Canvi legislatiu i Estat de Dret









Cuando Platón nos habla de los delitos más graves que se pueden cometer contra la ciudad, menciona, especialmente dos que merecen la pena capital. En primer lugar, la profanación de los templos. El segundo de ellos es especialmente interesante para nosotros: “Quien esclavice a las leyes, entregándolas al poder de los hombres, debe ser considerado el enemigo más peligroso de la ciudad”. Quien “se ponga en el lugar de leyes”, sometiendo la ciudad a su voluntad o a la de una “camarilla”, quien pretenda que su palabra sea ella misma la ley, debe ser condenado, nos dice, a la pena de muerte. La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1793, recogió esta idea platónica de forma prácticamente literal: “Que todo individuo que usurpe la soberanía sea de inmediato muerto a manos de los hombres libres”. En verdad, el impulso platónico se materializa en el lema jacobino por antonomasia, que, por otra parte, es la esencia misma de lo que llamamos “imperio de la ley” o “estado de derecho”: “Que no gobiernen los hombres, que gobiernen las leyes”. En efecto, decimos que una sociedad está en “estado de derecho” (o bajo “el imperio de la ley”) cuando no hay nadie que pueda pretender estar por encima de la ley. Alguien que, como dice Platón, “esclaviza las leyes” o “las somete al poder de los hombres” lo que está haciendo es lo que hoy llamaríamos “dar un golpe de Estado”, usurpar el lugar de la soberanía y ponerse a él o a una pandilla de la misma calaña, en su lugar.

Cosas de filósofos que nos han terminado afectando muy profundamente, y sin las cuales, dejamos de entender cuál es la meta política más irrenunciable: una república en la que los que obedecen la ley son al mismo tiempo colegisladores, de modo que obedeciendo la ley no se obedecen más que a sí mismos y son, así pues, libres.

Es obvio que si el pueblo en su conjunto decidiera algo contrario a la ley (como por ejemplo, un linchamiento), cada uno de los ciudadanos que participaran en ello tendrían que ser acusados de un crimen. Pero la cosa es más grave aún: si el pueblo argumentara entonces que “él es la ley” y que, por lo tanto, puede obedecerla o no según convenga a sus caprichos, ya no se trataría de un mero crimen, sino de algo mucho más grave, de algo así como un golpe de Estado fascista, una usurpación, en todo caso, del lugar de la soberanía por una masa ilegal.

En efecto, el pueblo tiene perfecto derecho a cambiar las leyes, pero tiene que hacerlo con arreglo a la legalidad. Las leyes hay que cambiarlas “legalmente”, lo que no es más que un reconocimiento de que, como quería Platón, las leyes queden siempre “más allá de los hombres”, sin que estos puedan “esclavizarlas” y “someterlas a su poder” (...)

Y, sin embargo, en una república democrática, es el pueblo quien hace las leyes, normalmente a través de sus representantes parlamentarios. ¿Cómo se logra entonces que las leyes “no caigan en poder de los hombres” si son los hombres (en el sentido neutro, claro, de hombres y mujeres), inevitablemente, quienes tienen que hacer las leyes? A no ser que vivamos en una dictadura teocrática, en la que se suponga que Dios mismo es el soberano, son los seres humanos, y nada más que los seres humanos quienes tienen que dictar las leyes. Y sin embargo, para que esas leyes sean leyes (y no las órdenes de un tirano o de una camarilla de tiranos) tienen que quedar siempre por encima de ellos, por encima incluso de la totalidad del pueblo (y no digamos ya de la mayoría).

¿Cómo se logra entonces? ¿Qué significa entonces esta aparentemente paradójica pretensión platónica que pone a las leyes por encima de los hombres, al mismo tiempo que reconoce que son ellos quienes las hacen y promulgan? ¿Qué tiene que ver todo esto con nosotros y nuestra realidad política? Esa paradoja nos atraviesa de parte a parte en nuestra condición de ciudadanos. De hecho, así se definió la ciudadanía desde el corazón mismo del pensamiento de la Ilustración. Ciudadano es el que obedeciendo la ley es libre. Naturalmente para eso hace falta que, como hemos dicho, el ciudadano haya sido colegislador de la ley a la que obedece, de tal forma que al obedecerla no está haciendo otra cosa que obedecerse a sí mismo, es decir, realizando su libertad. ¿Y cómo hay que plasmar políticamente esta paradoja, en qué consiste realizarla, convertirla en realidad?

Porque fueron los filósofos los que inventaron eso de la “ciudadanía”. Cuando por fin se dictó la Declaración de los derechos del Hombre y del Ciudadano, Hegel, por ejemplo, declaró que habían triunfado los filósofos: “Desde que el sol está en el firmamento y los planetas giran en torno a él, no se había visto que el hombre se apoyase sobre su cabeza, esto es, sobre el pensamiento, y edificase la realidad conforme a la razón”, nos dice en referencia a la revolución francesa, que considera, nos dice, “obra de la filosofía”. Por fin, continúa diciendo, tiene razón Anaxágoras: la razón está destinada ahora a regir el mundo. Sea como sea, fueron los filósofos, en una línea que va de Sócrates y Platón a la Ilustración, los que se encargaron de pensar y profundizar en todas esas paradojas que antes hemos apuntado. Y no fracasaron en su intento, ni mucho menos. Todo lo contrario, gracias a ellos fue posible conformar la arquitectura del Estado Moderno (de eso que ahora llamamos Estado social de Derecho, Democracia Parlamentaria, Orden constitucional o, simplemente, República), esa prodigiosa maquinaria que, se diga lo que se diga, está asombrosamente bien pensada. Desde luego, no se puede decir que nadie haya tenido una idea mejor. Otra cosa es que, como algunos no hemos parado de insistir, esa gran idea, bajo las condiciones capitalistas en las que ha tenido siempre que materializarse, haya resultado bastante impracticable. La división de poderes, por ejemplo, es la mejor idea del mundo, si el poder político es realmente un poder soberano, y no una mera mascarada al servicio de los poderes económicos, de los “dueños del poder real”, como los he llamado en otro artículo reciente. En todo caso, aquí el problema no estaría en la división de poderes, sino en el capitalismo que la convierte en una mascarada.

... el pueblo tiene derecho a cambiar cualquier ley, pero que lo tiene que hacer legalmente, con arreglo a la ley. De este modo, por ese imperativo socrático de coherencia, la ley siempre queda por encima del pueblo, aunque sea el pueblo quien hace las leyes.

Esta fórmula “cambiar la ley con arreglo a la ley”, algo así como el imperativo que tiene el pueblo de “volverse coherente”, no es fácil de llevar a la práctica. Hubo que pensar y que trabajar mucho para crear las instituciones capaces de hacer esto posible. A esto se llamó Ilustración. Una buena idea (que, en efecto, inventaron los filósofos) fue la separación de poderes. Impedir que el gobernante haga las leyes y a los que hacen las leyes, impedirles gobernar. Y que sea otro poder distinto el que juzgue si las cosas se ajustan a la legalidad, es decir, en último término, quien juzgue si lo que el pueblo decide en cada caso a través de su Parlamento, es coherente o no con lo que el pueblo mismo decidió al votar la Constitución. En este juego de espejos, se logra que nadie pueda apoderarse de la ley y, como decía Platón, “esclavizarla”. Aunque para que los espejos funcionen hacen falta algunos requisitos institucionales, como la libertad de expresión, la libertad de asociación y reunión, la instrucción pública, etc.

Carlos Fernández Liria, ¿Por qué la Filosofía y la Ética?, cuartopoder.es 10/11/2020













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