El temps dels científics i el temps dels filòsofs.
El dominio de la ciencia ha sido tan apabullante que muchos ciudadanos se preguntan por qué existe la filosofía si tenemos la ciencia. En la era de la tecnología, la propia filosofía ha justificado de dos maneras su razón de ser. En el primero, habitual en los departamentos de ética, la filosofía renuncia a competir con la ciencia y se convierte en disciplina “auxiliar”. Deja hacer a la ciencia y observa, de modo crítico y reflexivo, sus avances. Denuncia esto o aquello, pero sin intervenciones significativas o creativas. En el segundo caso, la filosofía sigue siendo rival de la ciencia e intenta, como intentó la ciencia inversa de Goethe, restablecer otro tipo de relación con las cosas. El tipo de relación que, precisamente, la ciencia oficial esconde. Kierkegaard, William James o Whitehead escogieron esta segunda vía. Bergson creía que, si impedimos todo conflicto entre la filosofía y la ciencia, se corre el riesgo de sacrificar la primera, sin que la segunda gane nada importante con ello.
Todos estos filósofos renegaron de un tiempo conformado por instantes vacíos y uniformes. Concebían el instante como algo lleno de vida y profundidad, como algo difícilmente manejable. No hay dos instantes iguales, los hay vertiginosos, decrépitos o renovadores. Cada uno a su manera propuso una filosofía de la simpatía y la participación, que ponía el acento en la mirada y para la que había una posible cosmología. El universo aparece en ella como un organismo vivo, sujeto a periodos cíclicos de recreación o disolución, que se desarrollan en paralelo a la evolución cognitiva de los seres que lo habitan. El espacio y tiempo no es ya, como en Kant, el marco o escenario de la vida, sino que es la vida consciente la que proyecta los habitáculos del espacio y los cursos del tiempo.
Me gusta llamar a esa postura “humanismo singular”. En ella, el individuo articula su vida consciente en torno a ciertas intuiciones y cualidades. Podrá utilizar los aviones, los puentes o los edificios que le ofrece el físico, sin necesidad de asumir, como hace éste, que el tiempo pueda reducirse al espacio. La vida es una constante elección y esta decisión concierne a la vida misma. “El primer acto de libre albedrío es creer en el libre albedrío” (William James). Para el humanismo singular, los dioses son siempre locales. Y su cosmología sitúa el centro del cosmos en cada ser vivo. Una geometría extremadamente compleja y diversificada. Cada especie y cada individuo es un ángulo que ofrece una visión particular del cosmos. El humanismo singular considera que hemos abusado de la crítica y la atomización del pensamiento, que es hora de profundizar en la empatía, de ver con los ojos del otro. Descarta la búsqueda de leyes inmutables y se limita a un arte de la simpatía, a cierta cultura mental y ciertos hábitos del pensamiento. Una participación que asume que vemos las cosas según el tipo de relación que establecemos con ellas. Se recupera así una visión artística del cosmos, como organismo vivo y fluctuante, con diversos humores según épocas y lugares. Un cosmos lúcido y enajenado, que puede caer en contradicciones o en ataques de ira. Donde caben los recuerdos y los sueños, junto con los drones, los relojes y los ordenadores cuánticos. El tiempo no es una caja o habitáculo, tiene facetas y ángulos. Ese tiempo vivo puede someterse a medición cuantitativa (y de ello resultan ciertos beneficios tecnológicos), pero esa reducción no hace justicia a su naturaleza y, sobre todo, no la agota. El tiempo, esa es su magia, tiene difícil medida. La memoria lo experimenta a diario.
La cuestión de fondo que palpita en este debate es si la vida domina sobre el mecanismo o el mecanismo sobre la vida. El organismo vivo y consciente es un elemento inalienable del conocimiento. Concebir algo sin él (ya sea el espacio, el tiempo o la luz) es un contrasentido. Podemos construir colectivamente una objetividad, pero cuando hablamos de la relatividad del tiempo o del espacio, siempre es respecto a un “sistema de referencia”, a un observador consciente. Sacar al testigo de la ecuación es ilícito. Einstein nunca terminó de aceptar la teoría cuántica. Quizá porque nos enseñó que la detección automática lo único que hace es diferir la observación. El gato de Schrödinger lo sabe bien.
Juan Arnau Navarro, Einstein: la luz que mide las cosas, El País 11/12/2020
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