Futbol i violència.
Las sociedades son por definición conflictivas. El proceso civilizatorio ha reducido sensiblemente la violencia cotidiana. Pero la tensión forma parte de las relaciones entre humanos y en la lucha por el reconocimiento los resentimientos y los odios se acumulan. Es bueno que determinadas instituciones contribuyan a sublimar estas tensiones, a desplazar la violencia física hacia formas de representación simbólica. Al fin y al cabo, los Parlamentos democráticos no dejan de ser una forma de teatralizar los conflictos políticos, de modo que las palabras sustituyan a las armas. Por esta razón, los discursos parlamentarios tienen a menudo una agresividad verbal que no se toleraría en reuniones de buenas familias.
El fútbol cubre está función en el ámbito de las masas. El estadio es un vomitorio de agresividad social. A través de las patadas de los jugadores, del tenso ejercicio de confrontación física reglamentada que es un partido de fútbol, se proyectan fantasías y se derrotan fantasmas que por otras vías podrían conducir a batallas feroces. En la grada, personas de orden y reputación sueltan sin miramientos los demonios que llevan dentro, evitando quizá que éstos vayan directamente al rostro de la mujer, de un hijo o de un empleado. De modo que grandes cantidades de violencia potencial latentes en la sociedad se desbravan entre los muros del estadio, para que el lunes por la mañana la vida siga rodando razonablemente.
Naturalmente, en un espacio destinado a descargar las pulsiones violentas, la violencia está siempre latente. Y no es de extrañar que de pronto se generen torbellinos que provoquen la explosión de ésta; es decir, el paso de la representación y de la palabra a la acción violenta. (...) Obviamente, es obligación de las autoridades encontrar las fórmulas de control necesario para evitar las explosiones de violencia y para que el fútbol pueda seguir cumpliendo la función que se le ha encomendado. De ahí la cadena de responsabilidades contraídas por quienes debían garantizar el orden. Pero la primera condición para que se puedan corregir estas disfunciones es asumir la verdad del fenómeno y no querer encubrirla con mojigatos discursos edulcorantes.
El fútbol ha desarrollado conatos de literatura de la exaltación del arte y del genio de los futbolistas. Es un modo como otro de dignificar el ritual y, por tanto, de contribuir a que sea más eficaz en la función de sublimación de la violencia que le corresponde. Pero de ahí a la construcción de un discurso sobre el fútbol como prolongación de los jardines de infancia va un abismo. El espectáculo futbolístico contiene la violencia por cuatro vías: por los intereses en disputa, por la violencia física del propio juego, por lo que tiene de confrontación simbólica entre dos ejércitos enemigos (en la que los nacionalismos, el español, por ejemplo, en la última Eurocopa, hacen su agosto) y por lo que la grada aporta como violencia desplazada desde la calle. Por tanto, hay que saber que en el fútbol la violencia está a flor de piel. Y no hay que escandalizarse cuando estalla. Y menos en un país como España que ha convertido la expresión a por ellos en eslogan nacional futbolístico. Al fin y al cabo, lo que (hacen los hooligans es) simple y llanamente esto: ir a por ellos.
El fútbol cubre está función en el ámbito de las masas. El estadio es un vomitorio de agresividad social. A través de las patadas de los jugadores, del tenso ejercicio de confrontación física reglamentada que es un partido de fútbol, se proyectan fantasías y se derrotan fantasmas que por otras vías podrían conducir a batallas feroces. En la grada, personas de orden y reputación sueltan sin miramientos los demonios que llevan dentro, evitando quizá que éstos vayan directamente al rostro de la mujer, de un hijo o de un empleado. De modo que grandes cantidades de violencia potencial latentes en la sociedad se desbravan entre los muros del estadio, para que el lunes por la mañana la vida siga rodando razonablemente.
Naturalmente, en un espacio destinado a descargar las pulsiones violentas, la violencia está siempre latente. Y no es de extrañar que de pronto se generen torbellinos que provoquen la explosión de ésta; es decir, el paso de la representación y de la palabra a la acción violenta. (...) Obviamente, es obligación de las autoridades encontrar las fórmulas de control necesario para evitar las explosiones de violencia y para que el fútbol pueda seguir cumpliendo la función que se le ha encomendado. De ahí la cadena de responsabilidades contraídas por quienes debían garantizar el orden. Pero la primera condición para que se puedan corregir estas disfunciones es asumir la verdad del fenómeno y no querer encubrirla con mojigatos discursos edulcorantes.
El fútbol ha desarrollado conatos de literatura de la exaltación del arte y del genio de los futbolistas. Es un modo como otro de dignificar el ritual y, por tanto, de contribuir a que sea más eficaz en la función de sublimación de la violencia que le corresponde. Pero de ahí a la construcción de un discurso sobre el fútbol como prolongación de los jardines de infancia va un abismo. El espectáculo futbolístico contiene la violencia por cuatro vías: por los intereses en disputa, por la violencia física del propio juego, por lo que tiene de confrontación simbólica entre dos ejércitos enemigos (en la que los nacionalismos, el español, por ejemplo, en la última Eurocopa, hacen su agosto) y por lo que la grada aporta como violencia desplazada desde la calle. Por tanto, hay que saber que en el fútbol la violencia está a flor de piel. Y no hay que escandalizarse cuando estalla. Y menos en un país como España que ha convertido la expresión a por ellos en eslogan nacional futbolístico. Al fin y al cabo, lo que (hacen los hooligans es) simple y llanamente esto: ir a por ellos.
Josep Ramoneda, A por ellos, El País, 07/10/2008
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