La República de Plató (Sobre el govern just).
Plató |
Como todos los diálogos de Platón, La República es un
conjunto de ideas, vislumbres, sugerencias, invenciones sobre una gran variedad
de temas, expuestos sin mayor preocupación por un orden lineal o un deseo de
concluir. Es, sobre todo, como su género literario lo indica, una conversación,
es decir, una mezcla de voces más o menos inteligentes, más o menos informadas,
más o menos concluyentes. Cuando lo leí por primera vez, en mi adolescencia, me
desilusionó su falta de altanería y prepotencia: alentado por el prestigio que
mis profesores le atribuían, yo esperaba encontrarme con un texto árido,
declamatorio, contundente. La República resultó ser todo lo contrario:
un libro ameno, humorístico a veces, convival, apasionado, hecho de un vaivén de
observaciones, ideas a medio acabar, juegos verbales menos dignos de la oratoria
que de la charla entre amigos. En realidad, a eso se parecía La
República: a una de esas interminables veladas en las que mis amigos y yo,
con la energía intelectual y física que solo se tiene a los dieciséis o
diecisiete años, discutíamos acerca del significado del mundo, confesábamos
nuestros temores y esperanzas, y tratábamos de resolver los grandes problemas
políticos y metafísicos del universo hasta que el sueño nos vencía y nos
quedábamos dormidos sobre la alfombra.
La República es una suerte de muñeca rusa: la discusión acerca de la
república ideal que Sócrates propone a sus oyentes (y que da al diálogo el
título por el que habitualmente se conoce) aparece tan solo como un recurso para
llegar a otra, más profunda y compleja, sobre los méritos de quienes son
idealmente justos o injustos, que a su vez permitiría llegar a una definición
aceptable de la noción misma de justicia. Saber si una sociedad ideal es posible
es solo una de las muchas preguntas que jalonan ese largo diálogo. Solo la
primera parte del ambicioso tema será debatida, es decir, una comparación entre
distintas formas de gobierno, discusión a su vez enmarcada entre una
conversación inconclusa sobre la vejez y una suerte de viaje imaginario al más
allá contado por Sócrates. Nada tiene este diálogo del rigor académico que
nuestros prejuicios atribuyen a los filósofos clásicos; en lugar de encontrarse
en La República con un precursor de las matemáticas estructuras
retóricas de un Spinoza o un Kant, el lector sorprendido (y agradecido) se
encuentra en cambio con un lejano antepasado de los desopilantes diálogos
lógicos de Alicia en el país de las maravillas. El Sócrates de Platón
tiene algo de la Oruga (quien exige que Alicia conteste cabalmente a la pregunta
“¿Quién eres tú?”) o del Gato de Cheshire (quien le dice a Alicia, cuando esta
le pide que le indique el camino, que eso depende de adónde quiera llegar),
mientras que el lector se hace eco de las palabras de Alicia ante los acertijos
del Sombrerero Loco (“Pienso que podría hacer mejor uso de su tiempo que
perdiéndolo con preguntas que no tienen respuestas”).
Uno de los aspectos más extraños de La República (como también de
otros diálogos platónicos) es que el autor del texto no figura sino como
amanuense. Platón mismo no aparece nunca. El que discurre ante los oyentes es
Sócrates, un Sócrates irónico, mordaz, implacablemente inquisitivo, que no teme
equivocarse y reconocer que se ha equivocado. Nos sorprende que Sócrates no se
tome del todo en serio, que se burle de sí mismo como de sus interlocutores,
haciendo uso de sus fallas para llegar mejor a la verdad, tarea que reconoce
como imposible pero que intentará a pesar de todo, porque la verdad debe ser la
meta de todo ser humano. La búsqueda de lo inalcanzable no solo le importa,
también le divierte, o lo hace feliz. Sentimos que Sócrates goza de la
discusión, del mero hecho de hilvanar ideas, más allá de la importancia de los
temas tratados. No siente la necesidad de escribir, de ser autor de un texto
fijo (ya en el Fedro arguye que la escritura debilita la memoria). Es
la palabra viva la que lo atrae, el intercambio de opiniones, el examen de los
hechos, el cuestionamiento, la inquisición en el sentido borgiano.
Quizás Platón adaptó las ideas de Sócrates a sus propias ideas, o quizás
atribuyó a Sócrates palabras que su maestro nunca pronunció; para el lector,
poco importa. Lo cierto es que ahora Sócrates es el personaje que Platón nos
presenta, distinto del que nos describen otros contemporáneos como Jenofonte o
Aristófanes. Quizás el Sócrates de los diálogos sea un portavoz de Platón mismo
pero, en la realidad del texto, Sócrates posee una coherencia, una personalidad,
una voz absolutamente propia. Es de sobra conocido que Platón ha sido reclutado
por los filósofos profesionales y pertenece, obligatoriamente, a la historia de
la filosofía; sin embargo, para el lector desprejuiciado, su verdadero lugar
está entre los grandes creadores de personajes literarios, colega de
Shakespeare, de Cervantes, de Dostoievski, de Flaubert. No sé si no es
equivocado leer el discurso de Sócrates como equivalente al de Platón como sería
equivocado leer el discurso de Hamlet como el de Shakespeare y el del príncipe
Mishkin como el de Dostoievski. Lo cierto es que no tenemos manera de cotejarlo,
ya que Sócrates casi no existe fuera de los textos platónicos, y Platón tampoco.
Cuando leemos ahora La República, tomamos las opiniones del personaje
de Sócrates por las de su autor, que es probablemente lo que Platón hubiese
querido.
Cabe señalar que la característica más notoria de La República es su
falta de énfasis. Si bien Sócrates lleva adelante el diálogo de definición en
definición, ninguna le parece al lector absoluta. Más bien, La República
se lee como una sucesión de amagos, de esbozos, de preparaciones para un
descubrimiento que no acaba nunca por hacerse. Cuando el agresivo Trasímaco
declara que la justicia no es “sino una generosa inocencia” y la injusticia solo
“discreción” (I: XX) sabemos que no tiene razón, pero el interrogatorio de
Sócrates no llevará a demostrar, de manera precisa e incontrovertible, que sus
definiciones son erróneas. Llevará en cambio a una amena discusión sobre
diferentes sociedades y los méritos de sus gobiernos, relativamente justos o
injustos. Según Sócrates, la justicia debe ser incluida en la clase de cosas
“que, si se quiere ser feliz, hay que amar tanto por sí mismas como por lo que
de ellas resulta” (II: I). Pero ¿cómo define esa felicidad? ¿Qué quiere decir
amar una cosa por sí misma? ¿Qué es lo que resulta de esa justicia que sigue sin
ser definida? Sócrates (o Platón) no quiere que nos detengamos en estas
consideraciones; es el recorrido lo que le interesa. Antes de discurrir acerca
del hombre justo y del injusto, y por ende del concepto de justicia misma,
Sócrates propone investigar el concepto de sociedad (o ciudad) injusta o justa.
“¿No afirmamos que existe una justicia propia del hombre particular, pero otra
también, según creo yo, propia de una ciudad entera?” (II: X). Con el propósito
de definir la justicia, el diálogo nos aleja cada vez más de esa meta inefable:
en lugar de un trazado recto entre pregunta y respuesta, La República
nos propone un camino constantemente demorado, cuyas desviaciones mismas, cuyas
digresiones y dilaciones producen en el lector un misterioso placer intelectual.
Como dice Borges en otro contexto: “esta inminencia de una revelación, que no se
produce, es tal vez el hecho estético”.
La República no siempre se llamó así. El nombre que aparece en los
escritos de Aristóteles, discípulo de Platón, es Politeía o sea “El
gobierno de la ciudad”, mientras que el astrólogo Trasilio, en el siglo i, la
llama Acerca de la justicia. Cada lector lee el libro que quiere (o
cree) leer: a Aristóteles le interesaban las opiniones de su maestro sobre el
arte de gobernar; bajo el reinado del Tiberio, al observador de estrellas le
preocupaba encontrar una definición de justicia que le permitiera juzgar las
versátiles nociones de justicia de su emperador. Los lectores cristianos vieron
en Platón a un visionario avant la lettre; Dante lo admitió en el
“noble castillo” de su Infierno, y criticó su teoría de las almas; el
humanista Marsilio Ficino propuso que Platón fuese leído desde el púlpito, junto
a las Sagradas Escrituras; Francis Bacon le reprochó su falta de rigor
científico; para los Románticos, fue el primer Romántico; Nietzsche, que lo
admiraba, opinaba sin embargo que el espíritu platónico era débil y afeminado, y
le opuso la noción de “voluntad de poder”; hoy se lo disputan por igual
conservadores y reformistas que hallan en sus diálogos la prehistoria de sus
propias ideas. En nuestros días, toda república dice deberse a la República.
El punto de partida de la conversación central de La República es
este: “Si contempláramos en espíritu”, dice Sócrates, “cómo nace una ciudad,
¿podríamos observar también cómo se desarrollan con ella la justicia e
injusticia?” Ante la respuesta afirmativa de sus oyentes, Sócrates prosigue: “La
ciudad nace, en mi opinión, por darse la circunstancia de que ninguno de
nosotros se basta a sí mismo, sino que necesita de muchas cosas” (II: X y XI).
Aristóteles, curiosamente, no admitió esta visión utilitaria de Platón, su
maestro, y prefirió imaginar que las ciudades se fundan por razones éticas y
morales. El resto de La República, hasta el final del décimo libro,
pasa revista a diversas sociedades de las que Platón tuvo conocimiento directo.
Luego de criticar a varias, y de destacar las virtudes y aciertos de algunas,
todas resultan de alguna manera bochornosas, y la sociedad ideal no se define
nunca por entero. De la primordial voluntad de compartir y ayudarse los unos a
los otros nace la necesidad de un gobierno común compuesto por los ciudadanos
más inteligentes y capaces; esta aristocracia –y aquí quizás sea el
aristocrático Platón y no Sócrates quien habla– se convierte en el gobierno de
quienes cobran rentas (timarquía), al cual sucede la oligarquía, que a su vez
degenera en democracia –sistema que Platón abominaba– y finalmente en tiranía.
Este es el peor de todos los regímenes, “cuando el jefe del pueblo, contando con
una multitud totalmente dócil, no perdona la sangre de su raza, sino que
acusando injustamente, como suele ocurrir, lleva a los hombres a los tribunales
y se mancha, destruyendo sus vidas y gustando de la sangre de sus hermanos con
su boca y lengua impuras, y destierra y mata mientras hace al mismo tiempo
insinuaciones sobre rebajas de deudas y repartos de tierras” (VIII: XVI). La
conclusión, que no es en verdad conclusión, es infinitamente triste: “Pero ¿cuál
de los gobiernos actuales consideras adecuado [a la práctica de la filosofía]?”,
pregunta uno de los interlocutores de Sócrates. “Ninguno en absoluto”, contesta
el maestro, inexorable.
La Repúblicaconcluye no con definiciones dogmáticas de justos y de
justicia, sino con una suerte de relato fantástico, la historia de cómo el
guerrero Er muere en la guerra, y cómo, cuando días después su cadáver es
recogido y puesto en la pira funeraria, vuelve a la vida y cuenta lo que su alma
vio en el más allá. Aunque el último párrafo del diálogo ofrece la esperanza de
que, si creemos que el alma es inmortal podremos sobreponernos a los males que
toda sociedad promete y ser, a pesar de todo, felices, el lector acaba La
República con más dudas que consuelos. Quizás una de las razones por las
cuales La República es uno de los libros que gozan de inmortalidad
intelectual es que no ofrece respuestas ni propone soluciones, sino que pone al
descubierto nuestras dudas y angustias esenciales. Todo lector de La
República acaba siendo uno de sus interlocutores.
Yo también. Durante más de medio siglo, he vivido en media docena de
sociedades tan complicadas y diversas como las que conoció Platón. Primero, en
una Atlántida inventada a partir de tierras confiscadas (Israel), luego en una
sucesión de dictaduras militares (Argentina), más tarde en una aristocracia
promotora de la separación de clases (Inglaterra), después en una colonia
disfrazada de territorio de ultramar (Tahití), más tarde, en la década del
ochenta, en una fugaz democracia (Canadá), hoy en una absurda plutocracia
megalomaniaca (Francia). A estas podría agregar numerosas microsociedades de las
que alguna vez formé parte, comunidades dentro de círculos mayores, minúsculos
microcosmos en los cuales se establecen determinadas reglas de convivencia:
clubes, cenáculos, campamentos, colectividades étnicas y filosóficas, círculos
intelectuales y cenáculos artísticos. Desconozco muchas otras: las tribus
indígenas de la selva, las sociedades tribales del desierto, los pueblos
nómadas, las familias polígamas (poliginias, como los mormones, o poliandrias,
como los tibetanos), los comunismos, las órdenes religiosas. Sospecho que, como
las sociedades que sí he conocido, ninguna de estas últimas es perfecta.
Tampoco en las geografías imaginarias existen sociedades intachables. Tiempo
atrás, compilé con Gianni Guadalupi una suerte de catálogo de países y ciudades
soñados en la literatura. Muchos resultaron atroces, sea por las cosas horribles
que en ellos ocurrían, como en las llamadas distopías, sea por la atmósfera
irrespirable de las supuestamente impecables, cuyo modelo es la abominable
Utopía de Tomás Moro. Lo cierto es que en ninguno de estos lugares
habría querido vivir.
Frente a las preguntas abiertas con las que La República deja a sus
lectores, ¿qué esbozos de respuestas podemos ofrecer? Si toda forma de gobierno
es de alguna manera nefasta, si ninguna sociedad puede jactarse de ser ética y
moralmente sana, si la política se vuelve implacablemente una actividad infame,
si toda empresa colectiva se desmenuza en mezquindades y villanías individuales,
¿qué esperanza tenemos de vivir más o menos pacíficamente, provechosamente,
respetándonos y cuidándonos los unos a los otros? Las sentencias de Trasímaco
acerca de las virtudes de la injusticia, por más absurdas que parezcan, han sido
repetidas a lo largo de los siglos, y hoy más descaradamente que nunca, por los
explotadores de los sistemas de gobierno, cualesquiera que sean. No son otros
los argumentos de los terratenientes feudales, de los mercaderes de esclavos y
sus clientes, de dictadores como Stalin y Franco, de los responsables de la
crisis financiera del segundo decenio del siglo XXI. La “derecha sin complejos”
que proclaman los conservadores, las “virtudes del egoísmo” que declaran los
defensores del capitalismo salvaje, la privatización de todo bien público que
promueven las multinacionales, son tantas formas de declarar, como Trasímaco,
que “lo justo no es otra cosa que lo que conviene al más fuerte” (I: XII).
Lo cierto es que casi todos nosotros, aun los que cometemos las más atroces
injusticias, sabemos, como Sócrates y sus interlocutores, qué es justo y qué no
lo es. Lo que obviamente no sabemos es cómo actuar con justicia en todo momento,
en conjunto, como sociedad, y cada uno por su parte, como ciudadanos. Algo en
cada uno de nosotros nos inclina hacia el beneficio material y propio, sin
consideración por los otros; algo opuesto nos atrae hacia los beneficios más
sutiles de lo ofrecido, lo compartido, lo que puede ser de utilidad no a
nosotros sino al prójimo. Algo nos lleva a saber que, aunque la ambición de
riquezas, poder y fama nos anime poderosamente, la experiencia, nuestra y la del
mundo, acabará por mostrarnos que, en sí misma, esa ambición nada vale. Cuenta
Sócrates que cuando el alma de Ulises tuvo que elegir una nueva vida después de
su muerte, “dando de lado a su ambición con el recuerdo de sus anteriores
fatigas”, el legendario aventurero buscó la vida de “un hombre común y
desocupado” y “la escogió con gozo”. No es imposible que este haya sido su
primer acto verdaderamente justo.
Alberto Manguel, Para leer 'La República' de Platón hoy, Letras Libres, 08/04/2012
Comentaris