El paper del sorteig a la democràcia atenesa.

Resultat d'imatges de el sorteo en la democracia ateniense
Estela de piedra y chapas metálicas usadas en Atenas para la asignación por sorteo de los puestos del Consejo de los Quinientos

Cuidarse de la arrogancia de los sobresalientes fue una inquietud central en el imaginario democrático antiguo. El sorteo, que presupone la igualdad de competencias políticas –o la posibilidad de adquirirlas en la práctica–, permite enfrentarse a un peligro: personas muy competentes y motivadísimas pero moralmente perniciosas.

Porque la arrogancia no aparece únicamente entre los tiranos: la vida democrática puede también generarla cuando los individuos acumulan demasiado prestigio y poder. La asamblea democrática puede engendrar sus aristocracias y éstas, corrompiéndose, convertirse en oligarquías. Veamos con qué instrumentos intentaron desactivar tales derivas.

Comencemos por los más extraños para nosotros y menos relacionados con el sorteo, aunque interesantes para comprender el sentido de éste. Entre el 487 y el 416 (cuando se realizó el último procedimiento), los atenienses votaban en asamblea, primero, si convenía expulsar a alguien de la ciudad durante diez años, después, en convocatoria posterior, escribían sobre trozos de cerámica (ostraka) quién debería correr tal suerte. El procedimiento no se basaba en deliberación alguna: simplemente se requería que hubiera 6.000 votos en la sesión, entre los cuales se expulsaba al que más votos recibía. Aunque la ley de ostracismo ha generado mucha literatura, los atenienses la emplearon con comedimiento.

Otras medidas son más interesantes. Tenemos dos posibilidades para producir cuerpos de deliberación: podemos sortearlos entre voluntarios y, en ese caso, los muy motivados por malas razones ven reducida su capacidad de influencia. Podemos considerar que a la deliberación debe ir quien desee: tenemos entonces una asamblea formalmente igual pero atravesada por muchas desigualdades debido a los recursos diferentes de los sujetos. Esta última posibilidad inquietaba notablemente a los atenienses. Individuos pagados podían alterar las deliberaciones a favor de una camarilla. Tanto es así que una norma de la asamblea del 346-345 exigía a las tribus que, por turno, se sentaran delante y controlasen a los alborotadores.

El sorteo ocupó un papel privilegiado en ese esfuerzo por impedir que las asambleas se transformasen en un mercado salvaje de competencia entre las élites y que, de ese modo, se desnaturalizase la democracia. ¿Cómo? Antes que nada, controlando su agenda por medio de un organismo sorteado. El comportamiento de un gorrón aumenta cuando las reglas son imprecisas. La asamblea sólo podía reunirse con el orden del día votado por el Consejo de los 500 (una institución, recuerdo, sorteada que recogía a 50 ciudadanos de cada una de las tribus). Obviamente esto no impedía que la asamblea fuese manipulada por individuos muy brillantes y motivados. En el siglo IV, la asamblea vio reducir poco a poco sus prerrogativas: las leyes pasaron a ser competencia de un cuerpo sorteado de 1.000 ciudadanos de entre los 6.000 disponibles para el Tribunal del Pueblo. Los acuerdos de la asamblea serían considerados decretos: estos últimos servirían para asuntos puntuales y deberían estar de acuerdo con las leyes, en suma, con aquello validado por el cuerpo sorteado. El hecho de que los ciudadanos del Tribunal del Pueblo hubieran prestado un juramento, que fueran fáciles de identificar y que de entre ellos se sortearan 1.000 para renovar las leyes indica algo fundamental: el sorteo ayudaba a precaverse ante los oportunistas y los manipuladores, creando un cuerpo de deliberación mejor organizado: menos sometido a los tumultos de la asamblea, con componentes más previsibles (y, por ende, menos fáciles de corromper) y a los que se les podía exigir más fácilmente la rendición de cuentas.

Otro importante procedimiento de control de la Asamblea, y donde el sorteo ocupa también un papel, es el graphé paranomon. El procedimiento fue, parece, introducido por Efialtes en el 462 y permitía que cualquier ciudadano, bajo juramento, denunciase como anticonstitucional un decreto acordado en un plenario de la Asamblea. En ese momento se reunía un tribunal sorteado entre los individuos del Tribunal del Pueblo que juzgaba la denuncia: o bien el decreto se retiraba o bien el denunciante recibía una multa. Si el denunciante era condenado tres veces por un jurado perdía sus derechos políticos y recibía una multa más que disuasiva. Por tanto, los sicofantes y los corruptos debían pensarse dos veces engañar a la Asamblea o paralizarla con acusaciones poco convincentes.

José Luis Moreno Pestaña, Democracia y sorteo, La Maleta de Portbou nº20, noviembre-diciembre 2016

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