No hi ha alternatives a la democràcia?
Como alguna vez señalara el Nobel de Economía Amartya Sen, “la democracia se ha vuelto
una creencia dominante en el mundo contemporáneo... como una opción por defecto
en un programa de computadora”. ¿Cómo ocurrió? ¿Cómo fue que la palabra
“democracia”, acuñada para describir la forma idiosincrásica de gobierno de unas
cuantas ciudades-Estado griegas, se ha convertido hoy en objeto de una
apasionada fe universal? Es preciso que recordemos esta historia.
Los antiguos pensadores tenían pocos elogios para la democracia. Para ellos, dicha forma de gobierno significaba el imperio de la muchedumbre, instituciones débiles, proclividad a ser conquistados y un gusto por la demagogia que abría las puertas a la tiranía. Durante más de un milenio esta fue la visión predominante de la democracia en Europa. La experiencia del Medievo y de las ciudades-Estado italianas del Renacimiento, que surgían y desaparecían con una regularidad cronométrica, que estaban siempre en guerra y que solían terminar en manos de poderosas dinastías familiares, parecía confirmarla. Ya entrado el siglo XVIII, los pensadores más progresistas eran monárquicos ilustrados, y no demócratas, porque valoraban la justicia, el imperio de la ley y la administración pública competente y libre de corrupción. Incluso los padres fundadores de Estados Unidos, conscientes de las fallas del republicanismo italiano, creían que una democracia moderna funcional necesitaba restricciones no democráticas, como una constitución escrita, un sistema institucional de equilibrio de poderes y derechos individuales inviolables. El sistema que ellos crearon guardaba apenas una vaga semejanza con la forma original de la democracia griega.
Durante la mayor parte de nuestra historia el término democracia designaba un
sistema de gobierno que, por lo demás, no era muy bueno. La democracia se
consideraba un medio para lograr fines políticos, y no un fin político en sí
mismo. Esto cambió tras la Revolución estadounidense y, particularmente, tras la
francesa. Aun cuando a lo largo del siglo XIX la mayoría de los europeos
continuó viviendo bajo gobiernos monárquicos, un giro intelectual había tenido
lugar, y ese giro hizo que la democracia pareciera la única forma legítima de
autogobierno. El significado de “democracia” se exageró más allá de lo
reconocible hasta incorporar principios abstractos aún por alcanzar (les
droits de l’homme), “valores” personales íntimos (autonomía, realización
propia), una mítica sociedad futura, una meta mesiánica de la historia mundial y
demás. Y cuando, a principios del siglo XX, las democracias reales, existentes
(reale existierenden) fracasaron en su objetivo de alcanzar estas metas
inalcanzables, se activó una poderosa reacción, con los resultados que ya todos
conocemos. Estados Unidos se salvó de ese peligro solo porque el dogma
estadounidense sostiene que todos los problemas de la democracia pueden
resolverse mediante una mayor democracia, lo cual nos ha brindado olas de
populismo racista y antiintelectual difíciles de contener, como podemos ver hoy
día.
En poco más de dos siglos, la democracia pasó de ser una mala forma de
gobierno a una que podía ser buena o mala, a un ideal histórico siempre bueno, a
la palabra que usamos para todo lo bueno que podamos imaginar. Y un término que
lo significa todo es algo peligroso. Consideremos, por ejemplo, la forma en que
pensamos y hablamos sobre la política en los así llamados países en desarrollo,
entre los que se cuentan lugares con Estados débiles o inexistentes, y pueblos
con escasa experiencia en el autogobierno. La triste realidad para muchos de
esos países es que la democracia liberal no es una opción realista, y no lo será
mientras vivamos, ni mientras vivan nuestros hijos y nuestros nietos. Hay
demasiados factores que operan en contra: vínculos tribales y de clanes,
divisiones étnicas, facciones militares, apego a leyes religiosas no
democráticas, analfabetismo, oligarquías económicas... La lista es larga. Sin
embargo, parecemos cada vez menos capaces de pensar esa no democracia
en la que vive la mayor parte de la gente alrededor del planeta y en la que
seguirá viviendo en el futuro inmediato. Nuestros filósofos políticos tienen
cosas profundas y maravillosas que decir sobre la teoría y la práctica de la
democracia... pero nada que decir sobre la vida política de esos pueblos.
En otras palabras, no tenemos un plan B. Cuando Aristóteles analizó los
diversos regímenes políticos de la antigua Grecia, indicó que había seis tipos
básicos: reinos y tiranías gobernados por un solo hombre, aristocracias y
oligarquías gobernadas por unas cuantas familias, y gobiernos constitucionales y
democracias gobernados por las mayorías. También consideró las ventajas y
desventajas de cada uno, incluso de las buenas formas de gobierno, dependiendo
de dónde se ubicara el Estado, de la forma de ser del pueblo y de sus
costumbres. Su libro, la Política, era una guía realista para
comprender y mejorar la vida política, sin importar dónde se encontrara uno. Hoy
en día no contamos con un libro así, y desconfiaríamos de cualquiera que
intentara escribirlo. Desde la caída de la Unión Soviética, solo distinguimos
entre democracias funcionales y naciones que, se supone, avanzan por el
“sendero” hacia ella. Esto contribuye a explicar la locura de los funcionarios
estadounidenses que, al entrar en Afganistán e Iraq hace diez años, destruyeron
de inmediato todos los partidos políticos existentes, los ejércitos
profesionales y las instituciones tradicionales de consulta y autoridad
políticas. Sencillamente no tenían forma de pensarlos. Todo lo que sabían hacer
era redactar nuevas constituciones, establecer parlamentos y cargos
presidenciales y convocar elecciones. Y si estas instituciones fracasaban,
¿quiénes serían los culpables si no los afganos e iraquíes mismos?
Es una película que ya hemos visto y, sin embargo, siempre olvidamos el
final. Sin el imperio de la ley y sin una constitución respetada, sin
burocracias profesionales que traten con equidad a los ciudadanos, sin la
subordinación de los militares al gobierno civil, sin organismos reguladores que
mantengan la transparencia de las transacciones económicas, sin normas sociales
que fomenten el compromiso cívico y el respeto a la ley, sin todo esto, la
democracia moderna es imposible. Otras formas de gobierno y de vida social,
muchas de ellas muy decentes, pueden ser posibles, pero nos negamos a
considerarlas siquiera. Y así, insistimos en llamar “democracias” a los Estados
que organizan elecciones pero que carecen de los prerrequisitos institucionales
y sociales de la democracia, exponiéndonos una y otra vez a la decepción.
Y no solo nosotros. A decir verdad, hoy la palabra “democracia” se está
convirtiendo rápidamente en objeto de fe política en todas partes del mundo. Hay
algo dramático y conmovedor en las escenas de la gente que recorre las calles
exigiendo democracia, y es posible contar una historia imbuida de entusiasmo
sobre la propagación de este anhelo en nuestros tiempos, comenzando por Europa
del Este y pasando por la antigua Unión Soviética, Irán, algunos Estados árabes
y ahora incluso Birmania. Pero también estamos aprendiendo que no todos los que
dicen querer democracia aspiran a vivir en Estados donde las mujeres tengan
derechos frente a sus esposos, donde los hijos tengan derechos frente a sus
padres, donde la ley sea secular y la tolerancia de otras fes y otros grupos
étnicos sea obligatoria. Algunas de las personas que coreaban “¡Democracia
ahora!” durante la primavera árabe van a sentirse decepcionadas si esos Estados
no empiezan a mirar hacia los Estados occidentales, y algunas personas que
estaban justo a su lado en la plaza van a sentirse decepcionadas si lo hacen.
Muchas de estas últimas se están uniendo ahora mismo a partidos no liberales
cuyo compromiso con un gobierno institucional y con los derechos humanos básicos
resulta cuando menos cuestionable.
Lo que estamos presenciando es una revolución mundial de expectativas
políticas cada vez más altas que ninguna forma de gobierno, ya no digamos una
tan históricamente peculiar y socialmente compleja como la democracia, puede
llegar a cumplir. Parece que somos incapaces de reducir nuestras expectativas o
de buscar formas alternativas de gobierno que puedan proporcionarnos los bienes
básicos que todo el mundo querría: el fin de los gobiernos arbitrarios y del
estancamiento social, un mínimo de libertad personal y crecimiento económico. Lo
mejor se ha vuelto enemigo de lo bueno, y pronto podría convertirse en aliado de
lo peor. Y es que todos sabemos qué ocurre cuando las revoluciones fracasan: una
nueva era de reacción comienza.
Mark Lilla, Fe en la democracia, Letras Libres, Octubre 2012
http://www.letraslibres.com/revista/dossier/fe-en-la-democracia
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