La societat borrosa a la que aspira l'independentisme.
En una época como la que estamos viviendo, en la que parecía haber quedado
aceptado con el rango de una evidencia incontrovertible no ya el fracaso de las
utopías, el declive de los grandes proyectos de emancipación o la desaparición
de los modelos globales de transformación de la sociedad, sino el ocaso de lo
político en tanto que tal, gana terreno en Cataluña una propuesta, la
independentista, que en principio choca frontalmente con ese generalizado
convencimiento. Alguien podría pensar, en efecto, que cuando daba la impresión
de que se había apagado por completo cualquier forma de pasión política, esta
reaparece con los ropajes de la aspiración a un Estado propio.
Antes de entrar en consideraciones más específicas acerca de la naturaleza de
dicha aspiración, convendrá señalar que la misma es hija de unas actitudes y
valores que durante bastante tiempo no desembocaban de manera tan inequívoca en
esta conclusión y parecían conformarse con brumosas reivindicaciones de
reconocimiento de la propia identidad nacional o imprecisas reclamaciones de
autogobierno. Ahora, a la vista de dónde hemos venido a parar, no resulta
demasiado aventurado señalar que todas ellas constituían las premisas de una
conclusión que empieza a dibujarse en el horizonte con perfiles nítidos.
Pienso, por ejemplo, en la forma en que Jordi Pujol argumentaba su respuesta,
afirmativa sin fisuras, a la pregunta “¿De verdad somos todos nacionalistas? ¿Es
un estado natural?”, que le formulaba Lluís Bassets en entrevista para El
País Semanal en noviembre de 2009. Para el expresidente de la Generalitat,
“todo el mundo quiere ser lo que es. Es legítimo y positivo, la gente tiene
derecho a conservar su identidad, su personalidad propia y a desarrollarla. A
realizarse desde su propia manera de ser”. En el pensamiento de Pujol siempre
hubo un continuo casi naturalista entre la aspiración a conservar la identidad,
entendida como la propia manera de ser, y la aspiración a obtener
determinadas formas políticas de organización de la vida colectiva. El fundador
de CiU, recientemente reconvertido al secesionismo más decidido, nunca tomó en
consideración la posibilidad de que existan individuos que deseen liberarse de
los lazos de fidelidad que los ligan a su microcosmos para convertirse en
personas que no dependan de sus raíces y, por tanto, en la medida en que se
liberen de ellas, se encuentren en condiciones de darle a sus vidas el sentido
que se les antoje. Una tal posibilidad —a la que Pascal Bruckner en su libro
La tiranía de la penitencia ha denominado “emancipación republicana”—
resultaría merecedora, de acuerdo con el esquema pujolista, de una valoración
rotunda: aquellos que no se consideran nacionalistas también lo son sin saberlo,
solo que de otro nacionalismo, invisible o inconfesado.
Siempre he tendido a opinar que esa especie de dogma del pensamiento
nacionalista (el omninacionalismo, bien lo podríamos denominar)
expresa, en el fondo, una profunda debilidad teórica, a no ser que, a
continuación, se aporten razones que permitan distinguir entre nacionalismos
mejores y peores. Pero mientras se persevere en enraizar una
aspiración política en un sentimiento identitario, el debate entre emociones
enfrentadas no da de sí (en definitiva, ¿qué convierte a un sentimiento en mejor
que otro?, ¿por qué será que el sentimiento propio a este respecto es visto
siempre como limpiamente transversal y el ajeno como insoportablemente sectario,
cuando no directamente facha?). Un viejo amigo mío, acreditado
científico social, suele bromear diciendo que el nacionalismo es la actitud
política que requiere un menor esfuerzo intelectual. En efecto, si uno se
declara liberal, a continuación viene casi obligado a especificar si lo es en el
sentido más clásico, de Stuart Mill, o en el de Berlin, o en el de Dahrendorf, o
incluso en el del neoliberalismo. Si uno se declara socialista, no le queda más
remedio que justificar su reformismo frente a los partidarios de
transformaciones más radicales y reconstruir las discusiones teórico-políticas
entre socialdemócratas y comunistas que atravesaron buena parte del siglo XX, y
así sucesivamente. Para ser nacionalista, en cambio, no hace falta haberse leído
un solo libro: basta con apelar a un sentiment, el cual se da por
descontado que constituye fuente incuestionable de legitimidad política.
Se observará que no estoy negando el hecho de que, en muchas ocasiones, la
crítica a los nacionalismos sin Estado se plantea desde posiciones no menos
nacionalistas. Como tampoco estoy negando que con enorme frecuencia dicha
crítica lo que persigue es ocultar los propios problemas y contradicciones,
utilizando a los nacionalismos periféricos como chivos expiatorios.
Pero repárese en la simetría entre ambas posiciones. Tanta (o tan poca) gracia
tiene el chiste, que recordaba hace no mucho una hagiógrafa de Mas, del
jornalero extremeño trabajando una dura tierra mientras un señorito encima del
caballo le dice: “La culpa es de los catalanes”, como la tendría el chiste, que
podría haber dibujado el gran Chumy Chúmez, en el que un orondo burgués catalán
con puro y chistera, cabalgando a lomos de un escuálido obrero con boina (de
origen extremeño o andaluz, obviamente), le comentara a este: “La culpa de todo
la tiene Madrit”.
Alguien podrá argumentar que precisamente la especificidad de la actual
situación radica en que las propuestas independentistas, más allá de su
inspiración inequívocamente nacionalista, se plantean apelando no tanto al
corazón como a la cartera, esto es, enfatizando los perjuicios económicos que
para los ciudadanos catalanes supone permanecer dentro de la estructura estatal
española. Lo que habría que preguntarse es si ese aparente desplazamiento
argumentativo representa un mero recurso táctico para ampliar respaldos
electorales, incorporando a sectores que resultaban renuentes a los
planteamientos estrictamente identitarios, o, por el contrario, constituye un
auténtico viraje estratégico que intenta plantear las propuestas nacionalistas
sobre nuevas bases, esta vez sí efectivamente políticas.
Ahora bien, ¿es el caso que las propuestas independentistas especifiquen su
contenido político? Es cierto que el nuevo agravio que parece haberse
constituido en actualizado banderín de enganche del independentismo es el
denominado expolio fiscal, que no seré yo quien defienda (además,
¿quién se atrevería a defender algo calificado previamente como expolio?). Pero
llama la atención que quienes se alzan, escandalizados, contra lo que califican
como una flagrante injusticia muestren tan poca sensibilidad ante las severas
injusticias estructurales que están en el origen de permanentes padecimientos de
amplios sectores de la población de su comunidad. ¿O es que se puede tener la
piel tan fina con el expolio fiscal y tan gruesa con la explotación, la
especulación, la exclusión, la corrupción y otros males tan sólidamente
instalados en la sociedad catalana?
Con otras palabras, ¿cómo puede ser que este independentismo en ningún
momento plantee, ni siquiera en sus líneas maestras, qué tipo de sociedad quiere
construir cuando alcance sus objetivos, deslizando en su lugar el mensaje de que
bastará con desengancharse de Madrid para que todos nuestros problemas
desaparezcan? ¿Estamos efectivamente ante una propuesta política en sentido
fuerte o con lo que nos las hemos de ver es con un independentismo
seudorreligioso, según el cual cualquier dificultad que pudiera plantearse
quedará superada con la secesión, convertida en una pócima mágica para salir de
la crisis y acabar con nuestros pesares? ¿Resulta creíble que vayan a llevarnos
a esa nueva tierra prometida los mismos conservadores que a lo largo de los dos
últimos años han alardeado de su firme determinación para recortar en educación
y sanidad, que tanto se han afanado en golpear a los sectores más deprimidos,
mientras se apresuraban a eliminar cualquier carga impositiva a quienes reciben
en herencia las mayores fortunas.
Manuel Cruz, Independencia, ¿para qué, exactamente?, El País, 06/10/2012
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