Demagògia i democidi.






Los demagogos son, de hecho, una enfermedad autoinmune de la democracia, como señaló por primera vez el sociólogo alemán Max Scheler hace más de un siglo. Para decirlo en pocas palabras, la demagogia no solo es sintomática del fracaso de las instituciones democráticas a la hora de responder eficazmente a desafíos antidemocráticos como el aumento de la desigualdad social, las expectativas defraudadas y el envenenamiento de las elecciones por el dinero sucio. Los demagogos inflaman y dañan de forma autodestructiva las células, los tejidos y los órganos de las instituciones democráticas. La demagogia se asemeja a un cáncer del cuerpo político conocido como democracia.

Para un médico, por supuesto, las comparaciones con la biociencia pueden ser solo retóricas. Pero la idea central está clara: como las democracias se enorgullecen de las garantías de “una persona, un voto” y de las promesas de dignidad y bienestar para todos, se buscan problemas cuando permiten que las desigualdades políticas, las injusticias sociales y las quejas de los ciudadanos arraiguen y se multipliquen. Estos fracasos de la democracia engendran en los ciudadanos sentimientos que se conocen como resentimiento (que Friedrich Nietzsche definía como un sentimiento de hostilidad envidiosa hacia lo que se percibe como fuente de las propias frustraciones). Se vuelven celosos y furiosos, nostálgicos de un pasado glorioso imaginario –que a menudo incluye las posesiones perdidas del imperio– y esperanzados por lo que consideran un retorno a la grandeza en el futuro. Esta decepción y esta amargura, mezcladas con la envidia y la esperanza, son graves patologías de la democracia. Son los desechos –los excrementos político-fecales sin tratar– en los que se incuban los demagogos.

Los demagogos en campaña tienen olfato para el resentimiento. Al olfatear el descontento generalizado de la población, se hacen cargo de un partido político o de una coalición que dice tener una línea directa con los descontentos. Con dinero, rebosantes de confianza narcisista en sí mismos, haciendo buen uso de los derechos públicos de reunión y de las libertades de los medios de comunicación, aspiran a ganar las próximas elecciones. Lanzan tranquilizadoras proclamas de moderación. Construir cabezas de puente verbales con los oponentes, empujar sutilmente los límites de lo que se puede decir, “entrelazarse con el enemigo” y parecer “inofensivo” son prioridades. Hay promesas de gobierno responsable y momentos en los que parece que nunca hubieran roto un plato. Pero, a medida que la campaña se endurece, surgen apelaciones toscas al “pueblo”.

La retórica del demagogo sobre “el pueblo” está diseñada para movilizar a sectores de la población y confirmarles quiénes son: El Pueblo. La demagogia es demolatría (el culto al pueblo en lugar de a los dioses). La demagogia es ventriloquia. Millones de votantes descontentos encuentran atractivas las promesas del demagogo. La emoción aumenta a medida que se acerca el día de las elecciones. Con la ayuda de montones de dinero, determinación en abundancia, una participación decente y una pizca de buena suerte, es oficial: el demagogo se hace con la victoria. 

Hay alabanzas y odios en las redes sociales, tertulias interminables, rumores y cotilleos por doquier, y alegría en las calles. El demagogo Gran Redentor está encantado. La victoria en nombre del Pueblo es dulce. El demagogo dice que es un gran triunfo de la democracia. Después de todo, ¿qué podría ser más democrático que una victoria electoral sobre los oligarcas de la empresa y el gobierno, los partidos centristas con sus cárteles, y los políticos corruptos que engañan y disimulan a favor de los poderosos y ricos? ¿No es la democracia un modo de vida fundado en la autoridad del “Pueblo”? ¿No es la movilización de la esperanza, la insistencia en que las cosas pueden ser diferentes y en que todos los ciudadanos deben esperar algo mejor lo que confirma el espíritu nivelador de la democracia?

Los antiguos demócratas griegos utilizaban un verbo (ahora obsoleto), dēmokrateo, para describir cómo los demagogos que gobernaban en nombre del pueblo solían aliarse con aristócratas ricos y poderosos para acabar con la democracia.

Eso es exactamente lo que ocurre en nuestra era de demagogos.

¿Y ahora qué? El partido del demagogo en el poder, ayudado por las astutas tácticas de los medios de comunicación y el comentario incesante sobre una oposición corrupta y poco fiable, se prepara para las próximas elecciones. Se llega al punto en que las papeletas se utilizan para arruinar la democracia con la misma efectividad que las balas. Las elecciones se convierten en algo más que elecciones. El “despotismo electivo” (como lo denominó Thomas Jefferson) está a la orden del día. Las elecciones parecen plebiscitos alborotados, rituales públicos, carnavales de seducción política o celebraciones del imponente poder del Estado, refrendado por los votos de millones de fieles seguidores.

En nuestros tiempos turbulentos, lo que se necesita para contrarrestar la demagogia no es solo una mayor participación ciudadana en la vida pública –lo que se ha denominado “democracia deliberativa”–, sino formas más sólidas de bloquear el poder depredador, creando redes e instituciones de vigilancia con dientes afilados capaces de hacer retroceder el poder estatal y corporativo irresponsable, proteger la vida en nuestro planeta y, en general, fomentar el espíritu de una mayor igualdad social entre los ciudadanos que valoran las elecciones libres y justas, acogen con satisfacción la diversidad de los medios de comunicación y se sienten totalmente cómodos en compañía de aquellos diferentes a los que no se trata como “enemigos”, sino como socios, desconocidos competidores, ciudadanos y amigos.

Pero si se producen pocas o ninguna de estas reformas, la demagogia está abocada al triunfo. El democidio en nombre de la democracia se convierte en la nueva realidad. La mariposa de la democracia abierta y de poder compartido se convierte en la oruga de un nuevo y extraño tipo de sistema político controlado por el gobierno en el que la mayoría de la gente siente que tiene poca o ninguna influencia sobre las grandes decisiones que dan forma a sus vidas. Triunfa una versión corrupta, una falsa democracia. Se hacen fortunas empresariales. Los ricos se convierten en superricos. Se celebran elecciones con regularidad y se habla constantemente del “pueblo”. Pero la democracia se parece ahora a una máscara fantasiosa en el rostro de adinerados depredadores políticos. 

El final del juego es un tipo de despotismo extrañamente nuevo: un Estado corrupto gobernado por un demagogo, respaldado por oligarcas gubernamentales y corporativos con la ayuda de periodistas dóciles y jueces sumisos, una forma de gobierno de arriba abajo asegurada por la fuerza combinada del puño y la servidumbre voluntaria de millones de súbditos, a veces gruñones pero en última instancia leales, dispuestos a prestar sus votos a un Líder que les promete futuros beneficios materiales a cambio de su obediencia como “pueblo” ficticio. Una democracia fantasma.

John Keane, Como los demagogos destruyen las democracias, Letras Libres 01/1172024

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