El preu del coneixement és la mort de la cosa coneguda.


Ahora bien, como dijo Solón, no llamemos feliz a nadie mientras viva porque sólo podremos juzgarlo como tal al final de sus días. Mientras vivimos, la imagen de nuestra vida es todavía incompleta y en ella lo esencial se mezcla con lo accidental y fortuito. Siempre es inseguro el conocimiento que tenemos de la persona amada o del amigo, pues esa imagen parcial y mezclada que nos ofrecen en el ritmo del diario devenir es percibida sólo confusamente por nosotros, envueltos como estamos en la misma oscuridad respecto a nuestra propia imagen, tan incompleta y provisional como la de ellos, y no menos enigmática para nosotros mismos.

Y entonces la persona amada muere. Y al morir, entrega su esencia, despojada de los elementos accidentales y azarosos que antes estorbaban la comprensión. Cesa la elaboración de su ejemplo y contemplamos por primera vez el cuadro íntegro de su vida, ya concluida, cincelada en la materia del tiempo, ahora detenido. Esa visión nos golpea con fuerza y nos conmueve desesperadamente porque sólo entonces se nos revela en toda su plenaria verdad quién fue ese tú a quien tanto quisimos y que ahora está ausente, alejándose, y quisiéramos decirle una palabra definitiva de devoción. Pero, ay, es demasiado tarde. Todo conocimiento es póstumo.

La fórmula aristotélica para designar la "esencia" de algo se dice en griego "to ti en einai", un extraño sintagma que usa el imperfecto del verbo "ser". Para conocer la esencia de una mesa habría que preguntar: "¿qué era una mesa?", y para conocer la esencia de Sócrates, "¿qué era Sócrates?", "¿quién era Sócrates?". Para los griegos sólo había atribución esencial sobre el pasado concluido, una vez que la muerte había detenido el curso imprevisible de la vida y transmutado su contingencia en necesidad retrospectiva. Parecería que el final de la vida del hombre es sólo la onda que produce la piedra al lanzarse al estanque. Pero no. Se dice de quien nos ha dejado: "Ha muerto, pero nos queda su ejemplo". (...) Con frecuencia se ha notado que la voz griega para "verdad" (aletheia) significa no-olvido (a-lethos), esto es, recuerdo. El precio de la verdad es la muerte, que rinde la esencia de las cosas sólo cuando éstas ya no existen, como una botella que llega a la orilla con el mensaje del ahogado. Conocer la verdad de alguien es rememorar su ejemplo cuando ya ha dejado de vivir; al conmemorarlo, la vida del hombre, esa parábola que hace la piedra antes de caer al estanque, adquiere una necesidad que antes, entreverada de azar y casualidad, no tenía. Nótese la paradoja: la verdad de nuestro destino individual queda a la postre en manos de la posteridad social, que custodiará nuestro ejemplo -impidiendo que caiga en la nada y la mentira del olvido- sólo si halla en él algo colectivamente aprovechable y digno de permanecer. Todo ejemplo es ejemplo para alguien.

Las necrológicas y los obituarios que hoy leemos en los periódicos -un género literario de primerísimo orden o quizá la única auténtica ontología posible- encuentran su antecedente en las "laudationes funebres" que los aristócratas romanos pronunciaban en los funerales solemnes ensalzando el ejemplo que había dejado el difunto en su paso por la tierra. Ahora, mientras vivimos, permanece abierto el contenido de nuestra futura laudatio. Lector, ¿qué renglones escribirías tú en ella si estuviera en tu mano hacerlo? ¿Qué querrías que dijeran de ti? ¿Cómo te gustaría ser recordado? Nada de narcisismo o autocompasión; es la pregunta griega por la esencia: ¿qué clase de hombre fuiste tú? ¿Cómo se combinaron al final en ti los elementos pautados y qué tipo de destino fue el tuyo? La muerte es, strictu sensu, el momento de la verdad, en el que ésta queda fijada para siempre; mientras llega, cuida de tu imagen: imaginem vitae tuae.

Javier Gomá Lanzón, La imagen de tu vida, Babelia. El País, 16/10/2010
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