Qui mereix ser escoltat?
En un artículo publicado en El País hace
algo más de un año, Ignacio Sánchez-Cuenca se quejaba de que, con mucha
frecuencia, sean escritores de ficción quienes se dediquen, en las
páginas de opinión de los periódicos, a hablar de política y economía.
El artículo señalaba particularmente a dos de ellos, Félix de Azúa y Mario Vargas Llosa -especialmente
críticos, entonces, con el socialismo recién salido del poder- y
apuntaba a un rasgo peculiar de nuestra cultura: ¿por qué razón los
medios y el público lector tienden a pensar que un novelista, un
filósofo o un poeta tienen conocimientos superiores a los del ciudadano
medio sobre temas políticos específicos? Ciertamente, reconocía
Sánchez-Cuenca, es probable que un escritor profesional escriba mejor
que uno que no lo sea, pero ¿le da eso una autoridad especial a la hora
de hablar de aspectos técnicos de la política?
Los intelectuales, digamos, clásicos llevan mucho tiempo
escribiendo en los periódicos, y no siempre sobre cosas relacionadas con
su trabajo o sus conocimientos específicos. Y aunque en España esta
tradición está particularmente asentada, se da también en otros países.
(Es probable que sea un invento francés que cobró su forma actual con el “J'accuse” de Zola,
y que ha seguido vigente en los países más influidos culturalmente por
Francia; quizá la mayoría, con la excepción de los anglosajones). Sin
embargo, tanto tiempo después, resulta curioso que hoy, cuando la mayor
parte de las profesiones se han especializado enormemente, los
intelectuales clásicos formados básicamente en las humanidades sigan siendo considerados voces autorizadas sobre casi cualquier tema.
Aunque, si bien se mira, no solo los intelectuales clásicos. Hay algo
raro en el modo en el que actualmente otorgamos credibilidad
intelectual. Es curioso que muchas veces las voces más escuchadas sobre
asuntos de política internacional sean las de actores de cine; mientras
que sacerdotes célibes sean considerados autoridades en materia sexual y
familiar; por no hablar de la repentina reputación que un buen cómico
metido a reportero tiene en asuntos económicos. Comparar a los escritores españoles que escriben sobre política en los periódicos con esta
otra clase de activistas puede ser injusto, puesto que muchos autores
de ficción y filósofos son grandes observadores de la realidad y tienen
una concepción compleja del mundo. Pero a pesar de ello, ¿tiene alguna
lógica concederles tanta autoridad sobre asuntos de enorme sofisticación
técnica? ¿Sabe realmente algo de legislación bancaria un novelista?
¿Comprende las complejidades de un banco central un filósofo metafísico?
¿Puede un fino sonetista iluminarnos sobre las administraciones
descentralizadas y sus inercias?
Sartre |
Hay
una respuesta inmediata y lógica: no esperamos de los autores de
ficción que escriben en los periódicos una explicación detallada de los
conflictos técnicos de la vida política, sino una referencia moral. No
queremos, por ejemplo, que nos expliquen qué es un tipo de interés, sino
los dramas que sufre quien no puede pagarlo cuando se comprometió a
hacerlo y la responsabilidad ética de quien espera cobrarlo. Y para eso
sí sirven las armas retóricas de una novelista o un poeta. A Ignacio
Sánchez-Cuenca le parecía, a juzgar por el artículo al que hacía
referencia antes, que este liderazgo moral o retórico es inútil o hasta
peligroso, y hay argumentos de su parte: basta con ver el historial de
muchos intelectuales durante el siglo XX para advertir que sus ideas
pueden ser igual de espantosas que las de cualquier otro ciudadano. Pero
Sánchez-Cuenca olvidaba algo muy importante: también pueden serlo las
de los científicos sociales, porque estos no suelen estar más despojados
de sesgos ideológicos que los intelectuales clásicos. Pese a su
acumulación de datos -cuando deciden recurrir a ellos, cosa que ni
siquiera suelen molestarse en hacer cuando colaboran en medios
generalistas-, tienden a estar tan marcados ideológicamente como los
escritores.
Con esto no quiero decir, por supuesto, que los científicos sociales
no deban estar en los periódicos. De hecho, creo que deberían estar
mucho más. Sin embargo, para que eso sirviera de algo, politólogos,
sociólogos y demás deberían tratar de estar a la altura de las
aspiraciones de objetividad de sus disciplinas, y por el momento -al
menos, insisto, cuando escriben en la prensa- esto no es así. No
pretendo que escriban textos de opinión sin opinión, pero sí sería
agradable ver que los académicos sociales que acostumbran a estar en los
medios fueran menos partidistas y menos rehenes de apriorismos
ideológicos. Amando de Miguel, Juan Carlos Monedero, Vicenç Navarro, Salvador Cardús o Edurne Uriarte
-o, con todas las diferencias imaginables, el propio Sánchez-Cuenca-
son académicos de la ciencia política o la sociología, pero sean cuales
sean sus méritos científicos, parece evidente que sus textos
periodísticos no siempre son análisis desapasionados u observaciones
imparciales. Sea con mayor o menor moderación y elegancia, sus
colaboraciones periodísticas no se diferencian, muchas veces, de las de
escritores, intelectuales o periodistas en su claro posicionamiento
ideológico o incluso partidista -y en su disponibilidad a ignorar datos
que desmientan sus posiciones. Si la máxima aspiración del intelectual
clásico consistía en contarle la verdad al poder, pero en muchos casos
traicionó esa noble aspiración cada vez que su partido conseguía el
poder, la de los científicos sociales debería ser simplemente describir
nuestras tendencias y ver cuáles son los incentivos que las alimentan
(y, quizá, señalar cómo corregir ambas cosas cuando, como ellos dirían,
son subóptimas). Tal vez lo hagan en sus papers, pero no parece
que sea eso lo que deciden hacer cuando se dirigen al gran público.
Entonces quieren, simplemente, opinar. Y no tiene nada de malo que un
científico tenga opiniones, pero eso no hace que sus opiniones sean
ciencia.
Soy consciente de que en los párrafos anteriores no he dado ni media
solución al problema que recogía Sánchez-Cuenca: ¿quién tiene o debería
tener autoridad para hablar de asuntos públicos? La verdad es que no
tengo respuesta: leo constantemente a intelectuales clásicos -incluidos
Azúa y Vargas Llosa, dos de mis preferidos- y a científicos sociales
-incluido Sánchez-Cuenca, que casi siempre despierta en mí dudas que no
sabía que tenía-, y aprendo de ellos cosas distintas. Pero mientras
todos -lectores, directivos de medios, periodistas, escritores,
colaboradores en prensa- sigamos convencidos de que los espacios de
opinión mayoritarios deben estar dedicados, básicamente, a descargar a
diario toneladas de ideología, eso es lo que obtendremos. Muchos
intelectuales clásicos creen que compreder a Goethe les permite
comprender el mundo actual. Muchos científicos sociales creen que
guardar un Excel con estadísticas en su ordenador les hace imparciales.
Ambas cosas ayudan. Ambas cosas tienden a ser insuficientes.
El problema no es quién tiene derecho a hablar -estamos de acuerdo en
que todos lo tenemos-, sino quién merece ser escuchado. Los grandes
medios nos ayudan a dirimir este problema con sus líneas editoriales y
nóminas de colaboradores. Pero aunque sea poco menos que pedir un
superhombre sintetizado, quizá valdría la pena aspirar a un opinador con
un pie en la ciencia y otro en las humanidades, con una mano en las
estadisticas y otro en la tradición cultural. De lo contrario, corremos
el riesgo de seguir teniendo dos mandarinatos en competición por
sustentar las buenas razones de sus posturas ideológicas, y por encima
de todo una cultura basada mucho más en el activismo que en la
información. Lo primero es importante para mantener la democracia. Lo
segundo lo es aún más para que la democracia sea de calidad.
Ramón González Férriz, Intelectuales y politólogos, Tormenta de ideas, 06/04/2013
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