És compatible la democràcia amb la pobresa?
Los datos son aterradores: el 21,9% de los catalanes viven con rentas
inferiores al umbral de la pobreza, el 28% de los niños viven en familias
pobres. ¿Realmente se puede hablar con propiedad de democracia con estos niveles
de desigualdad? ¿Dónde están las condiciones mínimas de igualdad de las que
hablaba Claude Lefort como requisito para que la democracia sea posible? “La
segregación”, escribía, “puede suscitar una disolución de los referentes de la
sociabilidad, una desinserción que llega hasta el extremo de que muchos jóvenes
ven afectado el uso de la lengua y de las categorías del entendimiento”. Es
decir, una merma de los instrumentos básicos de socialización.
Desde 2008, la pobreza se ha disparado en Cataluña. La pobreza es silenciosa
porque la gente que la sufre siente pudor, en medio de una sociedad que, por
miedo, estigmatiza a los perdedores, y carece de energía y de recursos para
levantar la voz. Y ocupa un espacio cada vez más abandonado por los Gobiernos de
la austeridad, donde las organizaciones sociales intentan salvar discretamente
la dejación de responsabilidades del Estado. ¿Qué mensajes reciben los pobres de
los Gobiernos? La restricción de las ayudas a las que tienen derecho, el apoyo a
los bancos cuando llega el momento de ejecutar el desahucio y dejarles sin
vivienda, la persecución de los trapicheos con los que intentan seguir adelante
y un discurso, para justificar los recortes, que pone el foco en los abusos de
unos pocos para estigmatizar a muchos. Ha sido necesario que la imagen de las
personas hurgando los contenedores se convirtiera en experiencia ciudadana
cotidiana para que la cuestión de la pobreza saltara a primera página.
La pobreza es una hecatombe personal: que expulsa mucha gente de la sociedad
y que sitúa a miles de niños en la vía de la marginación social. Pero es también
un gran fracaso colectivo. “La solidaridad orgánica” de la que hablaba Durkheim,
que traba una sociedad, se ha roto en la carrera hacia la desigualdad. Por
supuesto, la coartada es la crisis. La pobreza y la desigualdad son presentadas
como fatalismos para justificar la inoperancia de los poderes públicos, que no
las tienen siquiera en sus prioridades. En realidad, la pobreza es un efecto del
crecimiento imparable de las desigualdades dentro de los países del primer
mundo, fruto de diversos factores, entre otros: “la nueva economía de lo
inmaterial, que encuentra su prolongación en el auge del sistema financiero y
rompe la antigua cohesión social” (Daniel Cohen); la traslación a Europa de la
cultura de desprecio a los perdedores, tan extendida en Estados Unidos, y el
mito de la “economía de filtración descendiente” que dice que la única manera de
que los pobres puedan mejorar su posición es que los ricos se enriquezcan
todavía más, teoría que como la práctica demuestra viene mejorando la posición
de los ricos y agravando la de los pobres.
El resultado es este empobrecimiento de una parte importantísima de la
sociedad sin que las instituciones públicas hagan lo más mínimo para corregirlo,
empeñadas en unas políticas de austeridad que no hacen sino agravar la situación
de los que no se oyen: medio millón de conciudadanos han ingresado en la pobreza
en los últimos tres años. Y tal es la pasividad institucional, solo mitigada por
el denodado esfuerzo de muchos asistentes sociales, que da la impresión de que
hemos vuelto a tiempos pasados, anteriores al modelo de bienestar europeo, en
los que se daba por supuesto que de los pobres ya se encargaban la Iglesia y las
organizaciones caritativas. A la humillación de la pobreza, se une una segunda
humillación: el Estado se va desentendiendo de ellos. Los que están en los
márgenes tienden a votar poco y carecen de voz. Los pobres no incordian.
La pobreza expresa una quiebra institucional demasiado grande para que, en
estos días de confrontación política, se la utilice para practicar el
ventajismo. Ni es aceptable que los que gobiernan se escuden en la “estricta e
imperiosa necesidad de los recortes”, ni que se utilice para descalificar el
proyecto independentista. Ahora que Cataluña se plantea su futuro, hay que
debatir honestamente qué piensa hacerse con esta quinta parte de la población
descolgada. Una democracia digna de este nombre no puede tener a tantas personas
en la cuneta.
Josep Ramoneda, Democracia y pobreza, El País, 16/10/2012
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