La democràcia, un equilibri entre acord i desacord.
Levi Eshkol, un antiguo primer ministro israelí, era un político incansable a
la hora de buscar un acuerdo. Se decía de él que era tan partidario del
compromiso que, cuando se le preguntaba si quería té o café, contestaba: “mitad
y mitad”. A veces el deseo de encontrar un compromiso puede ocultarnos el hecho,
tan propio de nuestra condición política, de que hay que elegir entre bienes que
no son del todo compatibles, que el acuerdo no siempre es posible y que muchas
veces resulta necesario optar o decidir.
Una democracia, más que un régimen de acuerdos, es un sistema para convivir
en condiciones de profundo y persistente desacuerdo. Ahora bien, en asuntos que
definen nuestro contrato social o en circunstancias especialmente graves los
acuerdos son muy importantes y vale la pena invertir en ellos nuestros mejores
esfuerzos. Los desacuerdos son más conservadores que los acuerdos; cuanto más
polarizada está una sociedad menos capaz es de transformarse. Ser fiel a los
propios principios es una conducta admirable, pero defenderlos sin flexibilidad
es condenarse al estancamiento.
La política democrática no puede producir cambios en la realidad social sin
algún tipo de cesión mutua. Si los acuerdos son importantes es porque los costes
del no acuerdo son muy elevados, fundamentalmente asentar el statu quo,
lo cual es algo relevante sobre todo en un mundo cuyos serios problemas van a
peor cuando se los abandona a la inercia. Esto vale para la crisis del euro,
para la crisis económica, el futuro pacto fiscal en Cataluña o para los
principales problemas que el País Vasco deberá abordar en la próxima
legislatura. Hoy nos podemos permitir menos que nunca la paralización porque los
costes de retrasar las decisiones oportunas son muy elevados.
Generalmente no solemos conseguir todo lo que nos proponemos, en el plano
personal o colectivo, aquello que está en el primer lugar de la lista de
nuestras prioridades. Las circunstancias nos obligan a darnos por satisfechos
con mucho menos. Deberíamos valorar a las personas (o a los partidos, sindicatos
e instituciones) no por sus ideales sino por sus compromisos, es decir, por lo
que estamos dispuestos a aceptar como suficiente, por nuestra segunda mejor
opción. Nuestros ideales dicen algo acerca de lo que queremos ser, pero nuestros
compromisos revelan quiénes somos.
Mantenerse fiel a los propios principios es una actitud muy noble en
política. En una sociedad democrática debe haber un espacio para quienes hacen
política sin voluntad de compromiso, salvaguardando los principios o expresando
valores que deben ser tenidos en cuenta. En ese ámbito se mueven diversos
movimientos sociales, protestas u organizaciones cívicas. Ahora bien, confiarles
responsabilidades de gobierno sería un error tan grave como eliminar ese espacio
de vigilancia y expresión que les es propio. Algunos malentendidos en torno al
15-M proceden precisamente de esta confusión entre dos planos igualmente
legítimos, con su grandeza y sus limitaciones propias: el de quienes pretenden
transformar la realidad aspirando a gobernar y el de los que prefieren
salvaguardar determinados valores del trasiego y la componenda política.
Por supuesto que esta tenacidad es más importante si tu voto no es decisivo y
por eso la encontramos con más frecuencia en los partidos pequeños, sin vocación
de gobierno. Esta radicalidad no significa que sean moralmente mejores sino,
muchas veces, que son políticamente irrelevantes y por eso pueden permitirse una
mayor dosis de principios que los partidos que suelen estar en el Gobierno.
Las mayores dificultades para los acuerdos políticos no proceden tanto del
modo como nos relacionamos con los principios sino de una razón estructural de
nuestra cultura política: el dominio de la campaña sobre el gobierno. Hay una
oposición estructural entre hacer campaña y gobernar; actitudes que sirven para
lo uno dificultan lo otro. Esta contradicción se agudiza cuando se hace campaña
con un estilo que dificulta los futuros (e inevitables) acuerdos, como hacer
promesas incondicionales o desacreditar a los rivales. La retórica de las
campañas forma parte de nuestras prácticas democráticas, pero gobernar es algo
diferente, que obliga a pactar y hacer concesiones; quien gobierna necesita
oponentes con los que colaborar y no tanto enemigos a quienes desacreditar en
todo momento.
Quien gobierna está obligado a tener en cuenta la campaña anterior (aquello a
lo que se comprometió) y la siguiente (en la que, lógicamente, desea ser
reelegido). Pero el sistema se ha desequilibrado y gobernamos con el mismo
espíritu de la campaña, con sus actitudes y vicios. La campaña permanente ha
borrado casi por completo la diferencia entre estar de campaña y estar
gobernando. Dicho de otra manera: los políticos hacen demasiada campaña y
gobiernan demasiado poco.
La democracia necesita instituciones que moderen el peso que las campañas
ejercen sobre el Gobierno, el cinismo y la mutua desconfianza que generan. En
todo caso, para que haya una buena cultura política es preciso economizar el
desacuerdo, no exagerarlo, defender las propias posiciones de un modo que no
necesariamente implique rechazar las posiciones diferentes. Suponer las peores
intenciones en quienes se nos oponen puede ser a veces psicológicamente
gratificante, pero erosiona las bases del respeto mutuo que es necesario para
construir compromisos en el futuro.
Que haya una cultura democrática proclive al acuerdo no depende únicamente
del sistema político. Las instituciones educativas juegan un papel fundamental
en el asentamiento de los hábitos que permiten el buen funcionamiento del juego
democrático. La sociedad contemporánea favorece un tipo de fragmentación social
que es la antesala de la polarización política: vivimos en comunidades muy
homogeneizadas y tendemos a fortalecer nuestros prejuicios en la escuela, a
través de los medios y las amistades, sustrayéndonos del beneficio del contraste
y la diversidad. La educación es muy importante, entre otras cosas, porque en
ella se puede ofrecer una imagen caricaturizada o justa de los adversarios y de
los otros en general, y mostrar el valor de los acuerdos en la historia
de las sociedades.
Tal vez sean los medios de comunicación la institución que más ha contribuido
a que vivamos en campaña permanente: tienden a informar acerca del Gobierno como
si estuviera de campaña y a informar acerca de las campañas como si tuvieran
poco que ver con el Gobierno. Los políticos y los comentaristas preferidos para
los debates en los medios suelen ser los más extremos o combativos, los que
mejor representan el conflicto de las posiciones; quienes son más proclives al
compromiso no salen bien en la televisión. Es uno más de los efectos que tiene
la dura competición por las audiencias. Resulta más atractivo presentar a los
políticos en una batalla encarnizada por la supervivencia que las complejidades
de una sutil negociación.
La mejor contribución de los medios es que la dieta informativa sea más rica
en cuanto al contenido político de lo que está en juego y limite los aspectos
sórdidos, personales o extremos. Que no hagamos el juego a quienes ponen todo su
empeño únicamente en llamar la atención. El objetivo es que los medios presenten
una imagen más equilibrada de la política, con menos campaña y más Gobierno.
Como siempre, la democracia es un equilibrio entre acuerdo y desacuerdo,
entre desconfianza y respeto, entre cooperación y competencia, entre principios
y circunstancias. La política es el arte de distinguir correctamente en cada
caso entre aquello en lo que debemos ponernos de acuerdo y aquello en lo que
podemos e incluso debemos mantener el desacuerdo.
Daniel Innerarity, La importancia de ponerse de acuerdo, El País, 19/10/2012
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