Llibertat incondicionada contra sobirania democràtica.







Si nos está resultando difícil de entender la sociedad contemporánea es porque aparecen en ella ideas, prácticas y estilos de gobierno que no estaban en el repertorio convencional con el que la cartografiábamos. Una de las figuras más desconcertantes es la de ese “autoritarismo libertario” representado por personajes como Trump o Milei.

¿En qué consistiría este autoritarismo libertario y, concretamente, cómo es posible que una concepción extrema del liberalismo adopte formas autoritarias? La explicación está en el concepto que tienen de la libertad, una idea de libertad puramente negativa por la que el individuo se afirma en contraposición a los demás. El autoritarismo libertario procede de una concepción del individuo como ser autosuficiente, competitivo, desvinculado. Se trata de una idea de libertad que rechaza su dimensión colectiva; su carácter autoritario procede del desprecio a cualquier forma de vinculación. El individuo que se opone a las limitaciones cuestiona, implícita o explícitamente, las protecciones mediante las cuales el Estado impide que se ejerzan imposiciones sobre aquellos que son más vulnerables, que se convierten así en el motivo del malestar de los libertarios: mujeres, pobres, migrantes.

La pulsión autoritaria procede del potencial destructivo y excluyente de su concepción negativa de la libertad. La libertad incondicionada que reivindican impide que haya una soberanía democrática, compartida y universal sobre las condiciones en las que esa libertad podría desplegarse para todos y sin potenciales destructivos (exclusiones sociales, destrucción del medio ambiente, daño de la conversación pública). Sin esas condiciones que permiten el despliegue de la libertad de todos, sin el entorno ecológico que posibilita la supervivencia de nuestra especie, sin alguna idea de una realidad que pudiera funcionar como medida objetiva de contraste de nuestras afirmaciones, ni siquiera podría gozarse en última instancia de aquella libertad individual que se desea.

El concepto de libertad de los libertarios tiene distintas versiones. Puede referirse a la libertad de expresión ilimitada en las redes (Musk), puede ser un anti-estatismo radical (Milei) o una forma de desprecio a cualquier norma (Trump). En todos los casos se trata de entender la libertad como un valor incondicionado, que no quieren ver limitado por nada, sea una realidad objetiva, obligaciones respecto de los otros, regulaciones o deberes ecológicos.

La libertad no es para ellos un espacio social, una propiedad estructural, sino un atributo individual; es una libertad en su dimensión más individualista y que considera que la causa de todos los malestares está en el Estado, es decir, en aquellos procedimientos públicos diseñados para que unas libertades no se ejerzan a costa de otras y que puedan gozar de ellas también quienes solo las tendrán si disponen de una especial protección. Como muchos conservadores, en nombre de la igual libertad critican los subsidios o las políticas feministas, pero no lo hacen para posibilitar la igualdad real sino para defender una igualdad meramente formal que saben que les beneficia.

La pandemia fue un momento en el que, a la vez que se vivían experiencias insólitas de solidaridad y se revalorizaba la intervención pública, también se fortalecieron los impulsos individualistas. Una de sus manifestaciones más extremas fue lo que se ha podido llamar “el secesionismo epistémico” (Amlinger / Nachtwey): una profusión de hechos alternativos, negacionismo, conspiracionismo, la consideración de los enunciados científicos como un atentado a la libertad. El libertarismo encontró allí un terreno abonado para las ensoñaciones de una subjetividad completamente desvinculada de la realidad. Desde entonces no han dejado de crecer esas “grandes negaciones”: desde la inminente desaparición de la democracia, de la nación y el orden constitucional, el cambio climático cuestionado, golpes de Estado por todas partes, la sede papal vacante... Se disfruta así de una absoluta soberanía epistémica: las opiniones giran en el vacío, sin ninguna instancia que pueda contrastarlas o desmentirlas, y la contradicción es interpretada como un ataque personal.

Solo en una realidad arbitraria es el sujeto absolutamente soberano. Se produce así un vacío semántico donde no hay frustraciones y el individuo soberano es confirmado en todo momento en sus opiniones e intereses. El conspiracionismo, por ejemplo, es una manera de entender el mundo que nos libera de tener que confrontar nuestras opiniones con la realidad, donde nada contradice ninguna teoría y todo confirma gratamente los propios prejuicios. El conspiracionismo proporciona a sus defensores muchas ventajas subjetivas: les dispensa de sus obligaciones hacia los migrantes porque “vienen a reemplazar nuestra civilización”; a quien señala un aspecto de la realidad que le contradice se le adjudican las peores intenciones y el principio de realidad queda así suspendido; las exigencias medioambientales son desenmascaradas como una disculpa para recortar la libertad; criticar la cultura de la cancelación se convierte en una coartada para mantener incluso aquellas opiniones que sería muy razonable dejar de emitir... Es difícil concebir una mejor manera de ejercer nuestra narcisista soberanía sobre la realidad y mantenerse fuera de su alcance menos grato, como resistencia o desmentido.

La crítica a “lo políticamente correcto” les exonera de respetar ciertas evoluciones de la opinión pública que una gran mayoría de la sociedad considera avances democráticos, como la pluralización de nuestros modos de vida, la emancipación de las mujeres o esas normas de respeto y buena educación que desprecian como resultado del miedo a decir lo que se piensa.

El sentido común al que apelan es para ellos la ocurrencia propia o lo que favorece el interés individual y no un sentido común compartido. Las democracias amparan el derecho de cualquiera a expresar libremente sus opiniones, pero no promueven que los individuos desarrollen sus vidas sin referencias compartidas. El libertarismo es una posición antipolítica porque le falta la relación a un mundo compartido, compatible con el mayor pluralismo de concepciones acerca de la realidad, que es siempre la misma y común realidad.

Los humanos solo somos libres en sociedad, pero eso quiere también decir que solo somos individuos en sociedad, que solo en ella desarrollamos aquella personalidad que los libertarios creen incompatible con la convivencia en un mundo común. Vivir en una realidad compartida no es incompatible con el ideal de autorrealización subjetiva, sino con su versión narcisista e individualista. Entender esto es fundamental para desactivar esa apropiación del valor de la libertad que están llevando a cabo quienes tienen una concepción de ella muy disminuida, excluyente y potencialmente autoritaria. Hemos de volver a pensar cómo se articulan individuo, entorno, público, realidad, inclusión y Estado.

Solo habrá libertad para todos si hay un buen medio ambiente, servicios públicos de calidad, seguridad física y laboral, un Estado que atempere los riesgos que amenazan a los individuos, respeto a las decisiones ajenas, es decir, bienes comunes que requieren intervenciones de las instituciones democráticas. Si queremos que la libertad sea algo más que una libertad negativa (como no interferencia, el derecho a ser dejado en paz o la de los más poderosos), la libertad debe tener una fuerte imbricación social. La libertad se apoya en un conjunto de derechos y presupuestos institucionales que la hacen real y universal. La libertad solo existe verdaderamente donde hay un reconocimiento de las dependencias recíprocas.

Daniel Innerarity, El autoritarismo libertario, El País 16/09/2024

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