El protocol és amor per la línia recta.






El mayor riesgo de esta tecnificación general es suplantar –algo imposible, en el límite– este radar sensible, este Eros escolar. Cuando se atrofia, nada más aterrador que la incertidumbre y las contingencias. Ya no se sabe escuchar lo que no viene clasificado a priori. Ya no se sabe actuar sin un manual de instrucciones a mano. Ya no se sabe pensar y actuar con otros.

¿Quiere decir todo esto que no hay que prever nada, que el saber del pasado no sirve, que se trata de improvisar todo el tiempo? Pienso que no, que esta es una de esas alternativas-trampa que se nos presentan todo el rato.

Los seres humanos no tenemos unos instintos absolutamente fiables y garantizados, pero poseemos la aptitud de darnos formas. Formas para la vida y para la vida en común. Formas que se hacen y se deshacen todo el tiempo. Formas capaces de “dar paso” a lo que está pidiendo paso. Deberíamos pensar más en términos de formas, de creación de formas, que de instituciones, de modelos o ideales de institución.

Podemos distinguir entonces entre formas y formatos. El protocolo es un formato, prêt-à-porter, listo para ejecutarse. Un programa, un guion, un automatismo. Se baja y se aplica, sin más pensamiento, sin más cuestionamiento, sin más reconfiguración. La forma es plástica, reformable, transformable, deformable. Cabe en ella la singularidad. La humanidad siempre ha sabido inventar formas (rituales, ceremonias, dispositivos) donde la diferencia no se opone a la repetición, donde lo mismo es siempre nuevo.

El protocolo es una forma congelada, detenida, muerta. Se ha vuelto demasiado rígida. Registra el pasado y lo proyecta sobre el futuro, pero sólo como un pasado aumentado. Como si el cálculo de lo que fue pudiese servir para prever todo lo que será. Como si la vida no fuese movimiento, diferencia, novedad. La forma, sin embargo, contiene sedimentos y latencias del pasado, pero siempre abiertos al porvenir, a lo que viene. Es preciso actualizarla siempre, en la discontinuidad, el salto, la ruptura y la pérdida.

La inestabilidad es la pesadilla del formato. Este busca neutralizar cualquier perturbación para recuperar el orden, volver a lo mismo, retomar el control. Lo imprevisto se toma como enemigo. Por su lado, la forma no aspira a la estabilidad, no teme a la inestabilidad, por el contrario la disrupción le permite recrearse. Lo que “no funciona” en la escuela no es lo que habría que “corregir” y “enderezar”, sino el síntoma que podría interrogarse a fondo para transformarla.

Frente a la idea de que todo tiene solución y siempre hay un camino para alcanzarla, la forma es una tentativa, un ensayo, un modo de continuar con el problema. Hay cosas en la vida que no tienen solución y sólo nos queda dar vueltas en torno a ellas. El amor, por ejemplo, no tiene fórmula ni formato y sólo podemos inventar una y otra vez las formas precarias del amor. Lo imposible no es aquello ante lo que hay que rendirse, sino lo que nos desafía a inventar respuestas una y otra vez, siempre provisionales y revisables.

Por todas partes la misma fetichización del protocolo, del procedimiento garantizado que “resolverá” todos los problemas por nosotros, ahorrándonos del trabajo de escuchar, pensar e inventar cada vez. Un conductismo generalizado: si haces x, entonces obtendrás y. Protocolos contra violencias de todo tipo, para la gestión de catástrofes, si queremos triunfar en la vida. Incluso en espacios radicales, como los centros sociales, el fetiche del protocolo sustituye hoy al esfuerzo de pensamiento e invención en torno a los mil problemas que supone vivir juntos.

La cultura tecnológica imperante por todas partes opera según el siguiente principio: todo debe funcionar, todos los comportamientos pueden (y deben) ser reducidos a simples funcionamientos, los disfuncionamientos son ruido a eliminar. Es la idea de un mundo completamente transparente, sin misterio, gobernable, reducible a datos y previsible, donde toda disrupción debe ser neutralizada, enderezada, solucionada.

El protocolo es amor por la línea recta, pero lo humano es justamente aquello que se tuerce todo el tiempo. El fallo en todas las lógicas que se pretenden absolutas y definitivas. La eficacia de los protocolos es la eficacia de las cosas, pero no somos cosas, objetos de cálculo, sino un laberinto sin mapa. Un lío, un embrollo, un enredo. Planeo x y sale y. Digo A y entiendes B. En lugar de aspirar al control total, mediante el saber que domina o la fuerza, podríamos aspirar a saber-hacer con ese desvío, esa torcedura que somos. Recuperar la presencia y la atención.

Estar atentos, estar presentes, no significa estar fijados o concentrados en algo, sino estar abiertos y disponibles, al entorno, al encuentro, al acontecimiento. Aflojar la productividad, sortear la burocracia, ralentizar los tiempos, para hacernos cargo en común de lo que es común. Mitigar el pánico a la incertidumbre, encontrarnos y conversar, hablar y pensar de lo que (nos) pasa, de lo que es cada vez diferente. De lo que no sabemos y nos desafía. La pregunta “¿qué está pasando?” interrumpe los automatismos.

Sin esa interrupción, sin esa disponibilidad, sin tejer complicidades, sólo puede triunfar la protocolización de la existencia. La delegación en lugar de la atención, la obediencia en lugar del deseo, la respuesta inmediata en lugar del proceso, la ausencia en lugar de la presencia. Un mundo completamente deshabitado, automatizado. Esa ausencia nuestra frente a todo lo que nos requiere es la peor de las catástrofes, la que prepara todas las demás.

Amador Fernández-Savater, La protocolización de la vida y la escuela, ctxt 11/01/2025

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