Que tinguis sort.


Cuando a veces me pregunto por qué razón no me seducen esos juegos de azar con los que tantos entretienen sus ocios, me digo que quizá se deba a que estos pasatiempos se me antojan redundantes respecto a la entera vida del hombre, ya de por sí un gran juego de suerte. Sólo un necio redomado ignoraría el protagonismo que la Fortuna tiene en todas las cosas humanas y a medida que uno avanza por el camino de la vida la certeza del imperio de esta diosa sobre nuestros azacaneados destinos se confirma aún más, pues lo ha probado ya en demasiadas ocasiones como para olvidarlo. Conocerse es reconocerse que los éxitos parciales obtenidos en el curso del tiempo, aun los más estimados, han dependido en gran medida de un encadenamiento de circunstancias que escapaban al control propio y son por tanto indiferentes al mérito personal. Hay gente de la que diríamos que tiene buena estrella, que las circunstancias parecen conspirar en su beneficio y sorprenderle siempre en el lugar y momento apropiados. Pero cuidado con ofuscarse y creerse predestinado al triunfo desdeñando la fuerza del acaso, porque los dioses se divierten entonteciendo con esas gallardías a quien previamente han decidido derribar. Las Moiras preparan para cada uno de nosotros un lote personalizado en el que la buena suerte tiene una tasa máxima irrebasable mientras que la proporción de la mala es potencialmente sin tasa.

Hay ocasiones, en efecto, en las que la desgracia arrasa con todo y devasta lo más valioso como un huracán y un terremoto juntos, sin que ni arte ni virtud sean capaces de poner dique a este desdichado golpe adverso. El adagio latino ars vincit omnia no se cumple a todo trance, ya que la tecnología que los hombres inventamos para alterar los procesos naturales a nuestra conveniencia no asegura siempre el resultado buscado, expuesto a esos casos fortuitos y de fuerza mayor que se resisten a dejarse dominar. Virtú vince fortuna: el viejo lema de los humanistas cívicos florentinos indica solamente que la virtud incrementa las posibilidades de conseguir aquellos bienes que requieren esfuerzo, trabajo y sacrificio, pero desgraciadamente no garantiza nada. Ninguna conquista es firme ante esa que Epicuro llama “la tirana universal”. Aristóteles sostiene que la práctica de la virtud conduce normalmente a la felicidad, la cual, una vez conseguida, es “difícil de arrebatar”, pero concede que no constituye un criterio infalible y que el hombre no deja nunca de ser vulnerable a la fatalidad. Siempre realista, admite el poder ingobernable de la Fortuna (Tyche) que, cuando le place, se impone olímpicamente y en uno de sus vaivenes nos devuelve a la completa indigencia, y se acuerda del infortunio de Príamo, rey de Troya, quien hubo de soportar ser testigo de la muerte de sus hijos y de la ruina de su pueblo sin culpa alguna por su parte.

Corolario de lo anterior es que el mundo es injusto, no retribuye la virtud, se complace en desbaratar los planes humanos y está gobernado por una arbitrariedad ciega y estúpida.

Y, sin embargo, esta arbitrariedad impredecible de la vida, hija de la casualidad y del capricho, es la que paradójicamente presta a lo humano su torso más reconocible y más seductor. Sabemos que vamos a morirnos pero no sabemos cuándo, como aquellas obligaciones condicionales que los romanistas denominaban certus an, incertum quando. No es que ignoremos el quando, es que ni siquiera está escrito y permanece a expensas de imponderables como las enfermedades o los accidentes. Esta bendita incertidumbre sobre la propia muerte deja abiertas muchas posibilidades al hombre y le permite vivir la vida como una aventura de imprevisibles resultados introduciendo así una lujosa complejidad en la existencia humana, que, sin embargo, se empobrecería si fuera totalmente calculable y los acontecimientos siguieran siempre el curso establecido. Además el azar proporciona al bocado de la vida ese punto picante y ese toque casual que excita nuestro deseo. La Fortuna, con sus excentricidades de dama consentida, pone lo nuestro en permanente peligro y queremos lo que poseemos porque está amenazado y tememos perderlo. Y esto incluye a la persona amada, un milagro de coincidencias felices que el amante adora en su rigurosa accidentalidad.

Bien mirado, el individuo mismo es resultado, a través de la unión sexual de dos células germinales, de una combinación impredecible de 46 cromosomas. El azar ejerce aquí de prenda de la individualidad humana, urdidor de ese ADN específico que nos singulariza. En último término, somos hijos de la lotería genética aún más que de nuestros padres. Es tranquilizador pensar que con cada uno de nosotros se han barajado las cartas de un modo diferente. De ahí la angustia de una manipulación genética que trascendiera los sanos fines terapéuticos. Imaginemos una sociedad que, mediante técnicas avanzadas, se decidiera a sustituir el azar en el origen genético del individuo por una planificación racional de las fecundaciones invocando el propósito de superar la actual lotería en la herencia genética mediante otro procedimiento que asegurase la igualdad de oportunidades naturales entre todos. La colonización del azar por la técnica, en nombre de la justicia, daría lugar a una serie de personas robotizadas. Repugna pensar en nuestro más íntimo yo como algo que, en lugar de hundir sus raíces en el misterio, fuera el producto seriado de un proyecto tecnológico con coartada moral.

Si empecé este microensayo deplorando la injusticia de la Fortuna, diosa antojadiza y mudable, ahora he de terminar celebrando su contribución a sazonar la vida humana evitando que se ponga rancia. Es preferible el azar injusto a una justicia invasiva que te regala la igualdad natural al precio de arrebatarte tu intimidad más exclusiva. En un mundo despojado de azar, sometido por entero al cálculo humano, sin incertidumbre ni aventura ni amor ni individualidad, quizá gente como yo empezaría a jugar a las cartas o a los dados, pero honradamente creo que no compensa.

Javier Gomá Lanzón, Diosa Fortuna, Babelia. El País, 20/10/2012

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