L'exclusió de la massa.
Una de las acusaciones difamatorias que se virtieron desde el primer momento
contra el 25S afirmaba el carácter golpista de esta iniciativa de protesta,
sosteniendo incluso sin prueba alguna que grupos nazis estaban detrás del
proyecto de cercar el Congreso el 25 de septiembre de 2012. Bien extraño es este
"golpismo" consistente en reivindicar la soberanía popular y la democracia
secuestradas por los poderes financieros y sus cómplices del gobierno y del
parlamento. La disparatada asociación de golpismo y nazismo con las
reivindicaciones y prácticas rigurosamente democráticas que se vienen abriendo
camino en nuestra calles y plazas desde el 15 de mayo de 2011 y se han repetido
en multitud de movilizaciones sociales contra la política brutal de
empobrecimiento y regresión social de los últimos gobiernos, alcanza, sin
embargo, su culmen en un
artículo del Secretario de Estado de Cultura del gobierno del PP publicado el 1
de octubre en el País bajo el título "Antipolítica y Multitud". Si la
Delegada del Gobierno en Madrid, Sra Cifuentes ya había sostenido en reiteradas
ocasiones que la reivindicación de una democracia real donde los ciudadanos
pudieran expresarse y participar activamente en la toma de decisiones era
"golpista", pues vulneraba el orden constitucional hoy existente, el Sr. José
María Lassalle da un paso más y afirma rotundamente que: "El malestar
colectivo que se llevó por delante las democracias liberales en el periodo de
entreguerras vuelve a escena. Es cierto que no adopta las maneras totalitarias
ni exhibe el matonismo pistolero y la marcialidad de aquellos años, pero no cabe
duda de que actualiza en clave postmoderna la lógica y los mitos que movilizaron
a las masas con el fin de derribar la arquitectura institucional sobre la que se
sustenta nuestra civilización democrática."
José Maria Lassalle |
Tremendas afirmaciones
son estas. Sobre todo cuando se formulan pocos días después de que un grupo
armado y uniformado con una conducta particularmente violenta tomara los
alrededores del Congreso de los diputados y atacara indiscriminadamente a
numerosos manifestantes pacíficos que deseaban rescatar una democracia
secuestrada por el capital financiero. Esas escenas en que ciudadanos indefensos
eran golpeados brutalmente y humillados por personas de uniforme recuerdan
efectivamente los años 30, pero con la diferencia de que los uniformados eran en
este caso los defensores de la susodicha "arquitectura institucional" y los
golpeados, los ciudadanos de esta supuesta "civilización democrática". Con un
enorme talento para la inversión de las situaciones, el Secretario de Estado
atribuye la violencia y el desorden a la ciudadanía pacífica que intentaba
manifestarse con tranquilidad y no a sus auténticos responsables. Poco importa
que las pruebas documentales hayan mostrado una y otra vez el carácter
desproporcionado e intimidatorio de la actuación policial e incluso las
numerosas provocaciones de los policías infiltrados destinadas a justificar las
cargas contra los auténticos manifestantes. El problema es que el Sr. Lassalle
no parece ser consciente de que la brutalidad de la represión del día 25 de
septiembre -como la de tantos otros días- tiene directamente que ver con el
hecho de que los cuerpos represivos del franquismo jamás fueran purgados y, en
general de que los principales aparatos políticos, militares y judiciales del
régimen del 18 de julio permanecieran incólumes. Su propio partido, el Partido
Popular, hoy en el gobierno, nunca aceptó condenar el golpe de Estado, la
represión sangrienta y la larga dictadura del general Franco, como tampoco lo ha
hecho nunca el actual Jefe del Estado y sucesor de Franco "a título de rey". Muy
imprudente es asimismo la referencia al jurista alemán Carl Schmitt y la
comparación del pensamiento de este grandísimo y reaccionarísimo jurista con las
ideas que inspiran a los movimientos del 15M o el 25S. Es curioso que quien se
permite ahora afirmar que las multitudes del 15M o del 25S son "schmittianas" y
por ende seminazis sea precisamente un representante de este régimen que, en una
fase anterior, sí se valió de Carl Schmitt como ideólogo y apologeta. En esta
bitácora hemos recordado cómo uno de los más destacados intelectuales de este
régimen, Don
Manuel Fraga Iribarne, fundador y presidente de honor del PP, acogiera el 21
de marzo de 1962 en el Instituto de Estudios Políticos, con todos los
honores, al jurista alemán compañero de viaje del nazismo.
No
sólo hay en el artículo del Sr. Lassalle una característica proyección de la
culpa en el otro, sino que el Secretario de Estado nos hace en él una auténtica
exhibición de su ignorancia del pensamiento de Carl Schmitt, un pensamiento
ciertamente reaccionario, pero a la vez radical y profundo. Afirma así el
Secretario de Estado en su artículo que "se despliega ante la opinión pública
de forma abrupta una animadversión antilegal y antiparlamentaria que reproduce
casi milimétricamente las críticas que Carl Schmitt dirigía en los años 20 y 30
del siglo XX hacia el Estado de derecho, la primacía de la Ley, la Constitución
de Weimar y los políticos que la defendían." Esto es no saber que, en los
años 20 e incluso en los 30, como recuerda Sandrine Baume en Carl Schmitt,
penseur de l'Etat (CS pensador del Estado) (Paris, Sciences Po, 2008) Carl
Schmitt era un firme defensor del Estado de derecho weimariano al que sólo
reprochaba su debilidad. Antes de aliarse con los nazis, hasta el último
momento, Schmitt defendió las posiciones de la derecha weimariana y en concreto
abogó por que el presidente de la República, apoyándose en la constitución,
proclamase el Estado de excepción y prohibiera simultáneamente los partidos
comunista y nazi. Para Schmitt, el presidente, en su calidad de Jefe del Estado
debía comportarse como defensor de la constitución. No hay así en Carl Schmitt
la más mínima "animadversión antilegal", aunque sí que hay una crítica a un
parlamento que considera débil por su carácter demasiado pluralista. El orden
legal requiere según Schmitt determinadas condiciones para poder aplicarse a la
realidad y es competencia del soberano sentarlas o restablecerlas cuando estas
no se dan.
No hay, pues, ninguna apelación a las masas, ni mucho menos a
la multitud, en Schmitt, pues para él la multitud es siempre una amenaza para el
Estado. Tan sólo defendió Schmitt la primacía del movimiento de masas en su
período de mayor cercanía al nacional-socialismo, posterior a la llegada de los
nazis al poder. En su escrito Staat, Bewegung, Volk, die Dreigliederung der
politischen Einheit (Estado, movimiento, pueblo, la triple articulación de
la unidad política-en adelante SBV) de 1933 da efectivamente un lugar importante
al movimiento de masas, pero se trata de un movimiento sometido a un líder y que
se sirve de los aparatos de Estado para garantizar la paz y la despolitización
del pueblo. El movimiento, el partido nacional-socialista, no es pues en nada
comparable a la irrupción en la escena política de una multitud internamente
diversa, sino, por el contrario, una forma absolutista más de su desaparición,
de su transformación en una masa homogeneizada y sometida a un dirigente. A
diferencia del Sr. Lassalle, dejemos la palabra a Carl Schmitt: "Cada uno de
los tres términos Estado, Movimiento, Pueblo puede utilizarse para significar la
totalidad de la unidad política. Sin embargo, cada uno de
ellos denota también al mismo tiempo un lado y un elemento específico de
este todo. Así, podemos considerar al Estado en sentido estricto como la parte
políticamente estática, al movimiento como el elemento políticamente dinámico y
al pueblo como el lado no político (unpolitische) que crece bajo la protección y
a la sombra de las decisiones políticas."(SBV, p11, traducción del autor)
De este modo, el nuevo soberano nacional-socialista no tiene en lo esencial una
función distinta de la del soberano clásico, pues como él es el encargado de
restablecer las condiciones de normalidad que hacen posible a la vez la eficacia
de las leyes y del ordenamiento estatal y la autoorganización corporativa del
pueblo en lo económico. Tanto para el nacionalsocialismo como para el
liberalismo clásico de Benjamin Constant, la función del ordenamiento político
es fundamentalmente la de excluir a la mayoría de la población de la actividad
política dejándole abierto un espacio no político (unpolitisch) y ajeno a la
verdadera decisión pública en la vida económica y en lo privado.
Carl
Schmitt reivindica su pertenencia a una tradición política de la soberanía,
cuyos pioneros modernos son Bodin y Hobbes. Conforme a esta tradición, el
soberano tiene en exclusiva el poder de hacer y deshacer las leyes, concentra,
en otros términos, el poder legislativo en sus manos. El derecho tiene una
fuente única que es el soberano y este puede incluso -o sobre todo- decidir
cuándo sus propias leyes lo obligan ante sus ciudadanos al modo de promesas
hechas a estos. Afirmará Schmitt en la Teología Política (Madrid, Trotta,
2009, p. 15) que:
"Hablando en términos generales, afirma Bodino que
el príncipe sólo está obligado ante el pueblo y los estamentos cuando el interés
del pueblo exige el cumplimento de la promesa, pero no está obligado "si la
nécessité est urgente" (si la necesidad es urgente) [...] Lo que es decisivo
en la construcción de Bodino es haber reducido el análisis de las relaciones
entre el príncipe y los estamentos a un simple dilema, referido al caso de
necesidad. Eso es lo verdaderamente impresionante de su definición, que concibe
la soberanía como unidad indivisible y zanja definitivamente el problema del
poder dentro del Estado. El mérito científico de Bodino, el fundamento de su
éxito, se debe a haber insertado en la soberanía la decisión".
Unidad e
indivisibilidad del soberano y la decisión como facultad fundamental de este son
rigurosamente indisociables. Toda forma de derecho procedente de otra fuente que
no sea la decisión del soberano, ya es trate incluso de un derecho natural o
divino sólo tiene vigor para Bodin, Hobbes o Schmitt en la medida estricta en
que el soberano la sanciona mediante su decisión. Nadie hay pues más opuesto a
una multiplicidad de instancias legislativas que Carl Schmitt, nadie más
contrario a esa auténtica pesadilla para el pensamiento político de la soberanía
que es una multitud legisladora, una asamblea abierta. Prosigue así Lassalle:
"Más de 30 años después de recuperarlas, las instituciones democráticas se
ven discutidas por una tempestad antipolítica que ensalza las multitudes y
reclama el derecho a que sean éstas quienes decidan por dónde debe orientarse el
interés general, ya sea del conjunto o de partes significativas de la sociedad
española." Que no le quepa la menor duda al Sr. Secretario de Estado: el
profesor Schmitt estaría en este caso del lado de estas "instituciones
democráticas" en cuanto estas poseen el monopolio de la capacidad legislativa y
no dudaría en apoyar al ministro del interior y a la Sra Cifuentes en su
decisión de reprimir la disidencia social mediante la fuerza, incluso a costa de
una interpretación de las leyes ampliamente decisionista y basada en el recurso
a la excepción soberana como la que ha inspirado a todas luces la actuación
represiva del 25.
Lo que ocurre es que, para Carl Schmitt, como para
Bodin, Hobbes o el Sr. Lassalle, la soberanía se basa en la exclusión de la
multitud, esto es de los individuos reales, del ámbito de la decisión pública.
La multitud sólo tiene cabida en la vida pública en tanto que representada por
el soberano, unificada por él como pueblo. El pueblo no es una realidad
espontánea ni natural, sino el resultado de la abolición de la multitud en la
representación, es decir de la sustitución de los individuos reales por las
instancias de representación, individuales y colectivas que configuran al
soberano. Se presume en este esquema que, una vez representados, los ciudadanos
deben acatar lo que decidan sus representantes, pues al haberles otorgado su
representación, han renunciado a actuar por sí mismos y aceptado hacerlo
exclusivamente a través de aquellos. Este tipo de funcionamiento no es sólo el
del Estado absolutista, sino el de las democracias liberales modernas que, desde
el punto de vista institucional son herederas de la lógica representativa del
absolutismo de Bodin y Hobbes. Por ello mismo, un "demócrata" como el Sr.
Lassalle sólo puede ver con terror la calle "convertida en una asamblea", pues
todo intento por parte de los ciudadanos de recuperar su vida política
secuestrada por las instituciones representativas es necesariamente
subversivo. Tanto mayor ha de ser el terror del Sr. Lassalle y de los demás
partidarios del régimen actual ante una multitud informada y cada vez más
politizada cuanto menos verosímil se hace a los ojos de todos la ficción de que
los poderes del Estado se rigen por el interés general. En un país donde la
política de los dos últimos gobiernos en favor del capital financiero ha
conducido a récords de desempleo y a una liquidación acelerada de los derechos
sociales y, en general, a una descomunal transferencia de riqueza de la mayoría
de la población a la minoría más rica, cualquier referencia del poder al interés
general suena a sarcasmo.
Por otra parte, la asimilación de multitud a
masa que hace el Secretario de Estado es también sumamente desacertada. La
multitud es siempre pluralidad libre, multiplicidad, variedad, mientras que la
masa, la de los desfiles nazis o de los cuerpos armados militares o policiales
en formación es siempre un grupo de individuos homogéneos, sometidos a un amo o
a un jefe. De la multitud, con sus distintos pareceres, surge según nos refieren
Maquiavelo y Spinoza, el mejor antídoto contra la irracionalidad de los
gobernantes, pues es mucho más difícil que una gran asamblea decida algo absurdo
que que un único gobernante lo haga. De ahí también que los actos de barbarie
perpetrados por las masas se caractericen no tanto por la libertad de sus
ejecutantes, como por su obediencia a un mando único. La conducta de las UIP en
Madrid el 25 de septiembre responde al modelo de la masa, la pacífica y
moderadísima respuesta de la multitud a las incalificables agresiones del poder
a través de sus fuerzas represivas, responde al de la asamblea
plural.
Digamos para concluir que lo que no ha comprendido el Sr.
Lassalle es que la presencia de las multitudes en las calles no es un fin en sí,
sino el principio de un proceso constituyente, un proceso que persigue una nueva
institucionalidad política democrática que no prive al ciudadano de la
participación política y haga imposible la supeditación de los representantes a
fuerzas sociales ajenas y hostiles al interés de la mayoría. Cuando el pueblo no
puede ya obedecer al soberano sin sufrir graves perjuicios, rompe el pacto
político de sujeción y vuelve a ser multitud. Surge en los individuos que
componen la multitud, en primer lugar la indignación por el mal que el poder
hace a sus semejantes y a ellos mismos, en segundo lugar la desobediencia y la
insurrección, produciéndose por último a consecuencia de estas últimas, la caida
del régimen, pues todo poder se basa exclusivamente en la obediencia de la
multitud y no en una virtud propia de los gobernantes. Un régimen que no genera
obediencia, sencillamente ha dejado de existir. Aquí, lo que se habrá producido
no es, como pretenden el Sr. Lassalle o la Sra. Cifuentes, un golpe de Estado,
que es siempre un acto interno al propio Estado, al poder constituido, sino la
irrupción, siempre exterior al poder constituido, del poder constituyente, de la
potencia de creación institucional de la multitud, el renacer de una
democracia.
John Brown, La multitud y la masa (Respuesta al artículo de José María Lassalle "Antipolítica y multitud), Johannes Maurus, 03/10/2012
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