarrada dentro de una religión de pleno
empleo del tiempo. ¿Acaso es otra cosa la comunicación, la cultura del
entretenimiento? ¿Es otra cosa la complejidad constantemente renovada de
la informática, con el enredo durante horas y horas en problemas
absurdos que ningún especialista entiende? De paso, se puede levantar
otra sospecha: ¿la basura que circula en la Red es algo más que una
versión suave del regreso de lo reprimido, del viejo humo de la
existencia expulsado de lo común por el filtro implacable de las nuevas
tecnologías? Al poner éstas la distancia por doquier, la cercanía queda
inerme, al albur de toda clase de regresos. Regresos para los
que ya no tenemos instrumentos, aquella tecnología punta de la vida
desnuda que formaba parte del "atraso" de la existencia, de su intuición
primaria.
Tenemos que estar aislados y mutilados para poder ser
multiconectados, para que nos pueda contaminar hasta la médula el
dispositivo mundial de la información, de esta integración de Mercado y
Estado dirigida por una nueva elite. No quisiéramos exagerar más de lo
imprescindible, pero igual que el que va a ser electrocutado en Texas
necesita antes ser curado de la gripe, de otra manera parece que no es
ejecutado del todo, ¿pasará lo mismo con el consumidor, que antes de ser
ultracontaminado por la publicidad, la información, los sedantes y
estimulantes, necesita ser librado de sus pequeños vicios? La vida de
cualquiera puede ser taladrada, penetrada, endeudad por toda clase de
macro-ofensivas. Le contamina la estupidez televisiva, la “presión de
los mercados”, el estrés general, el tráfico, el ritmo laboral, los
miedos inducidos regularmente... Ahora bien, yo, que soy fumador, no
puedo contaminarle directamente. Conclusión: la existencia no puede
contaminar a la existencia. Ésta tiene que ser únicamente polucionada
por las instituciones, por los grandes monopolios, por la autoridad
competente.
No me digan que esta posibilidad carece de gracia y que no nos trae
además los más entrañables recuerdos. De ser cierta, sólo sería una
expresión más de esta transferencia perversa de la existencia a
lo social, de este imperialismo insólito de lo histórico que
caracteriza al actual "fin de la historia" occidental. El parloteo sin
fin de la información, que no se ahorra ninguna zafiedad, expresaría la
potencia de una Historia capaz de penetrar bacterianamente en la vida.
Un historia biopolítica, celosa de cualquier poder que le discuta su
correcto totalitarismo.
Transferencia perversa, decíamos. Acabar con las viejas formas de
comunidad, desarraigar al sujeto de su humus personal, caracterial,
familiar, sexual, nacional, cultural. Buscar un individuo definido,
sin sombra, que pueda ser rápidamente reterritorializado en las ofertas
de identificación colectiva. Para lo cual, dicho sea de paso, son
geniales las provocadoras minorías alternativas. Socializar
escandalizando: genial. Vivimos rodeados de un continuo trasvase de lo
natal a lo social, que se hipertrofia ocupando el día entero. A la
contra de esta metástasis, el humo recuerda siempre lo que de arraigo
(patología, género, carácter, familia, nación) hay en el individuo. Se
fuma desde el pecho, con el cuerpo entero: en cierto modo, consumiendo
la propia sustancia. El cigarrillo que termina es un símbolo demasiado
obvio de la finitud, de las vidas que se encienden y se apagan, que se
consumen lentamente. Es preciso erradicar esto, pues vivimos en una
exultante cultura de la infinitud. Hasta el simple tirar el cigarrillo,
de apagarlo, se enfrenta con nuestra cultura del recambio perpetuo, de la incesante conexión.
En este aspecto el tabaco ha logrado concentrar todo el odio que
genera nuestra impotente relación con la dureza, un poco humeante, de
vivir. Tras Deleuze, Badiou y Bourdieu ya han demostrado que es preciso
desterritorializar, erradicar todo lo que huela a comunidad primaria,
para reterritorializar al sujeto en las identidades reconocibles. El
referente indiscutible de la ideología contemporánea es el individuo
numérico, nativo digital integrado en el autismo hacia la cercanía,
aislado de la tierra y de sus comunidades primarias... que el tabaco
fomenta. A cambio, se permitirán comunidades más o menos vergonzantes de
fumadores, a la manera de los drogotas, pero concentrados en zonas
infectas y arrepentidos de su condición, mendigando su dosis para
subsistir. Se tolera al fumador que se reconoce como un enfermo, que se
declara una víctima necesitada de ayuda. Lo recordaba Zizek cuando
insistía en que necesitamos víctimas, víctimas por todas partes.
Curiosamente, ésta es también la imagen del musulmán bueno, acoplado al
modelo humanitario de la víctima. En cualquier caso los Estados
facilitan antidepresivos y ansiolíticos en lugar del tabaco, drogas
conectadas a la Red que facilitan el encefalograma plano, no emitir, lo
que se dice, ningún humo propio, ningún pensamiento propio.
Hasta la dulce Irlanda y Argentina han entrado en esta vía de
laminación. Ellos también quieren ser modernos, incluso postmodernos,
rompiendo de una vez con el virus amorfo del tiempo. Y por supuesto
España, donde también queremos ser homologables, fluir en la
información, en una informática tan deconstructiva (de la existencia)
como reconstructiva de las identidades. Nada, pues, de puntos de
opacidad. Estamos a favor de la depilación total, eliminando el vello de
las zonas activas y cualquier sombra que recuerde al hombre primitivo.
Debemos parecernos a edificios traslúcidos. Cada ciudadano, un destello,
un punto de luz en la pantalla total. No hace falta mucha maldad para
ligar esta ideología a la que late en las nuevas tecnologías, sin resto
de indefinición o incertidumbre. Hablamos de la precisión puritana de lo
digital, sin sombra de una materia prima, sin penumbra entre el
original y la copia, entre una pieza y otra del fotograma. La limpieza
étnica, groseramente analógica, debe pasar a limpieza técnica e
infiltrarse en la cercanía. En las tecnologías de moda (al final, todo
es cuestión de moda) la sombra debe estar resuelta en la alta definición
de un complejo integrado. ¿De un racismo integrado? En cualquier caso,
el humo es indefinido, es un signo de la indefinición. Y hay que acabar
con ese resto analógico.
Aparte de que esta ideología numérica tenga un origen militar y
continúe trabajando a favor de la guerra, prolongando nuestra aversión
al humus de la tierra, ¿es imaginable algún creador, sea María Zambrano,
Sylvia Plath o John Berger que comparta esta enfermiza noción de la
salud? Solamente en el heterofóbico clima tardomoderno se puede llevar
adelante una campaña integral de criminalización del fumador,
con su consiguiente esterilización en zonas especiales. Como si el
sistema hubiera leído a un Nietzsche de pacotilla y decretase una guerra
sin cuartel al prójimo analógico, que siempre apesta, mientras se dan
mil facilidades al limpio lejano virtual, que solamente nos puede acosar
electrónicamente. Aunque un conocido diario progresista se declarase en
su día "en contra" de esta campaña de criminalización, atendamos a cómo
se presentaba la batalla, mucho antes de la última solución final que
después decretó el Estado español: "liberar de humo los espacios de
convivencia públicos, incluidos los centros de trabajo, haciendo recular
a los fumadores a zonas específicas donde cultivar su vicio
(...) garantizar el derecho a la salud pública de la población e impedir
que terceras personas no fumadoras sean intoxicadas contra su voluntad
por quienes asumen el riesgo individual, en el ejercicio de su libertad,
de intoxicarse placenteramente con el humo de su cigarrillo (...) se
trata de impedir, por ley, que el fumador haga fumar a su
prójimo (...) que las administraciones pongan a su disposición programas
de deshabituación gratuitos (...) la financiación de estos programas de
desintoxicación"[5].
Esto es sencillamente asombroso. Ahora resulta que somos libres de
elegir, que el ciudadano no es violado por la cultura del consumo, por
la información, por la escuela obligatoria, por el Ministerio de
Hacienda. La publicidad nos pide permiso para estafarnos, igual que la
empresa privada, la Unión Europea y el Estado. Y es en este marco de
pluralismo azulado, pulsante, interactivo, donde resulta insufrible la
coacción arcaica que ejercen los fumadores. Sólo nos puede contaminar la
aldea global, nunca el hombre de carne y hueso.
Dentro del imperio mundial de un mercado salvaje al cual los Estados
dejan hacer (estamos viendo en la actual "crisis económica" el penúltimo
capítulo de esta serie), de vez en cuando es estupendo que el Estado
pueda aparecer otra vez con un aire patriarcal. Mejor aún, para
compensar un mercado caníbal, el Estado se presenta matriarcal,
preocupándose por nuestra salud, no permitiendo que nos lesionemos ni
que el prójimo nos haga daño. Y un Estado que se puede presentar así,
casi como una nodriza hogareña, no puede ser malo, tiene derecho a tener
razón incluso cuando más podríamos dudar de él. Deliciosos tiempos
postmodernos donde el sujeto mismo es puenteado por un Ello del mercado que se casa día a día con el Superyó
del Estado. Es por este camino que se llega, como recordaban Debord y
Badiou, al estado espectacular integrado: así el canalla, así su
batalla. Los canallas mundiales bombardean países exangües. Los canallas
medios operan con crímenes selectivos. Los pequeños canallas locales
persiguen a los fumadores, a las chicas con velo, a los personajes
incorrectos.
Que nadie se quede sin su presa, sin su particular ración de eje del
Mal a fumigar. El cuarto poder y su "alarma social" se convierte para
ello en la múltiple cabeza buscadora de este único combate occidental. Y
pobre del que caiga del lado del mal, sea fumador, homofóbico, machista
o fundamentalista islámico. Mientras tanto, nuestras armas estratégicas
de largo alcance enviarán el humo sobrante lejos. En efecto, se da en
este tema una venerable ley física: el humo que se dispersa aquí tiene
que concentrarse allá. Además, esa masa de apestados que nos rodea en
las naciones lejanas, fuma; por lo tanto, que se trague también el vapor
de nuestras explosiones de alta precisión y nuestras guerras
humanitarias. Para nosotros el catolicismo social del consenso infinito.
Para ellos, el humo sobrante. El fin de la historia es así: convierte
en fumadores forzosos a todos los que intenten hacer historia bajo este
decreto del nuevo orden. Sólo quien posea armas atómicas (Rusia, China,
India, ¿Irán?) será admitido como una potencia moderna a pesar de ser
una comunidad milenaria. Así pues, parece que repartimos esta consigna a
las naciones: si queréis seguir aspirando el humo de vuestra
diferencia, buscad el hongo nuclear. En este caso, un humo cubrirá al
otro.
La campaña sobre el tabaco es finalmente un ensayo de la convergencia
terciaria de derecha e izquierda, esta clonación hacia el centrismo
fluido (¡querido Tony Blair!) que tan maravillosos resultados está
dando. La derecha pone el feroz pragmatismo de mercado, más el ocasional
complemento del fundamentalismo cristiano. La izquierda, el
fundamentalismo social, más esa deconstrucción cultural en virtud de la
cual hay que negociarlo todo, completando el capitalismo como cultura de
la liquidación infinita. La misma filosofía (un poco de Derrida no hace
ningún daño a nadie) no ha dejado de colaborar en esta tarea de
liquidar todo referente, el humo de cualquier exterioridad. ¡Viva la
transparencia total! No es extraño que ante el poder de esta consigna,
en medio de la resignación, se extienda en Occidente una simpatía
soterrada y una pequeña esperanza en los bárbaros exteriores, que casi
siempre humean.
Cierto, si eliminamos el humo entre nosotros, señal del desierto, de
la indefinición que es suma total de nuestras posibilidades (en este
sentido, Oriente siempre late bajo Occidente), eliminamos todo
lo que tenemos en común con los chinos, los eslavos, los árabes, el
resto de la humanidad exterior. Incluida, es posible, buena parte de
Latinoamérica. Sólo quedará entonces el choque brutal, sin ganador
fácil, entre el fundamentalismo puritano del rascacielos, nuestro
integrismo de acero y silicio, con el pardo "atraso" de la tierra, con
sus pueblos milenarios, no traslúcidos ni atomizados. ¿Dejaremos el humo
únicamente para las víctimas, para los verdugos? Pero entonces el polvo
de nuestras trágicas zonas cero, cuando arrasamos una franja
de la tierra, o cuando los otros disparan a la vez contra nuestros
militares-fumadores y nuestros ejecutivos-ecologistas, tendría un
incómodo significado político. Mantengamos en vilo esta
espinosa cuestión para sopesar lo que debe quedar del humo entre
nosotros. En suma, para calibrar lo que en la comunidad impolítica de la existencia queda de una universalidad que debe ser urgentemente pensada.
Ignacio Castro Rey, Introducción a nuestra forma de odiar*, fronteraD, 23/03/2013
* Este texto es una versión de la Introducción a Votos de Riqueza (A.
Machado Libros, 2007). Obsérvese cómo la descripción del gigantismo de
la opulencia, que toma la histeria en torno al tabaco como síntoma,
anuncia indirectamente la catástrofe que vendría después, el tipo de
corrupción superestructural en la que seguimos.
Notas
[1] Jean-Paul Sartre, "Prefacio" a Frantz Fanon, Los condenados de la tierra, F.C.E., México, 1986, p. 23.
[2]
"La información, producto residual de la no permanencia, se opone al
significado como el plasma al cristal; una sociedad que alcanza un grado
de sobrecalentamiento no siempre implosiona, pero se muestra incapaz de
generar un significado, ya que toda su energía está monopolizada por la
descripción informativa de sus variaciones aleatorias. Sin embargo,
cada individuo es capaz de producir en sí mismo una especie de revolución fría,
situándose por un instante fuera del flujo informativo-publicitario. Es
muy fácil de hacer; de hecho, nunca ha sido tan fácil como ahora
situarse en una posición estética con relación al mundo: basta
con dar un paso a un lado. Y, en última instancia, incluso este paso es
inútil. Basta con hacer una pausa; apagar la radio, desenchufar el
televisor; no comprar nada, no desear comprar. Basta con dejar de
participar, dejar de saber; suspender temporalmente cualquier actividad
mental. Basta, literalmente, con quedarse inmóvil unos segundos". Michel
Houellebecq, El mundo como supermercado, Anagrama, Barcelona, 2005, p. 72.
[3]
Con tal expresión no nos referimos en particular a la tesis de Kojève
sobre el fin de la historia y la consiguiente instauración de un Estado
universal homogéneo, o una cultura global del consumo, como defiende
Fukuyama y otros epígonos de Kojève. Dado que se repite por doquier
(también en múltiples delegaciones vicarias: el fin del arte, el de la
pintura, el de los géneros sexuales, el de la muerte misma), sólo
tomamos esta idea como topos de una modernidad tardía que
pretende haber acabado con la dualidad historia/vida (lo que es lo
mismo: Estado/sociedad civil) gracias a que el Estado se ha transformado
en mercado ágil, diseminando la contradicción clásica del poder con la
vida en la multiplicidad mercantil, local, privada. El tema del fin de
la historia ya aparece en Marx como un intento de naturalizar el Estado, esto es, de divinizarlo (Cfr. Karl Marx, El Capital. Crítica de la economía política,
Libro Primero, Volumen 1, Siglo XXI, Madrid, 1984, p. 99). En esta
línea, toda la lógica del presente ensayo va en la dirección de mostrar
que la contradicción subsiste, tanto entre la superestructura social (el
estruendo de cada anuncio) y la vida anónima que tapa, como entre lo
que llamamos Occidente y el resto del mundo. Cfr. Giorgio Agamben, Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida, Pre-Textos, Valencia, 1998, pp. 81-82.
[4] Tiqqun, Teoría del Bloom, Melusina, Barcelona, 2005, p. 42.
[5] El País. Editorial del 16 de enero de 2003.
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