Tom Harrington: "Los límites del transaccionalismo"



 

“Criamos hombres sin pecho y esperamos de ellos virtud y espíritu emprendedor. Nos reímos del honor y nos escandalizamos al encontrar traidores entre nosotros”.

        -C.S. Lewis “Hombres sin pecho”



Acabo de volver de España, donde participé en un seminario sobre La derrota de Occidente, el último libro del famoso historiador francés Emmanuel Todd. Ya sea que uno esté de acuerdo con toda, parte o ninguna de sus tesis (yo me encuentro en la segunda categoría), se trata de una lectura muy sugerente que, en el estilo único de Todd, se avala de una combinación de teorías demográficas, antropológicas, religiosas y sociológicas para estructurar su argumento. 


Dado el tema del libro y el demostrado don de pronóstico de su autor (fue uno de los primeros estudiosos en anunciar el futuro colapso de la Unión Soviética), se pensaría que en los EE.UU, esta nación que tanto le gusta  presentarse al mundo como el corazón palpitante de Occidente, un libro como este sería objeto de animada especulación. 


Pero hasta ayer no estaba disponible todavía en inglés, casi un año después de su publicación en Francia. Y, salvo un breve artículo en Jacobin y otro de Christopher Caldwell en el New York Times, no había obtenido ninguna atención sostenida dentro de las clases pensantes ni de la izquierda o ni de  la derecha de Estados Unidos, un destino que parece confirmar uno de los muchos puntos excelentes surgidos del libro: una de las características más sobresalientes de las sociedades que han iniciado su pronunciado descenso hacia la decadencia cultural es su enorme capacidad para negar la existencia de realidades palpables.


Para Todd, la decadencia está vinculada de manera inexorable al nihilismo cultural, esto es, a un estado de existencia definido por la ausencia generalizada de estructuras morales y éticas consensualmente reconocidas en el seno de la sociedad. Como Weber antes de él, Todd considera que fue el ascenso del protestantismo, con su énfasis, insólita hasta aquel entonces, sobre la responsabilidad personal y la probidad en los comportamientos públicos, el que catalizó el ascenso de Occidente. Y, por tanto, considera que la expiración definitiva, ética y social, de la raíz religiosa entre nosotros y entre nuestras élites ha sellado el fin de nuestra indiscutida preeminencia cultural en el mundo.


Se puede aceptar o no que fueron los atributos particulares de la mentalidad protestante los que, más que cualquier otra cosa, lanzaron a Occidente a su reinado de hegemonía mundial durante los últimos 500 años. 


Pero creo que es más difícil negar su argumento más amplio: que ninguna sociedad puede llevar a cabo grandes empresas humanas e humanistas sin que albergue en su seno un acuerdo implícito,  a la vez ampliamente reconocido, sobre  un repertorio de imperativos morales provenientes de una fuente supuestamente trascendente de poder y energía. 

Dicho de otra forma, sin un conjunto de normas sociales modeladas por nuestras élites, que nos alienten a sentir reverencia ante la condición de estar vivos, los seres humanos volverán inevitablementea sus impulsos más crudos y vulgares, algo que desencadenará a su vez interminables rondas de luchas internas en la cultura y, a partir de ahí, su eventual colapso.


Después de decir eso podría lanzar una larga diatriba sobre cómo, durante los últimos doce años, el partido Demócrata, con sus numerosos cómplices en los medios, la academia y el Estado Profundo, ha trabajado conscientemente para destruir este impulso humano inherente hacia la reverencia, y todo lo que se deriva de él, centrando sus esfuerzos de manera aún más criminal en los espacios habitados por los jóvenes. Y ningún elemento de esa posible diatriba sería falso o engañoso. 


Pero al hacerlo, estaría incurriendo en el tipo de mentira y autoengaño que estos mal llamados “progres”,  con los cuales solía identificarme, hacen con tanto tino.

La verdad es que estos llamados progresistas han estado trabajando en un terreno bien abonado, cuidadosamente cultivado por los neoconservadores tras el 11 de septiembre de 2001 con el arado del miedo, la azada del ostracismo social y, sobre todo, el apestoso estiércol de las falsas dicotomías diseñadas para terminar toda conversación cívica mínimamente seria y detallada.


Promoviendo, por ejemplo, intercambios, como este. 

Persona 1: “Me preocupa la campaña para destruir Irak, matando y desplazando así a millones de personas, cuando Saddam no tuvo nada que ver ni con Bin Laden ni con el 11 de septiembre.th.


Persona 2: “Ah, ya veo que eres uno de esos tipos que odia a Estados Unidos y que ama a los terroristas y que quiere que nos maten a todos”.


O cosas como la brutal cancelación de actos de figuras intelectuales y mediáticas de peso, como Susan Sontag y Phil Donahue, que se atrevieron a cuestionar la sabiduría de destruir deliberadamente un país que no había tenido nada que ver con el ataque a las Torres Gemelas. 


El pensamiento conceptual de los seres humanos está delimitado en gran medida por el repertorio de recursos verbales que tenemos a nuestra disposición. Quién tiene más palabras, tiene un reportorio más rico de conceptos. Y cuanto más conceptos tenemos a mano, más grandes son nuestras capacidades imaginativas. Por el contrario, cuanto menos palabras y conceptos tengamos a nuestra disposición, menos rico serán nuestras capacidades imaginativas.


Los que controlan nuestros medios de comunicación al servicio de las super-élites son muy conscientes de estas realidades. Sabían, por ejemplo, que era perfectamente posible estar en contra de lo que se hizo en Nueva York el 11 de septiembre y no estar en modo alguno a favor de castigar a Irak por sus pecados. 


Pero también sabían que permitir que ese concepto tuviera cabida en nuestra economía verbal complicaría enormemente su plan preconcebido de rehacer el Oriente Próximo a punta de pistola. Por eso utilizaron todos los poderes coercitivos a su disposición para hacer desaparecer esa posibilidad mental de nuestra vida pública, empobreciendo deliberadamente nuestro discurso público para lograr sus fines. Y por lo general funcionó, allanando el camino para el uso de exactamente las mismas técnicas, pero con una dosis muy fuerte de crueldad añadida, durante la operación Covid. 


Los estadounidenses somos un pueblo bien marcado por su espíritu transaccional. Y acabamos de elegir a un presidente conocido precisamente por su tendencia a resolver los problemas en términos de acuerdos supuestamente pragmáticos.


Yo no tengo nada en contra de los enfoques transaccionales para la resolución de ciertos problemas. De hecho, en el ámbito de la política exterior, creo que a veces pueden ser muy útiles. Si, por ejemplo, Trump pudiera acabar los planteamientos  ideológicos,  a priori, que tanto nublan la visión de nuestras elites a la hora de intentar relacionarse con el mundo, como por ejemplo la necesidad de vernos a nosotros mismos como inherentemente diferentes y mejores que todos los demás colectivos de la Tierra, él nos estaría haciendo a nosotros y al mundo entero un gran favor. 


Sin embargo, el transaccionalismo tiene un gran inconveniente en relación con la tarea de restablecer lo que antes describí como “acuerdo implícito, pero a la vez ampliamente reconocido, sobre un repertorio de imperativos morales provenientes de una fuente supuestamente trascendente de poder y energía”. Y no es nada pequeño.


El transaccionalismo es por definición el arte de manipular lo que reconocible es, y así, generalmente indiferente, cuando no abiertamente hostil, al proceso de definir lo que queremos ser o queremos lograr en el futuro desde un punto de vista moral y ético. 


¿Estoy diciendo que Trump no tiene una visión positiva del futuro de Estados Unidos? No. Lo que estoy sugiriendo, sin embargo, es que su visión del futuro parece bastante limitada y plagada, además, de contradicciones que pueden hundirla a largo plazo. 


Por lo que veo, su perspectiva gira en torno a dos grandes conceptos positivos  (en medio de un mar de otros negativos, diseñados para deshacer o bloquear  iniciativas promulgadas por sus antecesores, por ejemplo, el cierre de la frontera abierta por Biden). Son un retorno a la prosperidad material y un renovado respeto por los militares, la policía y todos los demás funcionarios que llevan uniformes. Un tercer concepto positivo, expresado de manera mucho más vaga y confusa, es el de transformar a Estados Unidos, el instigador de guerras por excelencia, en un gran artífice  de la paz.


Por supuesto, recuperar la prosperidad material es un objetivo noble que, de lograrse, aliviaría gran parte de la ansiedad y la miseria de los ciudadanos norteamericanos más precarios. Pero no resolverá por sí solo el problema del nihilismo cultural que, según Todd, es el meollo del problema de la decadencia social que sufre el Occidente y, por ende, los Estados Unidos. De hecho, hay buenas razones para creer que el fortalecimiento de nuestra obsesión con las ganancias materiales, a expensas de objetivos más trascendentes, podría acelerar nuestro descenso por la pendiente de decadencia. 


Y utilizar a los militares como el principal sustituto de aquello que nos mantiene unidos plantea otra serie de problemas. Uno de los objetivos claves de quienes planearon la respuesta mediática y cultural a los ataques del 11-S fue transformar un campo de ejemplaridad social bastante amplio, poblado de “héroes”de varios oficios y de varias clases sociales, en un espacio bastante cerrado, abierto sólo a los militares y la policía. Esto, por supuesto, favoreció los planes autoritarios y belicosos de los neoconservadores que montaron esa campaña de propaganda. 


Pero, al mirar hacia atrás, podemos ver que esto no sólo le impuso una carga moral indebida y poco realista a nuestros militares (cuyo negocio principal es, a fin de cuentas, el de  matar y mutilar), sino que condujo a un peligroso estrechamiento del discurso, central para la creación y el mantenimiento de toda cultura saludable en la historia, sobre  lo que significa ser una buena persona y vivir la “buena vida”. 


En cuanto a la persecución de la paz, es difícil defender la idea de manera convincente cuando está claro que la clase dirigente estadounidense, incluida la facción que está a punto de entrar en la Casa Blanca, se ha demostrado totalmente indiferente ante la espantosa matanza de decenas de miles de niños y mujeres asesinados, mutilados y dejados sin techo en Gaza, Cisjordania, Líbano y Siria. 


No, limitar en gran medida nuestro repertorio de ejemplaridad a aquellos que matan y a aquellos que se enriquecen, con unas dosis adicionales de elogios para deportistas famosos y mujeres jóvenes que exhiben una “belleza” quirúrgicamente mejorada, realmente no remediará el problema grave que nos diagnostica Emmanuel Todd.


No tengo una solución a mano.


Lo que sí sé es que problemas como el dramático debilitamiento y vaciamiento de nuestros discursos públicos de ejemplaridad social nunca podrán repararse si no los analizamos y los  hablamos con frecuencia y con seriedad 


¿Cuándo fue la última vez que hablaste en profundidad con un joven sobre lo que significa vivir una vida buena y exitosa tal como se concibe fuera de los parámetros de la ganancia económica o el juego de recoger fichas de capital social a través de la adquisición de títulos académicos y otras credenciales? 


Me atrevo decir que para la gran mayoría de nosotros la respuesta será algo así como “hace más tiempo de lo que me gustaría admitir”.  Y tengo la sensación de que gran parte de nuestra reticencia frente el tema se debe al hecho de que muchos de nosotros hemos sido desgastados, por la abrumadora presión en nuestras culturas, para presentarnos siempre como personas  “pragmáticas” que no “pierden tiempo” pensando en grandes preguntas como “¿Por qué estoy aquí?” y/o “¿Qué significa vivir una vida interiormente armoniosa y espiritualmente satisfactoria?”.


Tom Harrington


Aquí tenéis el enlace para la versión orignal.

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