L'art contra la bellesa.
En otros momentos nos habría exasperado tanta banalidad, rayando el timo,
expuesta en las mejores galerías y en prestigiosos museos, pero ahora,
progresivamente, casi lo mismo nos da. La belleza hace tiempo que se escindió
del producto artístico y siendo posible aceptar que lo feo sea altamente
interesante, que las vísceras en corrupción del buey en una muestra despierten
sensación o que las vaqueros rotos, los zapatos manchados, los muebles
en découpage y las calaveras tatuadas sean buena parte de nuestro
repertorio estético ¿cómo ponerse finos ante la creación?
Gombrich decía, mucho antes de que las cosas llegaran a este extremo, que
“arte es aquello que los artistas dicen que es arte”. Se trataba así, por este
supercrítico, de salir airosamente del trago. Si los ebanistas hacen muebles de
todas clases, los artistas hacen arte, sea de la forma y composición que
sea.
La novedad, sin embargo, tratada el jueves por el profesor Calvo Serraller en
su excitante conferencia del Reina Sofía es que, a fuerza de aceptar la
belleza convulsa de los bretonianos —una belleza fuera de todo canon y
saciada de libertad hasta el vómito, cuyo interior ha estallado en pedazos y de
cuyos cascotes han ido produciéndose manifestaciones; unas llamativas y otras,
ni fu ni fa— lo bello ha abandonado su trono imperial cargado de oros y el pasto
del pueblo liberado ha adquirido las mil caras de la libertad y la
fast food.
Antes del siglo XVIII, antes de la liberadora Ilustración, la belleza se
hallaba enjaulada en reglas divinas que como la simetría, la proporción, el
ritmo evocaban las leyes matemáticas que son, con Pitágoras, las leyes de
Dios.
Tan pulcra como la matemática, tan digna y exacta como ella, la belleza era
casi una ciencia para cuya producción era necesario aprender meticulosamente un
oficio y seguir severamente sus órdenes y principios. Hoy, sin embargo, brotan
músicos y escritores y pintores por todas partes. Es una belleza de puertas
abiertas, el desorden es su correlato natural.
La pretensión de la belleza, como se ve en los escotes, en los cortes de
pelo, en la arquitectura o en las faldas, no es simétrica sino asimétrica. La
desproporción, el exceso, se impone espectacularmente a la precisión; y lo
atonal, lo arrítmico pugna por hacerse oír mejor.
Una creación como la de la marca Desigual y las últimas colecciones de Custo
Barcelona son un ejemplo cercano de la nueva belleza tan convulsa que, si parece
colapsar en el proyecto, no llega nunca a la postración, sino a la
sensación.
De ese universo estético está hecha actualmente la polimoda. Porque ahora no
hay ya una moda imperante o única como no hay ningún canon de belleza superior.
En las noticias de cada día la fe se intercambia bélicamente (convulsamente) con
la blasfemia, lo minimal con el barroco, las prendas de Ralph Lauren
con los serios modelos de Dior, el miedo de todos nosotros por un pavor
mayor.
El arte se ha despojado de sus hábitos místicos y es carne de mercado. Y el
mercado, como la crisis enseña, es tan errático como desequilibrante, tan
desproporcionado como famoso, tan arrítmico como un infarto, tan decisivo como
invisible.
El arte, ¿es arte? A estas alturas qué más dará esta etiqueta ancestral. La
política, la economía, la sociedad y la cultura se hallan en una era cuyo máximo
carácter es carecer de nombre propio. En estas condiciones de perdición,
deslocalización, desconcierto y apocalipsis ¿a qué propiedades más o menos fijas
podría la belleza aspirar?
Vicente Verdú, El arte ¿es arte?, El País, 06/10/2012
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