L'escorpí i la granota.
Existe una vieja fábula que cuenta que un escorpión le pidió a una rana que
lo transportase a través de un arroyo. La rana se negó, diciendo que temía que
el escorpión la picase, pero éste le aseguró que no haría tal cosa. “Después de
todo”, le dijo, “ambos pereceríamos si yo te picara”. En vista de ello la rana
aceptó. Sin embargo, a medio camino de la travesía del arroyo el escorpión le
clavó su letal aguijón. “¿Por qué lo hiciste?”, preguntó la rana mientras ambos
se hundían bajo la superficie. “Es mi naturaleza”, contestó el escorpión.
Si hubiese que resumir en pocas palabras el tema central del libro objeto de la presente reseña, La conquista social de la Tierra, bastaría con decir que trata de responder a la cuestión de cuál es la naturaleza humana, una cuestión que es difícil contestar con la seguridad que el escorpión dio a la rana. ¿Cuál es, en efecto, nuestra naturaleza? El autor de esta obra es Edward Wilson (1929), que no sólo es un entomólogo de talla mundial, probablemente el mayor experto en el estudio de las hormigas (mirmecología), sino también un magnífico y prolífico autor de libros destinados al público general, ocupación en la que ha cosechado éxitos de importancia: ganó dos premios Pulitzer, el primero (1979) por —el tema al que ahora vuelve— Sobre la naturaleza humana y el segundo (1991) por Las hormigas, que escribió junto a Bert Hölldobler. La conquista social de la Tierra constituye en mi opinión algo así como su visión última de la naturaleza, a cuya comprensión y conservación tantos esfuerzos ha dedicado. Comprender la naturaleza humana es para Wilson ser capaces de contestar a las preguntas más transcendentales que podemos hacernos: ¿de dónde venimos?, ¿qué somos? Preguntas que deberían servirnos para plantearnos otra no menos fundamental, la de ¿adónde vamos? La ciencia, como la historia, recordemos, encuentra una de sus justificaciones más sólidas si nos sirve para actuar sobre el presente y orientar el futuro.
Decía antes que hace más de tres décadas Wilson ya se ocupó de este tema,
pero los avances científicos realizados, especialmente durante las dos últimas
décadas, permiten plantearlo ahora de manera más satisfactoria y más coherente.
La conclusión a la que ha llegado Wilson es que la clave del asunto se encuentra
en el concepto de “sociabilidad”, de “social”. El Santo Grial en el que se basa
es el concepto de “eusocialidad”, la característica de los individuos
“eusociales”, aquellos que se reúnen en grupos que contienen múltiples
generaciones y que están dispuestos a realizar actos altruistas como parte de su
división de trabajo. Resulta, y ello ya nos dice algo sobre nuestra privilegiada
posición en la historia de la vida sobre la Tierra, que han existido muy pocos
individuos de este tipo a lo largo de la historia de la Tierra: tres clases de
insectos, las abejas melíferas, los termes constructores de termiteros y las
hormigas, y una especie de homínidos, los Homo sapiens, esto es,
nosotros.
Una vez centrados en la sociabilidad, en la eusocialidad, surgen múltiples
cuestiones ligadas básicamente a por qué existe la vida social avanzada y por
qué se ha dado tan pocas veces en la historia de la vida, así como cuáles han
sido las fuerzas motrices que la hicieron aparecer. Ahora bien —y esto es un
problema— ¿no es una de las enseñanzas centrales de la selección natural
introducida por Darwin, la de la lucha por la existencia, aquello de la
competición por preservar y transmitir los genes propios? Wilson reconoce este
hecho, que la fuerza evolutiva que abrió camino a nuestro linaje a través del
laberinto evolutivo fue la selección natural, pero una selección que se aplicó
no sólo a los individuos sino también a los grupos. “En la evolución social
genética”, escribe, “existe una regla de hierro, según la cual los individuos
egoístas vencen a los individuos altruistas, mientras que los grupos altruistas
ganan a los grupos de individuos egoístas. La victoria nunca será completa; el
equilibrio de las presiones de selección no puede desplazarse hasta ninguno de
los dos extremos. Si tuviera que dominar la selección individual, las sociedades
se disolverían. Si acabara dominando la selección de grupo, los grupos humanos
acabarían pareciendo colonias de hormigas”.
Sustentado por este pilar, el de la eusocialidad, Wilson desarrolla su trama,
en un auténtico tour de force, reuniendo información procedente de
múltiples disciplinas, desde la genética molecular, la neurociencia y la
biología evolutiva hasta la arqueología, la ecología, la psicología social y la
historia. Como basa su argumentación en la característica grupal y ésta apareció
primero en algunos insectos, dedica algunos capítulos a éstos, en particular a
las hormigas, su especialidad, con la razonable esperanza de encontrar allí
claves para comprender cómo semejante característica surgió en nuestra especie.
Aunque inevitables, puede que más de un lector encuentre estos capítulos a veces
algo pesados y excesivamente prolijos, pero se verá compensado por otros que
sentirá muy vivamente como “suyos”, los dedicados a cómo evolucionó la cultura,
los orígenes del lenguaje, la moralidad, el honor, las artes creativas y la
religión. Sobre éstas, Wilson, que entiende bien su firme basamento eusocial, es
particularmente duro: “¿Por qué razón”, escribe, “es prudente poner abiertamente
en tela de juicio los mitos y los dioses de las religiones organizadas?”. Y
contesta: “Porque son idiotizantes y divisivos… Porque fomentan la ignorancia,
distraen a la gente de reconocer los problemas del mundo real y con frecuencia
los conducen en direcciones equivocadas que provocan acciones desastrosas”.
Valga este ejemplo para señalar a los lectores que La conquista social de la
Tierra es, efectivamente y como promete su autor al inicio, más que una
reconstrucción de los caminos que han conducido a la aparición y consolidación
de los Homo sapiens; es también una valiosa ayuda para comprender nuestra propia
naturaleza, una naturaleza eficaz para nosotros, pero peligrosa, muy peligrosa
para el conjunto de la vida terrestre. Acaso comprendiéndonos, podamos evitar lo
peor que hay en nosotros mismos: nuestra depredadora naturaleza.
José Manuel Sánchez Ron, El escorpión, la rana y la naturaleza humana, Babelia. El País, 27/10/2012
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