Feminisme contra ultradreta.
El feminismo se ha vuelto hegemónico pero, al mismo tiempo, se hacen cada vez más evidentes las tensiones que a ciertos feminismos les supone aceptar un proyecto para el 99%, un «feminismo para todo el mundo».
Algunos debates actuales —como el que se da entre una parte del feminismo y las demandas de derechos de las personas trans—, evidencian fracturas ideológicas profundas y constatan una vuelta al esencialismo por parte de ciertas corrientes feministas. Esta inercia conservadora forma parte de una foto más amplia, de un repliegue identitario generalizado, de una apuesta por las identidades fuertes y bien delimitadas, una lógica que está recorriendo nuestras luchas políticas y movimientos sociales. Los sujetos políticos reivindican su especificidad hasta el solipsismo y se multiplican las diferencias esenciales, metafísicas e insalvables que nos vuelven irremediablemente extraños unos de otros.
La asignación de nuestras causas políticas a determinados sujetos supuestamente esenciales y naturales, la asunción de que las reivindicaciones les pertenecen en exclusiva a unos —con autoridad para ejercer de legítimos propietarios de las mismas y denegar la entrada a los otros—, es contraria al proceso de mestizaje y de multiplicación de alianzas en el que consiste la construcción de un proyecto colectivo de mayorías radicalmente transformador.
El feminismo, inmerso también en estas lógicas identitarias, es hoy, por tanto, el ambivalente escenario de dos inercias diferentes y contrarias. Existe un feminismo con voluntad de integrar a lxs otrxs y con potencial, por lo tanto, para devenir una de las luchas políticas y sociales más poderosas y transformadoras del siglo veintiuno. Como existe, también, un feminismo sumergido en una inercia excluyente y contrarrevolucionaria que avanza hacia un movimiento centrípeto de contracción política. Esta ambivalencia representa una encrucijada y, por lo mucho que depende de ella, no se puede no tomar partido.
En la apuesta sobre qué feminismo defendamos se pone en juego la potencia de uno de los principales frentes de lucha para las izquierdas en nuestro momento histórico actual; nos arriesgamos al posible retraimiento del feminismo, a su vuelta al estatuto de causa particular y subalterna que solo interpela o convoca a una parte de la sociedad.
Como afirma Wendy Brown, «la deconstrucción del sujeto provoca un evidente pánico en el feminismo» y en el debate sobre la cuestión trans se pone de relieve hasta qué punto algunos feminismos condicionan la viabilidad misma de todo proyecto político feminista a una clarísima delimitación de su sujeto y a una nítida y unívoca definición de lo que son «las mujeres». La vuelta de ciertos discursos actuales a la biología como criterio para patrullar las fronteras del sujeto político es síntoma de un retroceso esencialista.
Las nuevas extremas derechas están reclutando un ejército de hombres enfadados contra el feminismo, al que se describe como un proyecto excluyente que ha declarado la guerra a la mitad de la sociedad. Conviene no subestimar que esa interpelación, aunque maniquea y tramposa, está siendo preocupantemente exitosa; uno de los rasgos más característicos del voto a las nuevas extremas derechas es su altísima masculinización (los hombres son, por ejemplo, el 76% del electorado de Vox). La pregunta, por tanto, es qué feminismos nos ponen en condiciones de comprender este panorama y combatir estas inercias. ¿Son las nuevas derechas, en gran parte, una reacción a las demandas de igualdad de las mujeres? ¿Explican estos años de avances feministas la violencia con la que se ha levantado la reacción?
Para abordar estas preguntas necesitamos salir del identitarismo en el que están encalladas algunas perspectivas feministas. Bajo los marcos de un feminismo que siempre esté a la defensiva con el desdibujamiento de su sujeto identitario —es decir, de las mujeres—, las cuestiones relativas a la masculinidad suelen ser entendidas como un asunto que nos es ajeno y que le compete por completo a otros. Ese desentendimiento, defendido a menudo como una victoria, es, en realidad, una gran renuncia. Supone abandonar un problema social que justamente el feminismo está en condiciones de pensar con lucidez y de abordar eficazmente.
La tentación de una mirada esencialista implica, incluso, naturalizar la reacción masculina, darla por descontada, no necesitar siquiera explicarla, convertirla en un hecho inevitable. Y así podríamos acabar preguntándonos, con satisfacción: ¿Hasta qué punto no son todos esos hombres que votan a Vox la consecuencia automática del hecho de que los estamos destronando? Ladran, luego cabalgamos. La reacción masculina a la que asistimos en nuestros días, así, podría incluso acabar siendo una prueba de lo mucho que estamos avanzando.
Sin embargo, este tipo de perspectivas son peligrosamente acríticas y cierran la puerta a la posibilidad de plantearnos otros interrogantes: ¿Qué les pasa hoy a los hombres? ¿Qué malestares masculinos está politizando la extrema derecha? ¿Qué cosas no estamos nombrando? ¿Cómo podemos convencer a los hombres? ¿Cómo podemos ayudarles a cambiar? ¿Qué feminismo puede desactivar a la reacción?
Probablemente bell hooks sea una de las voces que más contundentemente ha puesto sobre la mesa que un feminismo con perspectiva de clase no puede pensar a los hombres solo como ganadores y que es problemático sostener la idea de que los hombres, todos ellos privilegiados con respecto a las mujeres, igualados por el patriarcado entre sí, participan por igual de su superioridad política, económica y social. «Las mujeres con privilegios de clase –dice bell hooks– son las únicas que han perpetuado la idea de que los hombres son todopoderosos, porque a menudo los hombres de sus familias sí que eran poderosos».
Así pues, «la idea de que los hombres tenían el control, el poder, y estaban satisfechos con su vida antes del movimiento feminista contemporáneo es falsa». El patriarcado genera soledad, silencio, incomunicación, violencia, suicidios y muertes en la población masculina y el feminismo debe politizar en clave transformadora todos esos malestares. Si no, lo hará la extrema derecha. ¿Cómo es posible que sean voces reaccionarias las que hablan de los altos índices de suicidios masculinos, de los accidentes mortales de tráfico o de las muertes violentas que padecen los hombres? ¿Cómo puede ser que los males que justamente el patriarcado genera en los hombres sean usados como un argumento contra el feminismo y no a su favor?
Salir de los marcos identitarios implica, por lo tanto, pensar que el malestar contemporáneo de los hombres no es (al menos no principalmente) un efecto de los avances del feminismo. Es la reacción la que pone a funcionar ese mito, y eso debería darnos una pista de hasta qué punto no lo podemos comprar. Michael Kimmel sugiere que para entender la emergencia de proyectos reaccionarios racistas, homófobos y machistas hay que rastrear los miedos masculinos en una sociedad en la que la precariedad económica ha hecho especialmente imposible que los hombres puedan cumplir con los imperativos de la masculinidad tradicional.
El rol del proveedor de la familia ha quedado socavado por las fuerzas económicas que o bien expulsan a los hombres (y mujeres) del mercado laboral o nos condenan a la precariedad. ¿A qué tipo de fracasos están hoy abocados quienes han sido educados para ser padres de familia que garantizan protección y estabilidad a los suyos? ¿Es posible seguir siendo un hombre de verdad en un contexto de empobrecimiento generalizado de la población, desempleo y permanente amenaza de pérdida de estatus social? La tesis de Kimmel es que las nuevas extremas derechas americanas, preludio del triunfo de Trump, supieron politizar esa frustración masculina, propia de nuestras sociedades capitalistas tardías, orientándola contra chivos expiatorios: las mujeres feministas, las personas LGTB o migrantes.
La cuestión, por tanto, es qué marcos y discursos feministas necesitamos para volvernos contra los verdaderos responsables. Frente a quienes buscan falsos culpables, tenemos una imprescindible tarea por delante. Y no pasa por considerar ajenos los malestares masculinos, mucho menos darlos por sentado o incluso celebrarlos como el efecto colateral que da pruebas de nuestros éxitos, sino entenderlos —lo que, por supuesto, no es lo mismo que justificarlos— y dotarlos de sentido. Politizar el malestar masculino contra los de arriba, cambiar los bandos y hacer del feminismo una lucha donde hombres y mujeres combatamos juntos tanto los mandatos de género y sus violencias como el capitalismo y las suyas es uno de los principales retos de todo proyecto político que pretenda enfrentarse con éxito a la emergencia de las extremas derechas.
La radicalidad del feminismo como teoría social descansa fundamentalmente en esta cuestión: el análisis de una estructura social enormemente poderosa e insidiosa de la que todos y todas formamos parte. Los hombres son beneficiarios de ciertos privilegios y, al mismo tiempo, objetos de una determinación estructural. Las mujeres, principales damnificadas por una estructura de desigualdad social, pueden también participar en el mantenimiento de los imperativos de género que sobre unas y otras impone una sociedad patriarcal.
Los feminismos contemporáneos que están centrados en resguardar y patrullar las fronteras de su sujeto político y necesitan densificar una identidad fuerte de «las mujeres» están contribuyendo a una esencialista santificación de la víctima —a una política «victimista», en palabras de Wendy Brown—, donde el sujeto político (las mujeres, supuestamente únicas víctimas del patriarcado) queda investido de verdad, pureza y bondad pero desprovisto de cualquier margen de emancipación. Abren también la puerta a discursos contemporáneos sobre la masculinidad que restauran un sujeto inverosímil al que asiste una autonomía, autosuficiencia y radical independencia clásicamente masculina y neoliberal.
Si la responsabilización de los hombres pasa por convertirlos en sujetos externos a la estructura y absueltos del sistema de dominación, estaremos, paradójicamente, disolviendo el poder del género, la importancia del patriarcado y su carácter estructural.
Si la lucha feminista tiene que enfrentarse a un sistema de género que nos adoctrina de forma diferenciada a unos y a otras y prescribe comportamientos y destinos sociales diferentes para hombres y para mujeres —eso que llamamos «género»—, ¿hasta qué punto se puede combatir ese sistema de opresión sin combatir todos los mandatos de género? ¿Podrían acaso las mujeres liberarse del sistema de género y del patriarcado si no se liberan también los hombres? ¿Pueden los hombres ser más libres sin combatir junto a nosotras la desigualdad?
Pero solo podremos avanzar en ese camino con una política que renuncie a refugiarnos en la confortable identidad que nos garantiza un feminismo solo de y para las mujeres. Combatir hoy a la extrema derecha, así como la precariedad y los miedos de los que se alimenta, requiere apostar decididamente por un feminismo para todo el mundo, un feminismo popular y radical.
Clara Serra, Un feminismo para desactivar la reacción, jacobinlat.com 20/06/2022
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