El riure burleta de la noieta tràcia es troba a la LOMCE?
La filosofía es y será una disciplina amenazada. Acaso su destino se
encuentre terriblemente marcado por su origen cuando, allá en el siglo
IV a.C., la democracia ateniense condenó a muerte al que por Platón
conocemos como el hombre más justo de la ciudad: su maestro Sócrates. No
cabe duda de que su singular lenguaje, la pluralidad de métodos que la
han asistido y la radicalidad de sus planteamientos han favorecido un
tradicional alejamiento entre el hombre común y la tarea del filósofo.
La burla de aquella muchacha tracia que sonrió al ver a Tales de Mileto
precipitarse dentro de un pozo mientras contemplaba los astros es una
anécdota perfectamente equiparable a la extrañeza con la que tantas
personas reaccionan hoy ante el discurso filosófico en nuestro país.
Ese extrañamiento, comprensible y en ocasiones casi simpático,
adquiere un tinte mucho más trágico cuando desde el prejuicio y la
ignorancia parece despreciarse el enorme rendimiento de una de las
tareas más dignas, singulares y fecundas de nuestra tradición cultural.
Este gesto es demasiado reconocible en esta España donde, desde hace
algunos años —si no desde siempre—, la ignorancia se ha encumbrado a la
categoría de virtud folclórica y donde, con sospechosa insistencia, la
incultura y la falta de aptitud moral e intelectual se exhiben
impúdicamente con un orgullo que no puede dejar de significarse como
macabro. Estos y otros síntomas oportunamente cuantificados por informes
nacionales e internacionales subrayan la urgencia y el cuidado con los
que el Gobierno debe acometer la que será la séptima reforma educativa
de nuestra Democracia.
En el año 1999 el filósofo francés Jacques Derrida, de origen judío y argelino, advertía con orgullo en una entrevista para Le Figaro Magazine
que Francia era (es, y seguirá siéndolo) uno de los pocos países en los
que la filosofía se enseña en los liceos. En aquel tiempo, hace ahora
catorce años, España podía apropiarse con justicia las palabras del
padre de la deconstrucción. También nosotros, también aquella España
sabía interpretar que la filosofía es una disciplina insustituible capaz
de dotar a los hombres de una serie de competencias que difícilmente
podrían adquirirse a través del cultivo de otras materias. Aquel
orgullo, como tantos otros, parece desvanecerse actualmente ante la
previsión de que la nueva Ley Educativa promovida por el ministro José
Ignacio Wert termine por ejecutar una amenaza latente en las sucesivas
reformas educativas que ha padecido (no creo que haya palabra más justa)
nuestro país durante la Democracia.
Según se expone en el último borrador de la Ley Orgánica para la
Mejora de la Calidad educativa (LOMCE), publicado el pasado 14 de
febrero, la asignatura de Educación Ético-Cívica quedaría eliminada; en
su lugar, la asignatura Valores Éticos se ofertaría como alternativa a
la asignatura de Religión y la asignatura Filosofía pasaría a tener un
carácter optativo. Un destino semejante le espera a la asignatura hoy
obligatoria de Historia de la Filosofía, en Segundo de Bachillerato,
que pasaría a convertirse en una optativa más entre dieciséis o en
optativa de modalidad para los Bachilleratos de Ciencias y Humanidades,
lo que convertiría a la Filosofía no en una herramienta transversal y
vehicular de la formación de nuestros jóvenes sino en una mera
disciplina optativa cuyo interés quedaría sujeto al arbitrio espontáneo
de los estudiantes y a la oferta específica que quisieran o pudieran
plantear las distintas Comunidades Autónomas y los Centros Educativos.
Por todo ello, no deja de resultar sorprendente que los encargados de
diseñar el currículo educativo de los ciudadanos del futuro se
demuestren dispuestos a sacrificar el riquísimo legado de pensadores
como Aristóteles, Descartes o Hegel. La Filosofía ni puede ni debe
interpretarse como una materia adjetiva dentro de un proyecto educativo
por cuanto provee a nuestros estudiantes de una serie de herramientas
conceptuales insustituibles y que muy difícilmente podrán adquirirse a
través del estudio de otras materias. El rigor lógico en la
argumentación, la solvencia en el manejo de conceptos abstractos y la
capacidad para fundamentar razonamientos de índole moral son algunas de
las muchas competencias específicas del saber filosófico que,
desafortunadamente, parecen desatenderse en el borrador de la LOMCE.
Además, la defensa de la filosofía nunca debería interpretarse como una
vindicación meramente romántica ya que, año tras año, estadísticas como
las que arrojan los resultados del GRE (examen de acceso a los estudios
de posgrado en Estados Unidos) demuestran que los estudiantes graduados
en filosofía son, por ejemplo, aquellos que gozan de mayor competencia
analítica.
Más allá de las virtudes propias de la filosofía como disciplina y
del variado conjunto de competencias específicas que nos brindan su
estudio y su ejercicio, todos los indicios demuestran que será poco
probable que nuestros alumnos puedan realizar un correcto
aprovechamiento de otras materias sin antes haber interiorizado
determinados métodos, críticos y analíticos, heredados de nuestra
tradición filosófica. El tercer borrador de la LOMCE advierte en su
exposición de motivos que “ el aprendizaje en la escuela debe ir
dirigido a formar personas autónomas, críticas, con pensamiento propio”,
términos todos ellos, absolutamente ininteligibles para quien, por
ejemplo, no se haya formado mínimamente en la filosofía kantiana. Estos y
otros defectos son debilidades a las que la nueva reforma educativa
debería hacer frente en una tarea que exige una enorme responsabilidad
histórica, una responsabilidad con respecto a la cual, por cierto, el
pensamiento conservador se ha arrogado históricamente especial
sensibilidad. Si verdaderamente existiera una preocupación social por la
educación moral de nuestros jóvenes o si en justicia nos preocupara el
relativismo imperante en nuestra sociedad no creo que ninguna disciplina
pudiera ofrecer un rendimiento tan perfecto como el que brinda la
filosofía. Desde una perspectiva progresista o desde una perspectiva
conservadora parece indudable que cualquier reforma educativa debe
aspirar a la construcción de una ciudadanía libre e ilustrada.
Sacrificar este consenso tan mínimo como obvio entrañará un daño
generacional irreparable y nos conducirá a que dentro de pocos años
volvamos a enfrentarnos a la que será entonces nuestra octava reforma
educativa. Eso sí, y no otra cosa, es un síntoma del peor relativismo.
Diego S. Garrocho Salcedo, Filosofía, relativismo y (des)educación, Público 27/03/2013
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