Neurociència i vida contemplativa.

...la Humanidad se divierte o goza de un descanso cultivado –que esa es la finalidad del hombre, y no la tarea–, o haciendo hermosas cosas, o leyéndolas, o simplemente contemplando el mundo con admiración o delicia.
(Oscar Wilde)


Si uno fuese aficionado a la taxonomía dicotómica una de las sentencias clasificatorias que podría emitir rezaría como sigue: «el mundo se divide en dos: están los que hallan placer en no parar de hacer cosas, por un lado, y aquellos que su gusto lo encuentran en pararse a contemplarlas».

Resultat d'imatges de andrew j. smartSe atribuye a Pitágoras de Samos, en los albores de la filosofía allá por el siglo VI antes de Cristo, el haber sido el primero en emplear el término «filósofo» al comparar la situación del espectador de los juegos olímpicos con la condición del «amante del saber». A diferencia de los atletas, que persiguen el éxito competitivo y la gloria que lo acompaña, y los comerciantes, que acuden al evento con el fin de lucrarse, los espectadores asisten a él únicamente para contemplar; es decir, traducido a la condición del filósofo, su pretensión es conocer, comprender cuanto ante él se presenta. Espectador en griego se dice theoros, palabra emparentada con el verbo theoreo, que significa «ver» o «mirar»; de aquí proviene «teoría» (sobre el valor epistémico de ésta ya traté aquí). 

Colocarse en el estado contemplativo requiere unas condiciones que sabe describir muy bien Nicholas George Carr, crítico del mundo de la tecnología digital, en su libro titulado en castellano Superficiales. ¿Qué está haciendo internet con nuestras mentes?, que salió a la luz hace unos cinco años. En un pasaje del ensayo evoca su autor un estudio clásico de 1964 sobre la influencia de la tecnología en la cultura estadounidense: The machine in the garden, de Leo Marx, profesor del MIT y representante de esa tradición crítica para con la tecnología. Destaca este autor la necesidad que tiene la mente contemplativa de lograr un especial aislamiento de toda perturbación, constituyéndose el paisaje de la psique en «un espacio protegido apto para la reflexión». Javier Sampedro, quizás el más relevante divulgador de la ciencia en la prensa de nuestro país, lo expresaba hace unas semanas en un programa de radio; se quejaba de lo frecuente que era de unos años para acá recibir con cierta continuidad estímulos de los múltiples dispositivos TIC que pueblan el universo de nuestra cotidianeidad cuando uno intenta concentrarse en una tarea intelectual, la cual suele exigir durante un tiempo prolongado que nuestra mente ingrese en ese espacio en el que el pensamiento puede fluir de idea en idea sin tropiezos con el mundo de los mil y un quehaceres prácticos que exigen nuestra atención.

En su reciente libro El arte y la ciencia de no hacer nada, el joven investigador Andrew J. Smart ofrece un clarificador cuadro de los más vanguardistas hallazgos sobre el funcionamiento del cerebro humano que viene a revelar la necesidad de esos momentos prolongados de aislamiento mental, en los que la conciencia recibe no el ruido ambiente sino la espontánea aportación de instancias cerebrales de las que brotan elementos inesperados pero pertinentes desde el punto de vista creativo y/o recreativo. 

Nótese a este respecto lo diferente que es divertirse de recrearse. Blaise Pascal ya dejó muy claro en el siglo XVII que la diversión no forma parte de la vida contemplativa dado que aquélla busca el entretenimiento para escapar de la quietud y el ensimismamiento reflexivo. En la etimología de la palabra diversión se halla ese núcleo semántico, pues proviene del latín divertere, que significa «dar giro en dirección opuesta, alejarse», sentido que en castellano expresa la palabra «divergencia». Alejarse de uno mismo, correr siempre hacia la próxima tarea, no parar mientes, que es una expresión que le leí a Miguel de Unamuno y que significa no fijarse en algo, no prestarle atención, dis-traerse. Pascal era tajante:

A menudo he sostenido que la sola causa de la infelicidad del hombre es que no sabe cómo permanecer sosegadamente en su habitación.
(Y las habitaciones son ahora espacios porosos por los que circulan incontinentemente oleadas de bits de información que reclaman nuestra atención a cada instante.) 

Frente a la diversión, la contemplación proporciona recreo. Recrearse proviene del latín recreare, que aparte de significar crear de nuevo, significaba hacer revivir, restablecer, reanimar, reparar o vivificar los ánimos y las fuerzas. Precisamente lo que Andrew J. Smart, ya en la actualidad, nos expone en su libro son los fundamentos neurofisiológicos de esa regeneración psíquica y anímica que nos trae el tiempo de recreo:
La red neural por defecto se activa solo cuando estamos en reposo, pero también cuando centramos nuestra atención en nosotros mismos y nos entregamos a la introspección, La mente empieza a vagar, y los contenidos de nuestro inconsciente se filtran en la conciencia. La red neural por defecto nos permite procesar información vinculada con relaciones sociales, nuestro lugar en el mundo, nuestras fantasías respecto del futuro y, por supuesto, las emociones.
¿Que qué es la red neural por defecto de nuestro cerebro? Pues la red de estado de reposo, la que se activa cuando no hacemos nada. Fue descubierta en 2001 por el neurocientífico Marcus Raichle, que se percató en sus experimentos que, al contrario de lo esperado habitualmente, la actividad neuronal de ciertas zonas del cerebro de sus sujetos de laboratorio disminuía en los momentos de realización de las exigentes tareas cognitivas que se les mandaban. Se preguntó entonces qué ocurría en el cerebro en el tiempo entre tareas experimentales. Su investigación le condujo al hallazgo de una red específica que incrementaba la actividad cuando los sujetos parecían desentenderse del mundo exterior. Es la red de estado de reposo, la misma que se desactiva durante la ejecución de tareas y empieza a hablar consigo misma en un virtuoso bucle de ensimismamiento cuando no hay nada especial que hacer (como revisar los mensajes del móvil o recordar los documentos para llevar a la reunión del martes por la tarde o hacer la merienda del cole para...). Toma el control de nuestra mente cuando la dejamos vagar libremente, cuando –como suele decirse– soñamos despiertos. 


Dicha red la conforma un conjunto de regiones cerebrales: posterior, medial, medial anterior y parietal lateral; específicamente, se identifican como corteza prefrontal medial, corteza cingulada anterior, precúneo, hipocampo y corteza parietal lateral. Son centros de actividad cerebral, nodos que conforman el epicentro de la actividad cerebral. Es el caso del precúneo, que disminuye su actividad en las tareas que exigen centrar la atención, o que se desactiva cuando nos estresamos. Sin embargo, en el estado de reposo su tasa metabólica es muy elevada. Quiere decirse que si logramos desconectar de las ocupaciones dictadas por la eficiencia este centro de la red neural por defecto se activará y empezará a cobrar velocidad. Diríase que es la llave para la autorrefexión. El mismo papel parece tener la corteza parietal respecto de la metacognición, o sea, la capacidad de representación consciente y coherente de nuestro propio yo; y la corteza cingulada anterior respecto del descubrimiento de conceptos remotamente asociados que podrían combinarse en una idea novedosa, dirigiendo nuestra atención a esa idea y activándola para que pueda ingresar en la conciencia. Por su parte, la corteza prefrontal medial, en ese estado de reposo, queda abierta a lo que ocurre en los rincones más profundos del cerebro. 

El reconocimiento de la existencia de la susodicha red tropieza con la incredulidad de aquellos psicólogos que se mantienen en el prejuicio de que si la persona no hace nada, el cerebro tampoco. Pero el encéfalo se halla activo siempre y espontáneamente: mantiene, interpreta, responde y anticipa. Es un hecho que invierte más energía en su actividad espontánea e intrínseca que para los quehaceres concretos. Son los patrones que genera el propio cerebro los que mantienen su equilibrio en cuanto sistema complejo. Este es el corolario que Andrew J. Smart infiere de lo expuesto:
Lo que surge es la idea de que las percepciones, los recuerdos, las asociaciones y los pensamientos pueden necesitar de una mente en reposo para abrirse paso en nuestro cerebro y establecer nuevas conexiones.

El libre pensamiento sería producto igualmente de esta actividad de nuestra psique, incompatible con las servidumbres que imponen los hábitos reiterativos y las creencias consabidas que mantienen cautiva nuestra atención en un sinfín de actividades que ocupan de continuo nuestras mentes. Porque la red predeterminada asociada con el estado de contemplación está en correlación inversa con la red que entra en actividad durante la ejecución de tareas que requieren atención.

No es de extrañar, pues, encontrar frecuentemente referencias a los paseos como un hábito inspirador entre los pensadores. Un caso modélico es el de Nietzsche, quien nos dejó suficientes expresiones de su afición a caminar por las montañas, sobre todo por boca de su Zaratustra; recordemos también a Descartes, en sus campamentos militares de invierno, cuando nos describe el contexto en el que se entrega a sus meditaciones como una situación de ocio; o ese ensayo de Bertrand Russell titulado precisamente Elogio de la ociosidad, que por sí solo merecería un comentario. La pregunta es si las condiciones habituales en las que nos desenvolvemos en los diversos contextos sociales en la actualidad, sometidos al continuo flujo de información y generadores de un sinfín de estímulos que no cesan de requerir nuestra atención, no ya promueven sino si permiten siquiera sumergirse en ese estado de reposo que activa nuestra red neural por defecto. Quizá este asunto merecería otro rato de reflexión... Si es que entre deberes y diversión no nos quedamos sin recreo.

José María Agüera Lorente, El sitio de mi recreo: vida contemplativa y neurociencia, Filosofía en la Red 13/11/2016

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