Paul Ryan i el dogma pervers de l'autosuficiència radical.
Paul Ryan |
De acuerdo con la versión canónica de su vida, la
muerte de su padre le enseñó a Paul Ryan, a los dieciséis años, a despreciar la
“dependencia” y a exaltar la “autosuficiencia”. “Fue una gran bofetada en la
cara”, le dijo al periodista deThe New Yorker Ryan Lizza. “Llegué
a la conclusión de que, en la vida, o me hundía o nadaba.” Agregaba: “Me decía:
‘¿Qué sentido tiene?’ Y leí mucho, hice mucha introspección. Leía todo lo que
encontraba.” Entre otros muchos encontró a Ayn Rand, y sucumbió a su perverso
hechizo. Las novelas de Rand son, sin duda, adecuadas para adolescentes, y
cualquier ideología puede considerarse el equivalente a una adolescencia estancada.
La rebelión de Atlas pudo haber sido un pecado de juventud, como Siddhartha y
Así habló Zaratustra, pero Ryan nunca se arrepintió del pecado. Ryan
aprendió de Rand que el camino hacia la moralidad pasa por la economía. (Marx
había prestado ya anteriormente el mismo servicio erróneo a otros jóvenes
estadounidenses, pero con una finalidad antitética.) “El sentido” debía
encontrarse en el capitalismo. El mercado era una alegoría de la vida. “El
símbolo moral del respeto a los seres humanos es el comerciante”, como
instruye John Galt [personaje de la novela de Ryan]. La autosuficiencia, que
Ryan interpretó falsamente como la característica esencial del comerciante, se
convirtió en su ideal supremo. En uno de esos pasajes moralizadores estridentes
titulado “Erosión del carácter estadounidense” –de A roadmap for America’s
future: Version 2.0 [Hoja de ruta para el futuro de Estados
Unidos, versión 2.0], el plan presupuestario que presentó en 2010 y que le
otorgó renombre–, Ryan ataca la “red de seguridad” (las comillas sarcásticas
son suyas) de la siguiente manera:
La
dependencia drena el carácter individual, lo que a su vez debilita a la
sociedad estadounidense. El proceso sofoca la iniciativa individual y
transforma la autosuficiencia en un vicio y la dependencia del gobierno en una
virtud.
(…) El pasaje sobre “la red de seguridad ...
[que] transforma la autosuficiencia en un vicio” continúa así:
La
Nación se convierte en un gran Pueblo Potemkin, donde los elementos más
importantes –sus habitantes– son menoscabados por un gobierno que “se encarga”
cada vez más de ellos y que toma cada vez más decisiones por ellos. Esos
habitantes toman más de la sociedad de lo que pueden proveer por sí mismos, lo
cual corroe la sociedad misma desde dentro. El entorno también se vuelve maduro
para la explotación y el control por parte de esos pocos que aún son
“ambiciosos”.
¿Acaso es Ryan uno de esos “ambiciosos”? Es
difícil saberlo. El significado de esa frase, ominosa al estilo Galt, se me
escapa. Lo que queda bien claro es que Ryan no sabe lo que es un Pueblo
Potemkin:[1]los
derechos contra los que protesta no son ni artificiales ni ornamentales.
Ryan lanza el “individualismo” y el
“colectivismo” a diestra y siniestra, como si fueran términos absolutamente
transparentes y evidentes, y como si estuviéramos en 1950. El pobre tipo nació
demasiado tarde para las emociones intelectuales de la Guerra Fría, así que
insiste en encontrarlas en su propia época transponiendo apocalípticamente las
viejas antinomias al debate contemporáneo sobre el gobierno y los derechos. Con
todo, la analogía entre el colectivismo totalitario de la Unión Soviética y el
papel del gobierno en el Obamacare es tan estúpida que parece propia de una
tertulia. “Con la desaparición del experimento soviético marxista hace veinte
años”, escribe Ryan en su Hoja de ruta, “el atractivo se ha desplazado
a un socialismo de estilo europeo, con su redistribución de recursos”. ¿De qué
demonios está hablando? La redistribución de recursos es una actividad común
del gobierno, socialista o no; y el experimento soviético marxista no se resume
en la redistribución de recursos: era maligno de una manera que el “socialismo
de estilo europeo” nunca lo será. ¿Acaso la Ley Dodd-Frank es el fantasma de
Lenin?[2]El
hecho pasmosamente evidente es que, en Estados Unidos, en 2012, no vamos camino
a la servidumbre. La libre empresa en Estados Unidos no se encuentra ni
remotamente amenazada. Sucede tan solo que no es universalmente considerada la
totalidad de la realidad estadounidense ni la preocupación primordial en toda
discusión estadounidense sobre cada una de las políticas estadounidenses.
Vivimos en una era de capitalismo paranoide.
¿Qué es, entonces, lo terrible de la
autosuficiencia? Nada, a menos que se la eleve a un absolutismo, a un culto al
egocentrismo sagrado, una ilusión del tipo Invictus. (He ahí otro
clásico de la literatura adolescente para hinchar el ego.) Cuantas más cosas
haga la gente por sí misma, mejor. Cuanta mayor sea la responsabilidad que
asume la gente sobre el curso de su vida, mejor. ¿Quién niega estas nobles
banalidades? Nuestra capacidad de acción es la expresión más clara de nuestra
libertad. Poseemos poderes extraordinarios. Es milagroso lo que han logrado las
manos humanas con su trabajo, excepto que eso es lo opuesto a lo milagroso
porque no somos seres sobrenaturales.
Pero el concepto de autosuficiencia de Ryan, el
evangelio de John Galt (“vosotros mismos sois vuestro más alto valor [...] del
mismo modo que el hombre es un ser cuya riqueza logra él mismo, es también un
ser cuya alma se forma él mismo...”), carece de toda humildad: es la pura
vanagloria contra la cual la Biblia, el libro predilecto de Ryan, advertía. ¡Mi
poder y la fuerza de mis manos me han otorgado esta riqueza! Ryan podrá haber
reprobado el ateísmo de Rand, pero no ha escapado a su revuelta contra la
finitud humana, a su deificación del individuo. Este individualismo radical es
un delirio de impotencia convertido en delirio de omnipotencia.
Analíticamente, también es un error colosal. No
existe la espléndida soledad del comerciante, del constructor, del innovador,
del empresario o del superhombre. Es una más de las numerosas leyendas
halagadoras que la gente exitosa de este país ha ideado para sí. (Como la
leyenda según la cual el éxito es una prueba de virtud personal.) El individuo
–incluso el individuo individualista– siempre está estrechamente situado entre
las costumbres y convenciones de la sociedad. ¿Dónde está Burke cuando se le
necesita? ¿Y dónde quedaron las ubicuas metáforas de las redes? Si el mercado,
según los conservadores, puede servir como modelo de la sociedad, sin duda
ocurre porque el mercado es una red tan amplia como la sociedad, es una entidad
social, un zarzal de vínculos, de conexiones e influencias en la que florece la
creatividad, entre otras cosas, porque la posibilitan e implementan otros que,
con gratitud o con oportunismo, sí la reconocen. La competencia es en sí misma
una suerte de pacto social y, en este sentido, una suerte de cooperación. (…).
En Estados Unidos, el ideal de la autosuficiencia
siempre ha venido acompañado por un corolario de indiferencia hacia los otros,
de vileza. Ni siquiera Emerson, en
su sublimidad, o a consecuencia de su sublimidad, fue inmune a esta cepa de egoísmo.
“No me habléis, como hizo hoy un buen hombre, de mi obligación de mejorar la
circunstancia de todos los pobres”, afirmaba en Confía en ti mismo, en
1841.
¿Acaso
son mis pobres?
Os digo a vosotros, necios filántropos, que me incordia el dólar, la moneda, el
centavo si lo doy a esos hombres que no me pertenecen y a quienes no pertenezco
[...] Vuestras múltiples caridades populares; la educación de tontos en los
colegios; la construcción de sitios de reunión para el vano propósito para el
que ahora se yerguen; las limosnas para borrachines; y la miríada de
Asociaciones de Ayuda; aunque confieso con vergüenza que en ocasiones sucumbo y
entrego el dólar, es ese un dólar maldito que tarde o temprano tendré la
hombría de conservar.
Una línea directa une esta
rabieta con la proclama de John Galt en su testamento ético (o, mejor dicho, su
testamento falto de ética) cuando afirma que “la primera precondición de la
autoestima es [...] ese radiante egoísmo del alma”, y también con su admonición
en contra de adoptar “el papel de animales para el sacrificio, buscando la
muerte en los altares de otros”. “Habéis sacrificado la justicia a la
misericordia”, declara Grant atronadora y pseudoproféticamente. “Habéis
sacrificado la riqueza a la necesidad.”
Ryan también actúa más
impulsado por la riqueza que por la necesidad. “Toman más de la sociedad de lo
que pueden proveer por sí mismos”: ¿Quiénes? ¿Los desempleados? ¿Los viejos?
¿Los enfermos? ¿Los desesperadamente pobres? Claro que toman más,
financieramente hablando. Pero no lo hacen por diversión, ni porque sean
nefastos derrochadores que explotan taimadamente a un gobierno crédulo.
Preferirían tener un empleo, ser jóvenes, estar sanos y sentirse seguros. Pero,
¿acaso no tienen, en sus flaquezas y sus quebrantos, un reclamo legítimo sobre
nuestra conciencia, que justifica un sacrificio de la riqueza a la necesidad?
La filosofía de Ryan representa la demonización de la necesidad y la
transformación de la flaqueza en algo diabólico. Requerir ayuda, solicitarla,
recibirla... esto, en el mundo de ganadores de Ryan, es una desgracia.
El problema con la férrea
visión de Ryan es, por supuesto, que mucha gente sí necesita ayuda, y por lo
general ellos no son responsables de las circunstancias que los han empujado a
buscar asistencia. Sufren sin tener la culpa de ello. A veces sufren por culpa
de gente que tiene más dinero o más poder que ellos. E incluso si sufren a
causa de decisiones propias, ¿habremos de dejar que se hundan? Quizá tengamos
poderes extraordinarios, como sostiene el rico y guapo Ryan, pero ninguno de
nosotros –ni siquiera en el capital de riesgo– es un dios. Todos somos
vulnerables. Nunca nos bastamos a nosotros mismos. ¿Quién es más
autosuficiente, de hecho, que un pobre o un desempleado? Ese hombre, en
realidad, solo se tiene a sí mismo, solo cuenta consigo mismo. Pero si un
hombre rico manda hacer tantas cosas en su nombre es porque paga para que las
hagan. ¿Eso es autosuficiencia o una onerosa impotencia? ¿Y por qué no es
vergonzoso o una “cultura de la dependencia” que un hombre rico, o su banco,
soliciten ayuda, y que se la brinden?
Con la misma incomodidad con
que Emerson confiesa que a veces entrega el dólar, Ryan admite en su Hoja
de ruta que el gobierno “también debe apuntalar una red de seguridad,
mantenida por el gobierno de ser necesario, para quienes enfrentan dificultades
financieras o de otra índole”, y, como el dólar de Emerson, la red de seguridad
de Ryan (esta vez sin comillas sardónicas) constituye una anomalía en su
análisis. Es una complacencia, no un escrúpulo. Ryan preferiría seguir arrobado
por John Galt y exagerar el impacto de nuestra voluntad sobre nuestro destino.
Enfrentado al papel ineluctable que juega la contingencia en los asuntos
humanos, prefiere responder con una alucinación del control humano: con una
doctrina prometeica del American Enterprise Institute. Su dogma de la
autosuficiencia es una descripción fallida de la realidad. Ryan no acepta –y
esta es una disensión no solo respecto de las tradiciones religiosas, sino
también respecto de gran parte de la teoría moral secular– que el hecho de
nuestra vulnerabilidad es tan básico para nuestra concepción de la vida moral
como el hecho de nuestra individuación, y que los males naturales e históricos
que nos visitan a todos –el carácter igualitario de la calamidad– tienen
implicaciones en nuestros deberes para con los demás. Ryan denuncia una y otra
vez la merma de la responsabilidad individual, pero es él quien merma una de
las responsabilidades más básicas del individuo, que es la responsabilidad para
con los otros.
“Juro por mi vida y por mi amor
a ella que jamás viviré por otro hombre, ni pediré a nadie su vida por mí.” Así
concluye John Galt su testamento, ese que Paul Ryan exige leer a su equipo en
el Congreso. ¡Qué frágil conciencia de sí es esta que se siente tan expuesta
frente a la existencia de otros! Este ideal de mónada no es heroico, es
cobarde. Y es también peligroso porque solo se honra a sí mismo. En Hoja de
ruta, el intelectual de la lista de candidatos republicanos sentencia que
“los Fundadores veían a [Adam] Smith no solo como un pensador
económico, sino como un filósofo moral cuya otra gran obra fue la Teoría de
los sentimientos morales”. Obviemos el hecho de que todo el mundo veía así
a Smith porque en verdad fue un filósofo moral, y porque realmente escribió la Teoría
de los sentimientos morales. ¿Alguna vez ha abierto Ryan la Teoría de
los sentimientos morales? ¿Alguna vez ha leído la primera frase de la
primera página? “Por más egoísta que quiera suponerse al hombre”, comienza Smith, “evidentemente hay algunos
elementos en su naturaleza que lo hacen interesarse en la suerte
de los otros, de tal modo que la felicidad de estos le es necesaria, aunque de
ello nada obtenga, a no ser el placer de presenciarla.”[3]Esa
es la frase menos galtiana, menos randiana, menos ryaniana que jamás se haya
escrito. Y a partir de ella, la deidad de los conservadores se lanza a un profundo
análisis de la “simpatía mutua”. ¡Ahí quedó la ficción de Ryan sobre el
individuo aislado con tarjeta de crédito! Si algo defiende Adam Smith es que el capitalismo y el sentimiento fraterno son
reconciliables, lo mismo que la economía de mercado y la decencia social. Pero
Ryan es un pésimo estudiante de Smith,
porque le gusta su capitalismo aderezado con crueldad.
A Ryan lo anima lo mismo una
teoría del gobierno que una teoría de la vida; pero su teoría del gobierno se
alza en parte sobre su teoría de la vida. Para el gobierno hay límites; para el
individuo no los hay. Un miedo terrible a la dependencia lo ha llevado a una
terrible exageración de la independencia. El yo en la autosuficiencia de Ryan
es un monstruo. Yo nunca educaría a un niño, mucho menos diseñaría un
presupuesto, a partir de este ideal atrofiado. Recientemente, en un nuevo libro
sobre la crianza de los niños, leí lo siguiente: “Tendemos a estimular la
autosuficiencia (un buen atributo), pero la iniciativa es incluso mejor. ¿Por
qué? Porque la iniciativa es la capacidad de resolver independiente y
óptimamente los problemas cotidianos y, a la vez, de buscar la ayuda de los
otros cuando no podemos resolver los problemas por nuestra cuenta.”
No es precisamente poesía, pero es de una sabiduría precisa. No somos solo una
nación autosuficiente, somos también una nación con iniciativa. Pero el plan
que Paul Ryan tiene para Estados Unidos amenaza con truncar esa magnífica
inclinación hacia la comunidad y dejarnos insolventes no solo en términos económicos,
sino también en términos morales.
Leon Wieseltier, Su dolor y el nuestro, Letras Libres, Octubre 2012
http://www.letraslibres.com/revista/dossier/su-dolor-y-el-nuestro
http://www.letraslibres.com/revista/dossier/su-dolor-y-el-nuestro
[1]Potemkin
Village, o Pueblo Potemkin, es una expresión en lengua inglesa que designa
aquello que en apariencia resulta imponente, pero que de hecho carece de
sustancia. La expresión proviene de una historia que afirma que el ministro
ruso Grigori Potemkin mandó construir falsas fachadas a las orillas del río
Dniéper para impresionar a la emperatriz Catalina II durante su visita a Crimea
en 1787 [nota de la traductora].
[2]La ley
Dodd-Frank –que debe su nombre al congresista Frank y al senador Dodd– es una
reforma financiera refrendada por el presidente Barack Obama el 11 de julio de
2010 y cuyo objetivo es devolver a los inversores la confianza en el
sistema financiero. Entre otras cosas, la ley instituye protección a los
inversores, una fuerte regulación de las firmas financieras y una supervisión
global de los mercados financieros mediante estándares regulatorios
internacionales. Véase http://www.sec.gov/about/laws/wallstreetreform-cpa.pdf
[nota de la traductora].
[3]Adam Smith, Teoría de los sentimientos
morales, traducción de Edmundo O’Gorman, México, FCE, 2004, p. 29.
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