Objectes.


Condenar a las personas -especialmente mujeres- que tratan de atenuar algún estado de depresión mediante compras de ropas y de otros artículos, dentro y fuera de las actuales rebajas, comporta una injusticia firmemente basada en la ignorancia, el oscurantismo, el falso humanismo y el rencor.
No sólo el anhelante movimiento hacia la compañía del objeto resultaría recomendable desde un punto de vista clínico sino que demuestra, en una época de consumo especialmente elocuente, la importante función de los objetos en el estado de nuestro espíritu, en nuestro equilibrio psicológico y en la existencia cotidiana general.
Hasta hace medio siglo el modo de vida daba oportunidad para vivir densamente cerca de muchas personas -en la familia extensa, en el vecindario conocido, en las amistades recias y duraderas- y, en cambio, se pasaba con pocos y simplificados objetos. Ahora, en cambio, nos comunicamos densamente con muchas menos personas y, por el contrario, convivimos con un número incomparablemente mayor de objetos.
Ahora conectamos con cientos de nombres a través del móvil, el chat, las web sociales, pero sin grandes vinculaciones ni largos periodos de duración. Con los objetos viene, en efecto, a suceder algo similar, pero lo decisivo en este caso es que el déficit de compañía personal sin fácil solución en el universo de las personas, se suple con la cuantiosa incorporación narcisista de los objetos, metamorfoseados en amables reflejos de sí mismo. Los objetos no son nunca lo mismo que los sujetos (aunque los objetos son ya propiamente "subjetos") pero resultan incomparablemente más susceptibles de mantenerse al lado y se comportan en el trato con una condescendencia infinita. Y no se trata tan sólo de aquellos objetos que, instalados en la habitación desde tiempo atrás, vienen a ofrecernos un hálito de seguridad, identidad y amparo con su presencia. Se trata aquí del objeto recién adquirido y siempre inquietante, que transporta consigo una inédita porción de amor y, en ocasiones, un amor transgresor e imprevisto, a la manera de una anécdota picante en la reiteración de los días. Con este objeto nuevo puede parecer, a primera vista, que es el sujeto quien crea la totalidad de la peripecia amorosa y que el objeto sólo se deja hacer.
La verdad, la verdad excitante, sin embargo, radica en que también el objeto acciona, ama, exclama y trasgrede. El efecto positivo que el sujeto deprimido, o no, experimenta a través de una compra caprichosa no es resultado de la exclusiva fantasía del receptor sino también de la actitud del objeto que lejos de ser sólo un placebo, mundo, sordo y quieto, desempeña un mágico papel activo.
El objeto rezuma su amor propio cuando constata que se le atiende; el objeto es elegido por el sujeto y en ese momento de su selección, transmite como respuesta su adhesión o su rechazo, su inaccesibilidad o su entrega. De esta dialéctica amorosa, desde el sujeto al objeto y del objeto al sujeto, se genera una gimnasia emocional de notables efectos internos. El comprador o la compradora, con la autoestima eventualmente baja, halla en este episódico romance un lazo donde recrece el desafío y la redondez del yo. ¿Una monstruosidad? Una tonante obviedad.
Porque ¿cómo negar que el mundo en donde vivimos se compone cada vez más no de seres humanos, animales o plantas que nos importan sino de una boyante especie de objetos bellísimos y, a menudo, tan seductores y complacientes que la existencia iría apagándose si, como los más obstinados proponen, desaparecieran o los ahuyentaran de nuestro alrededor?


Vicente Verdú, Los objetos que nos aman tanto, El País, 09/02/2008

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