La llibertat dels liberals (Isaiah Berlin).

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«Un hombre libre —dijo Hobbes— es aquel que no tiene ningún impedimento para hacer lo que quiere hacer.» La ley es siempre una «cadena», incluso aunque proteja de estar atado por cadenas que sean más pesadas que las de la ley, como, por ejemplo, una ley o costumbre que sea más represiva, el despotismo arbitrario, o el caos. 
Esto es lo que querían decir los filósofos políticos ingleses clásicos cuando usaban esta palabra. No estaban de acuerdo sobre cuál podía o debía ser la extensión del ámbito de esa libertad. Suponían que, tal como eran las cosas, no podía ser ilimitada porque si lo fuera, ello llevaría consigo una situación en la que todos los hombres podrían interferirse mutuamente de manera ilimitada, y una clase tal de libertad «natural» conduciría al caos social en el que las mínimas necesidades de los hombres no estarían satisfechas, o si no, las libertades de los débiles serían suprimidas por los fuertes. Como veían que los fines y actividades de los hombres no se armonizan mutuamente de manera automática, y como (cualesquiera que fuesen sus doctrinas oficiales) valoraban mucho otros fines como la justicia, la felicidad, la cultura, la seguridad o la igualdad en diferentes grados, estaban dispuestos a reducir la libertad en aras de otros valores y, por supuesto, en aras de la libertad misma. Pues sin esto era imposible crear el tipo de asociación que ellos creían que era deseable. Por consiguiente, estos pensadores presuponían que el ámbito de las acciones libres de los hombres debe ser limitado por la ley. Pero igualmente presuponían, especialmente libertarios tales como Locke y Mill, en Inglaterra, y Constant y Tocqueville, en Francia, que debía existir un cierto ámbito mínimo de libertad personal que no podía ser violado bajo ningún concepto, pues si tal ámbito se traspasaba, el individuo mismo se encontraría en una situación demasiado restringida, incluso para ese mínimo desarrollo de sus facultades naturales, que es lo único que hace posible perseguir, e incluso concebir, los diversos fines que los hombres consideran buenos, justos o sagrados. De aquí se sigue que hay que trazar una frontera entre el ámbito de la vida privada y el de la autoridad pública. Dónde haya que trazarla es una cuestión a discutir y, desde luego, a regatear. (...)

Los filósofos que tenían una idea optimista de la naturaleza humana y que creían en la posibilidad de armonizar los intereses humanos, filósofos tales como Locke o Adam Smith y, en algunos aspectos, Mill, creían que la armonía social y el progreso eran compatibles con la reserva de un ámbito amplio de vida privada, al que no había que permitir que lo violase ni el Estado ni ninguna otra autoridad. Hobbes y los que comulgaban con él especialmente los pensadores conservadores y reaccionarios defendían que si había que evitar que los hombres se destruyesen los unos a los otros e hicieran de la vida social una jungla o una selva, había que instituir mayores salvaguardias para mantenerlos en su sitio y, por tanto, deseaban aumentar el ámbito del poder central y disminuir el de poder del individuo. Pero ambos grupos estaban de acuerdo en que una cierta parte de la vida humana debía quedar independiente de la esfera del control social. Invadir este vedado, por muy pequeño que fuese, sería despotismo. Benjamín Constant, el más elocuente de todos los defensores de la libertad y la intimidad, que no había olvidado la dictadura jacobina, declaraba que por lo menos la libertad de religión, de opinión, de expresión y de propiedad debían estar garantizadas frente a cualquier ataque arbitrario. Jefferson, Burke, Paine y Mill recopilaron diferentes catálogos de las libertades individuales, pero el argumento que empleaban para tener a raya a la autoridad era siempre sustancialmente el mismo. Tenemos que preservar un ámbito mínimo de libertad personal, si no hemos de «degradar o negar nuestra naturaleza». No podemos ser absolutamente libres y debemos ceder algo de nuestra libertad para preservar el resto de ella. Pero cederla toda es destruirnos a nosotros mismos. ¿Cuál debe ser, pues, este mínimo? El que un hombre no puede ceder sin ofender a la esencia de su naturaleza humana. ¿Y cuál es esta esencia? ¿Cuáles son las normas que ella implica? Esto ha sido, y quizá será siempre, tema de discusiones interminables. Pero, sea cual sea el principio con arreglo al cual haya que determinar la extensión de la no-interferencia en nuestra actividad, sea éste el principio de la ley natural o de los derechos naturales, el principio de sutilidad o los pronunciamientos de un imperativo categórico, la santidad del contrato social, o cualquier otro concepto con el que los hombres han intentado poner en claro y justificar sus convicciones, libertad en este sentido significa estar libre de: que no interfieran en mi actividad más allá de un límite, que es cambiable, pero siempre reconocible. «La única libertad que merece este nombre es la de realizar nuestro propio bien a nuestra manera», dijo el más celebrado de sus campeones. Y si esto es así, ¿puede justificarse jamás la compulsión? Mill no tuvo ninguna duda de que sí se podía. Puesto que la justicia exige que cada individuo tenga derecho a un mínimo de libertad, sería necesario reprimir a todas las demás, en caso necesario por la fuerza, para impedir que privaran a alguno de su libertad. En efecto, la única función de la ley era prevenir estos conflictos, y el Estado se reducía a ejercitar las funciones de un sereno o de un guardia de tráfico, como desdeñosamente las describía Lasalle.

Según Mill, ¿qué es lo que hacía que fuese tan sagrada la protección de la libertad individual? En su famoso ensayo nos dice que, a menos que se deje a los hombres vivir como quieran, «de manera que su vida sólo concierna a ellos mismos», la civilización no podrá avanzar, la verdad no podrá salir a la luz por faltar una comunicación libre de ideas, y no habrá ninguna oportunidad para la espontaneidad, la originalidad, el genio, la energía mental y el valor moral. Todo lo que es sustancioso y diverso será aplastado por el peso de la costumbre y de la constante tendencia que tienen los hombres hacia la conformidad, que sólo da pábulo a «capacidades marchitas» y a seres humanos «limitados y dogmáticos» y «restringidos y pervertidos». «La autoafirmación pagana tiene tanto valor como la autonegación cristiana.» «Todos los errores que probablemente puede cometer un hombre contra los buenos consejos y advertencias están sobrepasados, con mucho, por el mal que representa permitir a otros que le reduzcan a lo que ellos creen que es lo bueno.» La defensa de la libertad consiste en el fin «negativo» de prevenir la interferencia de los demás. Amenazar a un hombre con perseguirle, a menos que se someta a una vida en la que él no elige sus fines, y cerrarle todas las puertas menos una —y no importa lo noble que sea el Futuro que ésta va a hacer posible, ni lo buenos que sean los motivos que rigen a los que dirigen esto—, es pecar contra la verdad de que él es un hombre y un ser que tiene una vida que ha de vivir por su cuenta. Esta es la libertad tal como ha sido concebida por los liberales del mundo moderno, desde la época de Erasmo (algunos dirían desde la época de Occam) hasta la nuestra. Toda defensa de las libertades civiles y de los derechos individuales, y toda protesta contra la explotación y la humillación, contra el abuso de la autoridad pública, la hipnotización masiva de las costumbres, o la propaganda organizada, surge de esta concepción individualizada del hombre, que es muy discutida.

Isaiah Berlin, Dos conceptos de libertad

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