Quan el "què", el "quan" i el "com" tenen menys importància que el "qui".





La idea de que hay palabras que es mejor, que es más humano incluso, no decir me resulta perfectamente asumible. Lo que me resulta incomprensible es la obligación de no decirlas porque hacerlo sería una forma de expresar un racismo, una homofobia y una transfobia de la que soy fatalmente portador solo por tener la edad, el sexo y el color de piel que llevo.

Porque al final de cualquier argumento en Estados Unidos, el “¿qué?”, el “¿cuándo?” o el “¿cómo?” tienen mucho menos importancia que el “¿quién?”. De un modo refinado y quirúrgico, el progresismo de las nuevas generaciones lleva a su máxima expresión el argumento ad hominem de que es esencial el razonamiento en las redes sociales. Lo que decimos o no está mediado por lo que somos, de lo que no podemos escapar más que por un acto de constricción público, el arriesgado acto de arrepentirnos no por lo que pensamos o hicimos, sino por lo que somos. Tienen razón mi hija y su generación en que los argumentos no se expresan sin el cuerpo ni la identidad del que los pronuncia, pero también es cierto que la ficción que llamamos democracia exige justamente que suspendamos por un minuto esa realidad para que las ideas como quienes las portan puedan ser inocentes hasta que se pruebe lo contrario.

Me resulta incomprensible desde mi casi vejez de 50 años que se admita la fluidez de las identidades sexuales y no se admita también las de la raza, la edad y sobre todo la del poder. Blanco privilegiado soy en Chile, pero no en Dallas o en Georgia. Trato de convencer a mi hija de que esa perpetua sospecha que pesa sobre los mayores de edad de no habernos sanado del pecado original de nuestro racismo y de nuestro sexismo inconscientes es lo que lanza a muchos, a demasiados de esos sospechosos, a los brazos del trumpismo que los perdona de entrada y les deja decir todas las malas palabras juntas. El marxismo en que fui criado trata de convencerla de que la lucha de clases antecede a la lucha de raza y a la del sexo. Si el policía que ahogó a George Floyd supiera que su cuello también lo oprimen los pocos propietarios de todo, quizás podrían marchar juntos y transformar su país.

Para un europeo y para un latinoamericano la idea de que se puede sanar a una sociedad de su racismo estructural, que se puede enseñar exitosamente a no discriminar por sexo y raza, es improbable.

La historia enseña que los hombres, esos animales en perpetuo cambio, cambian muy poco, o que al menos no mejoran. Los europeos son demasiado viejos y los latinoamericanos demasiado jóvenes para creer en el progreso. Estados Unidos, mi hija lo sabe, no se entiende a sí mismo sin la idea de que las personas pueden mejorar no solo sus vidas, sino sus mentes, sus conciencias, su ser. No son ingenuos y saben que eso no se hace de manera solitaria, por eso creen en sus iglesias, clubes y comunidades. A mí eso de pasar a ser latino a ser latinx me resulta incomprensible, para mi hija es una manera de sentirse unida con personas que vienen de distintos países y orígenes y que en Nevada y Arizona votaron en masa por Joe Biden, en parte porque Trump se dedicó a odiar a sus comunidades.

Estados Unidos es un país de Estados y de condados, un reino de reinos que sólo tiene en común esa fe de que se puede ser mejor que uno mismo. Es un país que cree que existe lo correcto y lo incorrecto y vota según esa idea. No pude dejar de pensar que mi hija de 13 años está mucho mejor preparada que yo para entender ese rompecabezas. Me imagino que también estará mucho más preparada para gobernar esto que resulta por el momento ingobernable.

Rafael Gumucio, EEUU y sus elecciones, explicados con 13 años, El País 22/11/2020



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