La medecina, el dolor i la mort.

Uno de los últimos descubrimientos llevados a cabo por científicos del Instituto Pasteur demuestra que pueden llegar a formar nuevos tejidos a partir de células madre que puedan extraerse de cadáveres humanos. Las células madre que habitan en un cadáver generan un mecanismo protector, dormitan y tratan de minimizar sus necesidades energéticas para seguir sobreviviendo dentro de la hostilidad que le ofrece su hogar, dentro de un lugar donde los ácidos y el proceso de degeneración deforman y desestabilizan todo lo que se había venido desarrollando hasta ese momento. Allí, en el corazón de lo que queda sobreviviendo, dicho de otro modo, en cada una de esas células, existe la recién descubierta potencia de hacer a las células abandonar su alma mater para que una vez separadas de la raíz del cuerpo muerto en el que terminarían destruyéndose volverlas a despertar y darles la oportunidad de diferenciarse, de transformar así su esencia en peligro de extinción en una nueva identidad, fuente de una regeneración de nuevas formas celulares que servirán tanto para seguir investigando como para ayudar en la cura de diversas enfermedades.

Las células madre de un cuerpo humano que acaba de morir se quedan en silencio después del aviso de la llegada de la muerte, dejando en gran medida de reclamar de su fuente de energía todo aquello que necesitaba para sobrevivir. Su falta de actividad apaga su voz, el coro del cuerpo ya no le reconoce. Los caminos de la célula y del cuerpo se separan sin embargo sin el trabajo del científico no se hubieran separado definitivamente.

Los seres humanos como especie tienen varias formas de representar un hecho considerado científico. Una de las formas de describirlo se trata de la descripción superficial,  la cotidiana, la conversación: vaga, imprecisa, descripción superficial, una representación realizada con el fin de crear un contexto común de conocimiento sin presuponer apenas ningún otro conocimiento previo en el interlocutor. Otra forma es la que aparece en los párrafos anteriores, se mueve en el espectro de la precisión del artículo científico y la apertura del lenguaje hacia la literatura que viene de parte de la divulgación. Otra forma por ejemplo es la metafórica. La pregunta es: ¿Diferenciamos al hablar del mundo de la medicina entre la fantasía y la realidad?

La imaginación del investigador en medicina es la primera en ser puesta a prueba, se trabaja la indiferencia: tiene que eliminar la carga emocional que supone tratar con elementos de un cuerpo humano por lo que se dibuja cada elemento individual como un objeto independiente. 

Al igual que para el científico la presentación de la noticia al difundirse por los medios de comunicación se produce en un coto cerrado de neutralidad en el que se supone que se juega limpio: se describen los órganos y el funcionamiento del cuerpo como unidades mecánicas en las que no se encuentra la presencia de la vida, el truco está en no pensar en unidades unidas, sino en unidades separadas. Pero ¿acaso deja esto en algún momento de ser únicamente también una metáfora?

La responsabilidad de establecer esa diferencia recae en los hombros del encargado de ponerse la bata blanca, el médico, el científico. Como ocurre en todas las especialidades, la profundidad de la experiencia de cualquier descubrimiento queda como regalo del investigador que lo ha realizado o que se encuentra con el nivel suficiente como para poder realizarlo. Es como una pequeña descarga de una droga para el cerebro experimentado en ese campo, una realización deseada, quizá esperada inconscientemente en alguno de esos largos e intensos momentos de estudio.

La medicina trabaja cotidianamente con la diferencia entre la vida y la ausencia de la misma y entre estas y la traumática transición entre las dos, la enfermedad. El doctor enlaza dos puntos de la línea que separa la vida de la muerte y decide que hasta ahí puede llegar a mantener a su paciente, nunca del todo vivo, nunca del todo muerto, (dentro de una caja, diría Schrödinger) siempre por alguna parte en la cuerda floja.

La historia de la medicina es la de la realización de una cronología que cuenta las idas y venidas de los pacientes, sus travesías titubeantes por la cuerda floja. Observadores activos de la tragedia inevitable, tramoyistas que trabajan en un largo corredor hacia la muerte. Como caballeros de la guerra representan el emblema de la casa de la vida. Cada nuevo descubrimiento representa un nuevo soporte donde poder detenerse a coger aire, un nuevo instrumento de preparatoria para una estrategia de defensa. Entre ellos, los descubrimientos de la investigación celular. Para ello todos los médicos tuvieron que aprender a incluir los procesos automáticos dentro de lo que se entiende como la esencia de la vida, es decir, dejar que las personas acepten convivir con el miedo que supone que incluso lo descrito en fórmulas está sujeto al error, al cambio, a la tragedia, al acabarse. Instaurar este pensamiento ha llevado una larga lucha que entremedias ha tenido que lidiar con la rabia, la exclusión, la disparatada negación de la realidad por parte de los pacientes o futuros pacientes que, disfrazada de fantasía, puede distorsionar la efectividad de la investigación y de los resultados, la efectividad de la lucha. 

En el siglo XIX se constituye definitivamente la medicina científica de forma que la física y la química comienzan a trabajar conjuntamente con la anatomía. Ésta se une a la fisiología para mejorar la comprensión de la mecánica corporal humana, comprendiendo también desde entonces la vida anímica de una forma diferente a la acostumbrada. Ese proceso de transformación que desemboca en la medicina científica fue trabajoso y lleno de cierto dolor que apuntaba al centro del orgullo del ser humano, siempre dispuesto a colocarse a sí mismo en lo alto. Hubo que dejar atrás toda defensa del animismo: explicar el animismo en una frase.

Todo comenzó con el debate sobre la teoría de la respiración de Lavoisier y Laplace. Ellos consideraron la respiración como una forma lenta de oxidación en la que se desprende el mismo calor que se desprende en animales de sangre caliente. La química comenzó a visualizarse como competente compañera de trabajo para constituir una medicina eficiente. De repente la mera observación clínica se revelaba pobre e insuficiente. De repente se hablaba de añadir a la medicina experimental el estudio de observación, el laboratorio. Como dijo Claude Bernard, médico fundador de la medicina experimental, el intento de conservar la salud debía ir unido al intento de curar enfermedades, esto es, la regla no escrita del artesano, de que para mantener algo también ha de arreglarse lo que está estropeado, se aplica ahora al fenómeno de la vida humana, comienza a verse la práctica de la medicina como una artesanía. Esto incluye fragmentar el estudio en partes diversas, más diversas a medida que el estudio avanza, llegando por extensión a una diversidad tan compleja que la unidad de lo fragmentado quede diluida ya en un mero concepto que llega a ser útil tan solo como ideal con el que trabajar. Se trata de la inclusión de lo automático en el fenómeno vital, y por lo tanto de dejar de hablar de “fenómeno vital” y trabajar sobre la vida biológica humana en un ámbito plagado de pluralidades no limitadas, la unidad fundamental del cuerpo humano ya no es unidad, para poder estudiarla ha tenido que dejar de ser unidad. Nunca lo fue.

La aventura del hombre de adentrarse en lo desconocido ha supuesto el desarrollo de miles de mapas que representan todo lo que descubre, mapas sobre el exterior y mapas sobre el interior de sí mismo, mapas que giran una y otra vez recolocándose, mapas que resultan una referencia para todos los escaparates. Por ejemplo los escritos, las publicaciones, los artículos. Los fotografiados, dibujados, escaparates publicitarios o escaparates cinematográficos. Los escaparates deseados, los objetivos a cumplir, lo que se supone indispensable. El mapa del hombre saludable llego a convertirse en una nebulosa cada vez mayor a partir del siglo XIX.

Aquellos que atacaban la teoría de la respiración de Lavoisier y Laplace defendían una dignidad especial para los procesos de la vida humana diferente a la que quedaba después de describirlos en términos físico-químicos. Tenía que quedar todavía algo inexpugnable, el alma como indefinible. Hasta entonces la enfermedad era interpretada culturalmente como un castigo que proviene del exterior, algo extraño que se recibe en pago por malas acciones. Se sostenía la enfermedad dentro del relato de una moral religiosa. Como señala Susan Sontag en su libro La enfermedad y sus metáforas, fue en el siglo XIX cuando se empieza a pensar en la enfermedad como rasgo del carácter, como brote de la interioridad. Este cambio resulta intensamente representativo de la necesidad de la propia sociedad de seguir delineando una esperanza concreta en la batalla con la muerte basada en poder asirse a un modo de actuar recomendable que le permita ahuyentar el riesgo de contraer una enfermedad. Si la observación de los mecanismos corporales que mantienen toda la maquinaria en un estado saludable ya no ofrece seguridad suficiente porque se va definiendo por partes que casi no encuentran nada en común entonces las personas empiezan a considerar otra salida para esquivar el peligro. Se comienza a considerar que quizá el ideal de salud deba de alcanzarse a través de la mente, aprenden a querer observar una determinada integridad moral en el modelo de salud que se ha imaginado para la época.

Esto sumerge más en la abstracción a la comprensión del cuerpo humano. En esas circunstancias la persona queda libre cada vez más de realizar nuevas especulaciones con la vista apartada del cuerpo, libre también así para aceptar que alguien utilice esta nueva idea en su favor e imponga leyes éticas jugando con el factor del miedo.

Quizás la mente, quizás entonces exista una personalidad ideal. Quizás eso responda… ¿A qué? ¿A un entorno familiar determinado? ¿A principios morales específicos? El público del médico se pregunta qué ha de hacer, cómo ha de salvarse, cuál es el misterio.

No hay misterio, no hay escapatoria para la muerte. Susan Sontag también habla del miedo: del miedo del paciente, del miedo de los que rodean al paciente, del aislamiento y de la repulsión al enfermo. Lo que se trata de evadir es la cercanía de la muerte, el peligro, el final. Día de la ira, aquel día, lo inevitable de la muerte y el tener que soportarlo. Cuando se contempla de cerca, en los demás o en uno mismo, provoca la huida o, si no se puede huir, la desesperación melancólica. Al volverse transparente lo inevitable la figura retórica occidental de la persona que llora al muerto y llorando desciende en el entierro hacia el suelo sin llegar a tocar la tumba se vuelve una figura cercana, comprensible desde dentro, sin palabras, como si todo ser humano descendiera con esa figura al tener que aceptar la muerte como parte de su vida, una y otra vez. Por cada persona que nace una nueva figura desfalleciendo, el terror de soportarse, el terror de tener que volver a levantarse. Por eso antes de llegar a aceptarlo surgen las diversas estrategias.

La estrategia de la actualidad es la negación de la existencia del proceso: se acepta la muerte, pero no lo que lleva a ella. Esto, como tantas otras cosas, tiene que ver con la relación del ser humano con el tiempo, el ser humano solo puede entrar en verdadera relación conceptual con aquello que cabe dentro del tiempo, la muerte no se entiende, pero sí la enfermedad. El dolor recuerda la posesión de algo que tiene fecha de caducidad, el verdadero día de dolor, el día de la ira es el día de la pérdida, algo que se siente cómo va llegando en cada minúsculo sufrimiento.

Así también dice Susan Sontag que se ha llegado a tener el concepto muerte como algo cotidiano, pero no así ciertas enfermedades, como el sida o como el cáncer, considerado monstruoso y hasta un tema tabú. De hecho la verdadera relación con el cáncer surgió justo en el siglo XIX cuando Rudolf Virchow, científico y político, identificó la leucemia como un cáncer debido al perfeccionamiento del microscopio y pudo comprenderse mejor cómo a veces el cáncer no asumía la forma de un tumor externo.

El comienzo del estudio de la célula y el desarrollo de la fisiología trajo el cambio indispensable para la nueva comprensión del avance en medicina. Con ello ésta se configuró como la única herramienta lo suficientemente potente como para hacer frente a la desesperación de tener que seguir estando vivo cuando hay una herida abierta. Las heridas, con su persistencia, son las únicas capaces de llevar hasta un laberinto sin salida, laberinto que hay que recorrer una y otra vez, sufriendo, como queda reflejado en el cuento de Maupassant La señora Herbert.

Maupassant, francés y hombre del XIX, describe una mujer que ha terminado en un manicomio aferrada a un pequeño espejo y sufriendo indeciblemente la alucinación de ver ronchas y heridas monstruosas en su rostro cuando en realidad no las tiene. El dolor que Maupassant describe es tal que señala que la mujer no puede mirar de frente al médico ni a nadie que le acompañe sin temblar, llorar, enrojecer y pedir perdón por resultar tan desagradable. No es su culpa, dice, ha sido por salvar a su hijo ayudándole a curarse de la viruela. Maupassant pone en boca del médico la realidad de la mujer, contándosela a aquel visitante que tan extrañado ha asistido a la manifestación de la locura de ella. Resulta que cuando su hijo de quince años enfermó de viruela ella, hermosa siempre y consciente de que su belleza física era su único bastón de seguridad frente a los demás, no fue capaz de ir a visitarle. Pero incluso si eso pudiera parecer dentro del relato como un comportamiento aunque cruel, racional, del personaje, Maupassant describe cuando el joven, a punto ya de morir y sabiéndolo, pide ver a su madre, ella es incapaz de asomarse y a la vez incapaz de perdonarse por ello. Le dejó morir en soledad. La imaginación había ganado la partida, de forma que la señora Herbet jamás pudo volver a vivir en la realidad. Como la degradación de la capacidad racional que sufren los personajes de Dostoievsky en el cuento Bobok después de muertos. Los dos cuentos reflejan en sus personajes un desequilibrio paulatino de la estabilidad psíquica a modo de muestra de que en realidad no hay ninguna estrategia válida para enfrentarse a la muerte. Maupassant presenta la debilidad con la que la mente puede establecer el control. Dostoievsky propone como ejercicio hipotético pensar en que lo que llamamos una persona muerta es solo una persona que no puede interactuar con nosotros y que sin embargo conserva sus capacidades racionales sufriendo éstas un desgaste que llega hasta el sinsentido. La lectura del cuento de Dostoievsky guarda además un paralelismo con la recepción de la noticia del descubrimiento del Instituto Pasteur: la provocadora idea de que ni la muerte tiene un sentido unitario, de que ni siquiera pertenece a un acontecimiento único de una persona aislada. “Y al final, Bobok”, dicen en el cuento. Bobok es el balbuceo del que ya no puede articular una frase con sentido al igual que las células madre son las supervivientes de un anterior organismo dentro del que ya han perdido su función. “Y al final”, dicen. El día de la ira, entonces, es el descubrimiento del Instituto Pasteur: el máximo sufrimiento de ser una herida constantemente abierta. No hay una unidad de pertenencia. No hay un yo absoluto.

Por eso es imprescindible escuchar el discurso que ofrece la medicina. Para la verdadera comprensión de la salud y la enfermedad. Para que a través de reconocer y atravesar el sufrimiento se encuentre una comunidad, una verdadera ayuda. Para que el enfermo escape de la metáfora que le excluye de esa comunidad, porque esta es infinitamente enferma y a la vez infinitamente fuerte, capaz de complementarse y de tenderse la mano.

La respuesta que ofrece la medicina desde el Instituto Pasteur para el que todavía espera en el Valle de Josafat una salvación es que sea transparente consigo mismo y vea que enferma como enferman todos, que morirá también de la misma forma, que no hay ningún cobertor estético para esconder que el último momento siempre es horroroso. La respuesta es aquello que dice esa voz que se alza en el cuento de Dostoievsky, una voz de un personaje llamado filósofo que les recrimina a todos no reconocer su propia realidad. Esa voz ofrece la única propuesta válida para todos y cada uno de los seres humanos que tienen miedo: desnudarse. Desnudémonos.

Sofía Cárdenas Cortés, Dies Irae, el último descubrimiento del Instituto Pasteur, fronteraD, 28/03/2013


Bibliografía:


Sánchez Ron, José Manuel. El poder de la ciencia, Barcelona, Crítica, 2011

Ordóñez, Javier; Navarro, Víctor, y Sánchez Ron, José Manuel. Historia de la ciencia.  Madrid, Espasa, 2007

Sontag, Susan, La enfermedad y sus metáforas. Traducción: Mario Muchnik, revisada por Aurelio Major. Barcelona. Debolsillo, 2011

Dostoievsky, Fiodor. El sueño de un hombre ridículo. Traducción: Augusti Vidal. Barcelona, Áltera. 2007

De Maupassant, Guy. Cuentos esenciales. Traducción: José Ramón Monreal. Barcelona. Mondadori 2009

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