Moral terrestre i genocidi vertical.
Si los lager nos parecen con razón monstruosos es porque son humanos; es decir, porque son mensurables desde nuestra milenaria “moral terrestre”. Implican un trabajo de deshumanización horizontal del otro sobre el que nuestra imaginación también puede trabajar, en favor de la empatía y de la construcción jurídica. Con Hiroshima, paradigma vertical, ocurre lo contrario: como contaba el filósofo Günther Anders, no es fácil establecer un vínculo cognitivo entre una presión del dedo sobre un cuadro de mandos a 3.000 metros de altura y 120.000 cadáveres en las calles de una ciudad. Ahora bien, esta “desproporción” tiene consecuencias afectivas y jurídicas descomunales. En los lager, decíamos, el cadáver es el resultado de una larga operación de deconstrucción de la humanidad en el cuerpo del otro; en Hiroshima, el cadáver es, desde el principio, un residuo y, si se quiere, un “milagro”. Los cuerpos no se han tenido nunca en cuenta, ni siquiera para destruirlos. Si aceptamos con tanta naturalidad los bombardeos aéreos es porque contienen algo sagrado y divino; es decir, porque, como en el caso del orden teológico, su horror deja en suspenso los parámetros comunes del Derecho terrestre. Lo que en tierra se nos antoja la más atroz violación del Estado de derecho (la ejecución extrajudicial, el juicio sumarísimo, la condena colectiva) constituye la normalidad entre las nubes: las víctimas civiles de un bombardeo no se han beneficiado de la presunción de inocencia ni han sido acusados de ningún delito ni han tenido un juicio justo; ni siquiera, como digo, han sido injusta y brutalmente tratados por un enemigo horizontal, con la posibilidad de hacer al menos un último gesto de dignidad (como ocurre tantas veces ante un pelotón de ejecución). La inocencia absoluta de las víctimas del bombardeo (tendidos entre los escombros al lado de la pelota con la que jugaban un minuto antes) presupone de algún modo la inocencia absoluta del victimario. El genocidio vertical es, por decirlo así, un genocidio al mismo tiempo meteorológico y teológico. ¿Cómo se va a comparar la violencia bestial de un cuchillo con la magia de un misil?
En los principales bombardeos de la Segunda Guerra Mundial (Londres, Dresde, Japón) se lanzaron en torno a 40.000 toneladas de bombas desde los aviones alemanes o aliados. En la segunda Guerra del Golfo, EE UU lanzó sobre Irak unas 80.000. El pasado mes de abril, Israel ya había lanzado 70.000 toneladas sobre Gaza, doblando el número del mayor conflicto bélico de la historia e igualando casi el de la bárbara invasión de Irak. Ahora, en agosto, mes de la conmemoración de la derrota del Japón y del lanzamiento de dos bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, Israel habrá batido ya sin duda todos los registros históricos de destrucción vertical del otro. Es una “práctica consuetudinaria”, sí, que los humanos aceptamos con consueta resignación, y casi con admiración bíblica, entre la fascinación del récord y el estupor de la inocencia del dios. Los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki nos sacaron definitivamente de la moral terrestre e inscribieron nuestros cuerpos en el marco de la posthumanidad, y ello por dos razones: porque desde entonces somos virtualmente una especie desaparecida y porque en ese momento nos quedamos definitivamente sin imaginación para conmovernos o ni siquiera escandalizarnos frente a la barbarie vertical y sus anónimos escombros inocentes.
Pero sí podemos sentir aún un poco de indignación a ras de tierra. La dificultad para escribir un artículo en esta época es siempre la de seleccionar la ignominia del día o del año, tan variadas son y tanto se repiten. Una de las mayores de este mes de agosto ha pasado, sin embargo, casi desapercibida. No me refiero al aniversario de Hiroshima y Nagasaki, que recuerdan rutinariamente todos los periódicos; ni tampoco al enésimo bombardeo de una escuela en Gaza, frente al cual carecemos ya de imaginación y hasta de lágrimas. Hablo de la ceremonia del 9 de agosto en Nagasaki y del boicot de EE UU y la UE, “solidarios” con Israel, al que el alcalde no había invitado porque estaba pensando en Gaza, donde han sido asesinados desde el pasado mes de octubre 40.000 palestinos desde el aire. Estas conexiones sí las podemos imaginar y no hace falta explicitarlas. Es el detalle menor, la metáfora pequeña y brutal de una hipocresía que nos hace cómplice de todos los bombardeos y debilita aún más nuestra posición moral en el mundo posthumano que nosotros mismos hemos contribuido a crear.
Santiago Alba Rico, Gaza y Nagasaki, El País 26/08/2024
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