On és el problema de la democràcia?

¿Dónde está, entonces, el problema de la democracia?

La democracia, como la concebimos y deseamos, es, dicho brevemente, el régimen de las posibilidades siempre abiertas. No basándose en certezas definitivas, aquélla está siempre dispuesta a corregirse, porque excepto sus presupuestos procedimentales —las deliberaciones populares y parlamentarias— y sustanciales —los derechos de libre, responsable e igual participación política— consagrados en normas intangibles de la Constitución, hoy garantizadas por tribunales constitucionales, todo lo demás puede siempre ser nuevamente sometido a discusión. La vida democrática es una continua búsqueda y discusión sobre aquello que, según lo que determina el consenso social que va cambiando con el paso del tiempo, puede considerarse más cercano al bien social. Tanto el dogma —es decir, la afirmación definitiva y, por tanto, indiscutible de lo que es verdad, bueno o justo— como las decisiones irreversibles —esto es, aquellas que por su naturaleza no pueden ser replanteadas ni modificadas, como condenar a alguien a muerte o provocar una guerra—, son incompatibles con la democracia.

Como perfectamente ha mostrado el jurista y filósofo político Hans Kelsen (De la esencia y valor de la democracia, KRK, Oviedo, 2006, pp. 129 ss.) en su comentario al diálogo entre Jesús y Pilatos sobre la verdad —narrado en el Evangelio de Juan (18, 37-38), calificado por Kelsen como uno de los textos más memorables de la literatura mundial—, el dogma es en realidad el undamento de la autocracia, mientras que la pluralidad de dogmas no es imaginable como premisa que facilite las cosas a poderes autocráticos que imponen por la fuerza el orden entre los dogmas en lucha. Para la mentalidad dogmática el adversario es el enemigo, el descreído, cuando no el loco, y las instituciones son legítimas sólo y hasta cuando sirven a los propios objetivos. La democracia —como cualquier otro régimen político— es, por tanto, legítima sólo sub condicione, como instrumento útil mientras sirva.

Esto, por otro lado, de ningún modo significa que la democracia asuma el relativismo como su sustrato ético, ni que exija a los ciudadanos una actitud de indiferencia frente a las cuestiones de principio que los problemas políticos hacen surgir. Al contrario, aquélla no sólo se basa en un ethos público preciso —la apertura a lo posible, como el derecho a ser reconocidas de todas las fuerzas y concepciones políticas que respetan el mismo derecho a las demás—, sino que, además, presupone diversas concepciones individuales del bien común. Sin ello, es decir, sin la adhesión a ideales políticos, todo resulta insensato salvo el poder, el nudo poder. La democracia se convierte entonces en una odiosa pantalla ideológica, en mero instrumento para la conquista del poder (subrayo el «mero» ya que aquélla, como todas las formas políticas, es natural y legítimamente también esto); un instrumento más eficaz que otros en ciertos momentos históricos, pero destinado —siendo sólo un instrumento— a ser abandonado cuando ya no sirva o se convierta en un obstáculo.

Dogma y schepsi, coincidentia oppositorum: opuestos en la raíz, coincidentes en la concepción oportunista de las formas políticas. La historia —no sólo aquella que comienza a partir del 313 d.C.— es un gran repertorio de ejemplos: hombres de dogma que sin escrúpulos se alían con hombres que únicamente poseen poder; viceversa, hombres sólo con poder que descaradamente se alían con hombres de dogma. Alianzas cuyo carácter innatural está destinado a permanecer oculto hasta cuando el interés práctico de derrotar a sus enemigos comunes las une. Sus enemigos naturales son los hombres de la duda. Sólo para estos últimos la democracia es un modo de ser irrenunciable, además de un conjunto de instituciones necesarias. La duda es la fuerza eficiente de la democracia como reino de lo posible, o dicho con palabras de Montesquieu, su ressort. (…)

No es, por tanto, la fe en cuanto tal sino la servidumbre al dogma religioso —que es degeneración de la fe— la que crea problemas a la democracia. Exactamente igual, no obstante, que el relativismo escéptico del «una cosa vale lo mismo que otra» que puede darse en el otro lado. Por tanto, dos peligros opuestos: en el creyente el exceso de dogma; en el laico el exceso de duda. Pero entre estos extremos existe un amplio campo para la cooperación. Nunca antes como ahora en nuestro país (Italia) ha sido tan necesario permanecer vigilantes: la doble y opuesta —pero convergente— degeneración está ante los ojos de cualquiera que no los quiera cerrar para no verla. Y a esta tarea están llamados —al mismo tiempo y con la misma responsabilidad hacia la convivencia democrática— tanto los laicos como los creyentes, unos y otros obligados a actuar «incluso si Dios no existe».

Gustavo Zagrebelsky, Contra la ética de la verdad, Editorial Trotta, Madrid 2010

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